Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

domingo, 20 de abril de 2008

De excursión


Hace unos días vi un cartel, no recuerdo dónde, en el que se anunciaba una excursión en bici de un grupo de ecologistas y amantes de este medio de transporte en particular. Se trataba de pasar un día al aire libre siguiendo una ruta por caminos entre pinares y pequeños pueblos del interior.
Me apetecía ir, la verdad, pero en un primer momento deseché la idea, soy muy inexperta pedaleando y estaba segura que terminaría agotándome en mitad del camino, eso contando con que llegase al menos hasta allí. Aún así no dejé de pensar en ello durante toda la semana.

La excursión era para hoy, así que ayer después de mucho pensarlo, le dije a mi marido que iba a participar, al tiempo que le invitaba a acompañarme. “Calla, calla” me dijo “menudo rollo todo el día dale que te pego, vete tú si quieres, aunque no te veo yo preparada para eso, llévate el móvil por si tengo que ir a buscarte con el coche”. Será idiota, pensé, eso fue más que suficiente para espolearme, si se había creído que no era capaz de hacer esa excursión estaba muy equivocado, ahora sí que estaba decidida, el muy sabelotodo se iba a quedar con un palmo de narices.

Lo que más me preocupaba era que tuviésemos que circular por algún tramo peligroso, con coches circulando cerca y todo eso, me siento insegura y capaz de meterme yo solita bajo las ruedas de algún conductor despistado. Me metí en internet y encontré la página web donde se anunciaba el evento y aparecía un teléfono de contacto. Llamé y pude enterarme del lugar de concentración y de la ruta que se iba a seguir. Una chica muy amable insistió en que no había ningún peligro ya que toda la marcha se hacía por senderos utilizados única y exclusivamente por caminantes y ciclistas. Respiré tranquila.

El único problema era desplazarme desde mi casa hasta el punto de salida, ya que me quedaba un poco lejos y tenía que circular por carretera, pero como mi bicicleta es plegable decidí ir hasta allí en el coche con ella en el maletero.

Cuando llegué al lugar previsto había una docena de excursionistas, más o menos, la mayoría conocidos entre sí pues se trataba de un grupo que tenía por costumbre reunirse cada dos o tres semanas para realizar salidas de este tipo. Yo me sentía algo cohibida temiendo hacer el ridículo en cuanto llevásemos unos kilómetros pedaleando, pero pronto empezaron a presentarse y animarme entre bromas y risas, hasta que me sentí algo más relajada.

Me colgué la mochila a la espalda y cabalgando mi Monty me sentí como una amazona sobre su yegua salvaje. La mañana era espléndida y según nos íbamos adentrando en el camino dejando a nuestras espaldas las últimas casas del pueblo, empezaba a animarme dejándome acariciar por la brisa y aspirando los aromas de árboles, flores y plantas que cada vez eran más abundantes.

La conversación era escasa, parecía que cada uno de nosotros avanzaba inmerso en sus pensamientos o disfrutando del paisaje. Delante de mí pedaleaba un hombre, Rafael, que volteaba a menudo la cabeza como queriendo asegurarse de que todo iba bien y yo seguía bien el ritmo. Nos sonreíamos un momento y él volvía a mirar hacia delante. Ahora que me fijaba bien, tenía un buen culo con aquel maillot ajustado. Y no sólo el culo. Debía tener más o menos mi edad, quizá algunos años menos, no muchos, pero se notaba que hacía ejercicio con asiduidad. Era delgado, con piernas fuertes y musculosas. Llevaba gafas de sol y como la mayoría de nosotros, una gorra cubriéndose la cabeza, así que no sabía cómo eran sus ojos ni su pelo. Creo que en una de tantas que se volteó hacía mi me sorprendió observando atentamente el movimiento de sus glúteos porque esta vez su sonrisa era divertida y algo pícara.

Empezamos a subir una pequeña cuesta que, poco a poco, se iba haciendo más empinada. Comencé a temblar, aquello iba a ser demasiado para mí. Me angustiaba la idea de tener que bajarme y subirla a pie, pero empezaba a costarme demasiado pedalear y no veía el momento de llegar hasta la cima. Fue entonces cuando Rafael se bajó de su bicicleta y esperó hasta que llegué a su altura. “Sigue, no te pares, me dijo, yo no puedo más, voy andando hasta arriba” Sabía perfectamente que me estaba mintiendo y que lo hacía para que no me sintiese mal. Me apeé agradeciéndole en silencio su gesto y echamos a andar, uno al lado del otro.

Al final de la cuesta, escondida en medio de un pinar, había una especie de monasterio, con una pequeña iglesia adosada y un campanario quizá demasiado alto para las dimensiones del conjunto del edificio. Allí hacíamos un alto en el camino del que partiríamos al lugar escogido para comer, a un kilómetro y medio aproximadamente de distancia.

La mitad del grupo se sentó en unos bancos de piedra a la sombra de los árboles, el resto nos dirigimos a la entrada del monasterio. Al atravesar la puerta un escalofrío hizo que se me erizase la piel, la temperatura debía ser unos cuantos grados por debajo de la que hacía afuera y la sensación de frescor era intensa. Seguimos por un pequeño corredor que comunicaba con la iglesia en la que admiramos algunos cuadros e imágenes colocados en capillas laterales e iluminados todos ellos por pequeñas velas que inundaban el lugar de luces y sombras temblorosas. En un pequeño rincón descubrimos una puerta por la que, siguiendo una enrevesada escalera de caracol, se subía a lo alto del campanario.

Rafael iba tras de mí cuando iniciamos la subida entre risas y empujones. Éramos cinco personas incluyéndonos a ambos. Al llegar arriba quedamos impresionados. La vista era magnífica, grandiosa, desde allí se podían ver pequeños pueblos desperdigados por la montaña, algunos estaban tan lejos que parecían casitas de juguete. En un momento en que dejé de deleitarme con el paisaje para ver por dónde andaban los otros, me di cuenta que Rafael se había medio escondido en un rincón detrás de las dos enormes campanas de hierro que ocupaban el centro de la torre. Los otros se disponían ya a bajar y se dirigieron a mí invitándome. “Luego os alcanzo, les dije, me quedo un poco más”.

Desde allí veía al resto del grupo que ya se estaban preparando para reemprender la marcha. Cuando llegaron los que nos habían acompañado a lo alto de la torre, subieron a las bicicletas y antes de partir saludaron con la mano. Al momento sentí la presencia de Rafael justo detrás de mí “¿Lo estás pasando bien?, susurró en mi oído” Asentí. La brisa refrescaba mi rostro, mientras que por detrás sentía su aliento quemándome la nuca.

Luego fueron sus brazos los que rodearon mi cintura apretándome contra su cuerpo. Sus labios se posaron en mi cuello y la lengua se perdió tras de la oreja. Sentí como crecían mis pezones haciéndose visibles a través de la camiseta y un temblor me subía por las piernas hasta humedecer mi sexo. Sentía el suyo crecer y endurecerse a medida que crecían sus caricias. Me di la vuelta y asalté su boca sin recato apretándome contra él. Le quité las gafas de sol para perderme en sus ojos impregnados de deseo. Me separó de aquella especie de pequeñas almenas y me llevó al rincón detrás de las campanas. No se cómo fue que en un momento estábamos los dos medio desnudos rodando por el suelo. Se sentó apoyando su espalda contra el muro y yo, de pie, fui acercando mi sexo hacia su boca que permanecía abierta esperando su alimento. Cuando mis ganas iban a estallar con su lengua lamiendo, perdiéndose en mis pliegues, me prendió las caderas y con un movimiento certero me sentó sobre su sexo henchido y tembloroso que se deslizo entero quemándome por dentro. Cabalgué sobre él con movimientos rítmicos al tiempo que mi lengua se hundía en su jugosa boca. El inesperado tañer de las campanas apagó nuestros gritos de placer cuando a los dos nos sorprendió el estallido final de un fuerte orgasmo.

Después de arreglarnos la ropa y tranquilizarnos un poco, bajamos de la torre y fuimos en busca del grupo que estaba cerca de allí dando buena cuenta de los bocadillos que cada uno portaba en su mochila. Descansamos allí un rato y luego emprendimos el regreso a casa.

Cuando llegué mi marido estaba tumbado en el sofá mirando en la televisión una película de acción, de esas con muchos tiros, explosiones, coches que vuelan por los aires… “¿Qué tal te ha ido?, preguntó apartando apenas la vista de la pantalla extraplana” “Bien, no ha estado mal, dije sin poner mucho entusiasmo” “Yo no se cómo se te ocurren esas cosas, con lo bien que se está aquí tirado, seguro que ha sido un aburrimiento y encima te habrás cansado como una burra” “Tanto como un aburrimiento no diría yo, pero cansada sí, estoy rendida, es lo que tiene el pedaleo… no sabes cómo cansa”.

Tú sigue con la acción, pensé, pero yo ya me apunté para la próxima… dentro de dos semanas.

7 comentarios:

Tesa dijo...

Lo cuentas muy bien, como siempre.
Pobre cornudo, el infeliz del marido de tu protagonista... porque son pequeños esos cuernos, pero cuernecillos al fin y al cabo.

Des dijo...

Gracias, Tesa.
Bueno, el pobre infeliz es feliz en su sofá con el mando en la mano, dicen que para gustos se hicieron colores. Ambos disfrutan con la acción, eso es innegable.

Tesa dijo...

Mujer, pero que disfrute con su mando y su sofá no implica que le haga gracia que su parienta se tire un ciclista tras un matojo...

Además, olvidamos que la parienta firmó un contrato de exclusividad que se pasa unilateralmente por el sillín de la bicicleta. Yo creo que "el del mando" ya era así cuando ella estuvo de acuerdo en acoplarse a su sofá y ahí sigue acoplada, pero es muy divertido encontrar "suplementos" por el camino con la seguridad del mando en casa.
:)

Des dijo...

No tiene por qué enterarse, que es lo que suele pasar en estos casos.
Habría mucho que hablar sobre el tema. Lo de que fuese así, pues bien pudiera ser, aunque tenemos que tener en cuenta que nunca se conoce a nadie, aún cuando lleven toda una vida juntos. Y también podría ser que haya cambiado, las personas evolucionan e involucionan, y casi nunca lo hacen al unísono.
El tema del contrato de exclusividad, pues todo depende del concepto de fidelidad o infidelidad (que viene a ser lo mismo pero al revés) que tenga cada uno. Algunos perdonan y entienden las relaciones fuera de la pareja que sólo conlleven sexo, pero no las relaciones amorosas, otros perdonan "sus" infidelidades pero jamás las de su pareja. Los hay que creen en la fidelidad a pie juntillas y la practican (yo creo que los menos), otros que no son infieles porque tienen terror a que su pareja pueda descubrirles y otros porque no han tenido oportunidad de serlo. También hay los que creen que el cuerpo de uno es algo personal e intransferible y no posesión de nadie, por lo que hacen con él lo que les viene en gana. Los hay que son infieles de pensamiento, y los que jamás engañaron a su pareja con el sexo pero dicen "te quiero" cada día y mienten...
Así podríamos seguir... ni te cuento.
Personalmente creo que una relación física fuera de la pareja no tiene por qué acabar con ella, algunos dicen que incluso puede servir de aliciente para superar la rutina, lo que en verdad es el fin de una pareja es la falta de amor.
Y en fin, que en cada historia hay cientos de lecturas. Quizá la protagonista estaba harta de sofá y decidió hacer algo distinto. Quizá si él, para variar, hubiese hecho un pequeño esfuerzo para compañarla (no olvidemos que le invitó) hubieran tenido una fabulosa experiencia en la torre entre el ding-dong de las campanas.
Todo es cuestión de imaginación.

Tesa dijo...

Imaginación, la que a ti te sobra.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Yo estoy contigo Des, quizá si el la hubiera acompañado...
Y sabes tesa, si que es divertido eoncontrar suplementos sabiendo que alguien te espera en casa pero tambien es muy comodo pasarse la tarde con el mando en la mano pensando que lo tienes todo controlodo sin hacer el mas minimo esfuerzo... o no?

Des dijo...

Gracias por pasarte por aqui y por tu comentario. Como decía antes hay tantas formas de pensar como lectores, pero mira, me alegra que estemos de acuerdo.
Des.