-Toi pensando…- dice Angel
Y su mirada persigue al sol, que se esconde tras la montaña en un atardecer sereno y silencioso. Él permanece sentado a caballo, en su silla de esparto, a la puerta de casa. Disfruta de ese momento mientras fuma un "pitu"*, de los de siempre, sin filtro.
-Miedo te tengo, cuando te da por facer eses coses- contesta su mujer burlona, sin dejar de pelar las patatas para la cena.
Está preparando un buen "pisto"* con pimientos y tomates. Todo de la huerta. A sus hijos les gusta su forma de cocinar, con carbón, a fuego lento. Mientras estén allí, comerán sano y no esas porquerías de la ciudad, que vienen ya cocinadas y las calientan en cinco minutos.
-¡Ay! Elisa, que mala yés- la mira sonriente- Toi pensando n’el payar.
-¿En cual payar? ¿Ties mieu que caiga algún guajin*? Ta Fernando con ellos, nun pases pena, que no hay peligru.
Han pasado este precioso día de verano en los prados, recogiendo la hierba que segaron hace unos días, junto a sus hijos y nietos. Ellos viven lejos, en Francia, pero todos los veranos pasan alguna temporada en el pequeño pueblo asturiano que les vio nacer. Subieron temprano, unos andando; a caballo, otros, porque en aquellos senderos estrechos y empinados los coches no sirven de nada. El trabajo es duro y Ángel está envejeciendo, aunque él no quiera reconocerlo, así que algunos vecinos les echaron una mano. Las mujeres se encargaron de la comida y vigilar a los niños, que disfrutaron de lo lindo. Cuando el trabajo estuvo terminado, cargaron los caballos y llevaron la hierba al pajar, donde los más pequeños están saltando como locos, para "calcarla"*.
-Que no muyer, que no…- responde Ángel- n’el payar de tu padre ¿acuerdes-te?
-Claro que m'acuerdo del payar de padre, pero ¿a qué vien acordarse ahora? Nun t'entiendo, Ángel.
-Vino-me a la cabeza la primera vez que fuimos allá, tú y yo, solinos, a escondies, era una tarde d’agosto, igualina qu'esta.
-¡Ay, madre! Tu t'has faciéndote vieyu. ¿Y ahora? ¿Qué te dio?
-Nà, Elisa ¿qué me va a dar? Que m’acordé. ¡Qué torpe fui! Era un chavalin y tontu, pa más inri. Y locu por ti. No se m’olvidará mientras viva: aquellos pechinos pequeños, los muslos blanquísimos y el olor a manzana ¿por qué me hueles siempre a manzanes, Elisa?
Ella ha dejado por un momento lo que está haciendo y mira a su marido, extrañada y complacida a un tiempo. Siempre pensó que él no se acordaba de estas cosas. Ha sido un buen esposo y padre, pero muy serio y de pocas palabras.
-Será porque guardo manzanes entre la ropa, como facía madre - le contesta, mientras vuelve a su tarea.
-Acabé tan rápidu, que n'un t'enteraste de ná. No sé cómo quisiste seguir conmigo.
-¡Dios mío de mi vida! Tú nun tás bien, Àngel. ¡Mira con que me salió ahora!. Calla, anda, calla, dame vergüenza hablar d’eso, parez mentira.
-Bueno, bueno, ahora, después de tantos años ¿date vergüenza? Pues luego, de casaos, si que supiste enseña-me. ¿Ya no t'acuerdes la noche que me cogiste la mano y la pusiste entre les piernes? No hablaste, no, pero bien que t’ hiciste entender.
-¿Bebiste munchu vinu en el prau? Porque t'as muy hablador. En tantos años casaos, nunca me hablaste de to eso.
-Sí, ties razón, pero hoy tengo ganes de decírtelo. Será que toi vieyu y tengo mieu morrer sin que lo sepas. Elisa, desde esa noche, supe que dormía con una muyer de verdá y que me quería a mí. ¿Sabes que no miré nunca a ninguna otra?
-Ahora, toi viendo una corona de santín encima de tu cabeza. Anda, anda, que bien se os iban a tos los güeyos tras de Mercedines cuando pasaba pa la fuente, con esos andares de emperadora que me traía. Se os caía la baba en la puerta del salón.
-Bien sabes tú que los hombres somos muy tontos, y una madre soltera, de buen ver, y en aquellos años, daba munchu que hablar y que pensar.
-Sí, la mitá pensábais que iba al payar con el primero que se le pusiera delante. ¡Ay! Que equivocaos estábais.
-Tiés razón, Elisa. Y yo la miraba como facien tos, porque sino ya sabes lo que pasa, igual dicen que soy maricón. Pero, te juro por lo más sagrao que nunca pensé en ella ni en ninguna otra, porque sabía que tenía en casa la mejor hembra del mundo.
Elisa se siente orgullosa al oír las palabras de su marido. Siempre supo que él la amaba, desde antes de aquel primer día en el pajar, casi desde niños, cuando la timidez les hacía rehuir sus miradas y teñía de rubor sus mejillas.
-¿Por qué no me lo dijiste alguna vez?
-¿Pa qué? Ya sabes que me dan apuro eses coses. Soy de poques palabres. Pero tú sabies-lo muy bien. Y más d’unu, te tiraba los tejos, que a Manolín tuve que parai los pies.
-¿Quién te dijo a ti lo de Manolín?
-Nun facía falta que me lo dijera naide, siempre tuve pendiente de ti, sin que te dieras cuenta. Elisa… ¿fuiste feliz conmigo?
-Soy feliz contigo, Ángel. Y si vuelvo a nacer, ten por seguro que te busco otra vez. Y… déjate de tonteríes que oscureció y tovia tengo la cena a medio facer.
Las risas de los pequeños llegan amortiguadas hasta ellos. Sus hijos se acercan por el camino, vienen charlando felices de su paseo por el pueblo. Ángel mira a su mujer y contempla a una joven de cabello rubio, ojos azules y mejillas sonrosadas, que le sonríe devolviéndole la mirada. En su pupilas se refleja la imagen de un muchacho pecoso y desgarbado con el cabello rojizo y ojos enamorados.
Y su mirada persigue al sol, que se esconde tras la montaña en un atardecer sereno y silencioso. Él permanece sentado a caballo, en su silla de esparto, a la puerta de casa. Disfruta de ese momento mientras fuma un "pitu"*, de los de siempre, sin filtro.
-Miedo te tengo, cuando te da por facer eses coses- contesta su mujer burlona, sin dejar de pelar las patatas para la cena.
Está preparando un buen "pisto"* con pimientos y tomates. Todo de la huerta. A sus hijos les gusta su forma de cocinar, con carbón, a fuego lento. Mientras estén allí, comerán sano y no esas porquerías de la ciudad, que vienen ya cocinadas y las calientan en cinco minutos.
-¡Ay! Elisa, que mala yés- la mira sonriente- Toi pensando n’el payar.
-¿En cual payar? ¿Ties mieu que caiga algún guajin*? Ta Fernando con ellos, nun pases pena, que no hay peligru.
Han pasado este precioso día de verano en los prados, recogiendo la hierba que segaron hace unos días, junto a sus hijos y nietos. Ellos viven lejos, en Francia, pero todos los veranos pasan alguna temporada en el pequeño pueblo asturiano que les vio nacer. Subieron temprano, unos andando; a caballo, otros, porque en aquellos senderos estrechos y empinados los coches no sirven de nada. El trabajo es duro y Ángel está envejeciendo, aunque él no quiera reconocerlo, así que algunos vecinos les echaron una mano. Las mujeres se encargaron de la comida y vigilar a los niños, que disfrutaron de lo lindo. Cuando el trabajo estuvo terminado, cargaron los caballos y llevaron la hierba al pajar, donde los más pequeños están saltando como locos, para "calcarla"*.
-Que no muyer, que no…- responde Ángel- n’el payar de tu padre ¿acuerdes-te?
-Claro que m'acuerdo del payar de padre, pero ¿a qué vien acordarse ahora? Nun t'entiendo, Ángel.
-Vino-me a la cabeza la primera vez que fuimos allá, tú y yo, solinos, a escondies, era una tarde d’agosto, igualina qu'esta.
-¡Ay, madre! Tu t'has faciéndote vieyu. ¿Y ahora? ¿Qué te dio?
-Nà, Elisa ¿qué me va a dar? Que m’acordé. ¡Qué torpe fui! Era un chavalin y tontu, pa más inri. Y locu por ti. No se m’olvidará mientras viva: aquellos pechinos pequeños, los muslos blanquísimos y el olor a manzana ¿por qué me hueles siempre a manzanes, Elisa?
Ella ha dejado por un momento lo que está haciendo y mira a su marido, extrañada y complacida a un tiempo. Siempre pensó que él no se acordaba de estas cosas. Ha sido un buen esposo y padre, pero muy serio y de pocas palabras.
-Será porque guardo manzanes entre la ropa, como facía madre - le contesta, mientras vuelve a su tarea.
-Acabé tan rápidu, que n'un t'enteraste de ná. No sé cómo quisiste seguir conmigo.
-¡Dios mío de mi vida! Tú nun tás bien, Àngel. ¡Mira con que me salió ahora!. Calla, anda, calla, dame vergüenza hablar d’eso, parez mentira.
-Bueno, bueno, ahora, después de tantos años ¿date vergüenza? Pues luego, de casaos, si que supiste enseña-me. ¿Ya no t'acuerdes la noche que me cogiste la mano y la pusiste entre les piernes? No hablaste, no, pero bien que t’ hiciste entender.
-¿Bebiste munchu vinu en el prau? Porque t'as muy hablador. En tantos años casaos, nunca me hablaste de to eso.
-Sí, ties razón, pero hoy tengo ganes de decírtelo. Será que toi vieyu y tengo mieu morrer sin que lo sepas. Elisa, desde esa noche, supe que dormía con una muyer de verdá y que me quería a mí. ¿Sabes que no miré nunca a ninguna otra?
-Ahora, toi viendo una corona de santín encima de tu cabeza. Anda, anda, que bien se os iban a tos los güeyos tras de Mercedines cuando pasaba pa la fuente, con esos andares de emperadora que me traía. Se os caía la baba en la puerta del salón.
-Bien sabes tú que los hombres somos muy tontos, y una madre soltera, de buen ver, y en aquellos años, daba munchu que hablar y que pensar.
-Sí, la mitá pensábais que iba al payar con el primero que se le pusiera delante. ¡Ay! Que equivocaos estábais.
-Tiés razón, Elisa. Y yo la miraba como facien tos, porque sino ya sabes lo que pasa, igual dicen que soy maricón. Pero, te juro por lo más sagrao que nunca pensé en ella ni en ninguna otra, porque sabía que tenía en casa la mejor hembra del mundo.
Elisa se siente orgullosa al oír las palabras de su marido. Siempre supo que él la amaba, desde antes de aquel primer día en el pajar, casi desde niños, cuando la timidez les hacía rehuir sus miradas y teñía de rubor sus mejillas.
-¿Por qué no me lo dijiste alguna vez?
-¿Pa qué? Ya sabes que me dan apuro eses coses. Soy de poques palabres. Pero tú sabies-lo muy bien. Y más d’unu, te tiraba los tejos, que a Manolín tuve que parai los pies.
-¿Quién te dijo a ti lo de Manolín?
-Nun facía falta que me lo dijera naide, siempre tuve pendiente de ti, sin que te dieras cuenta. Elisa… ¿fuiste feliz conmigo?
-Soy feliz contigo, Ángel. Y si vuelvo a nacer, ten por seguro que te busco otra vez. Y… déjate de tonteríes que oscureció y tovia tengo la cena a medio facer.
Las risas de los pequeños llegan amortiguadas hasta ellos. Sus hijos se acercan por el camino, vienen charlando felices de su paseo por el pueblo. Ángel mira a su mujer y contempla a una joven de cabello rubio, ojos azules y mejillas sonrosadas, que le sonríe devolviéndole la mirada. En su pupilas se refleja la imagen de un muchacho pecoso y desgarbado con el cabello rojizo y ojos enamorados.
(Enero 2005)
- “pitu”: cigarrillo liado a mano, con papel de fumar.
- “pisto”: patatas, pimientos, cebolla, tomate y chorizo, todo frito como una especie de tortilla, sin huevo.
- “calcar la hierba”: saltar encima para aplastarla y hacer más espacio.
- “guajin”: niño
Imagen: Luis Raimundo García
No hay comentarios:
Publicar un comentario