Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

domingo, 6 de abril de 2008

Vecinas (I)



Se me ha soltado el cuerpo con los nervios. No me explico qué pasó, cómo es que todo se enredó sin darme cuenta. Si se entera mi marido me mata, me mata y me remata, me hace picadillo. Y todo por culpa de Mercedes, Merceditas la tímida, la mosquita muerta que jamás rompió un plato. Fíate, fíate tú de las apariencias. Si ya lo dice el refrán: “cría fama y échate a dormir”… pues eso.

“A mi marido no se le pone dura” me soltó así, a bocajarro. Y yo me atraganté con el café que estaba tomando, tan tranquila, en la terracita del bar de la Puri. Al ver mi gesto confundido volvió a la carga: “que ya no se le levanta tía, no hay manera”. Entonces fue cuando me entró la risa para mosqueo de Merceditas: “yo no le veo la gracia” me espetó enfurruñada. La gracia se la encontraba pensando en el marido de la pobre Mercedes, en su pinta de chulo de barrio. Era uno de esos tipos que andaban por la calle sacando pecho, tieso, con la camisa desabrochada casi hasta la barriga, que de tanta cerveza acumulada en las horas pasadas acodado a las barras de todos los bares, era ya un barrigón enorme. Pero él parecía que no la veía y se creía un galán capaz de conquistar a cualquier mujer que se le cruzase por la calle. A mí me daba repelús que me mirase, me asqueaba… y ahora resultaba que al muy machito no se le ponía dura… cómo no me iba a reír.

- Que no, Merche, mujer, que no me río de ti, es que me pillaste desprevenida, chica, lo sueltas así sin avisar ni nada. A ver, vamos a ver ¿habéis ido a algún especialista en esas cosas?
- Como si no conocieras al bruto de mi marido, ni se me ocurre mentárselo. El otro día que ya me tenía harta después de aguantarle encima casi una hora, dale que te pego, se me ocurrió decirle que lo dejase ya, que no pasaba nada, y no veas como se puso. Acabó medio metiéndola, yo quieta como una estatua para que aquello no se me escapase y deseando que terminase de una puta vez.
- ¡Coño! nunca te había oído decir un taco. Si que debe ser grave la cosa.

Mercedes se había quedado de pronto ensimismada. Volví la vista hacia donde ella miraba y me encontré de frente con el vecino de arriba que caminaba por la acera con una bolsa de deporte colgada del hombro. “Buenos días, vecinas” saludó regalándonos una reluciente sonrisa. “Buenos días” balbuceamos las dos a coro. Nuestros ojos siguieron el movimiento de aquel par de glúteos embutidos en unos vaqueros desgastados.

- ¡Qué bueno está este hombre! – soltó Mercedes, justo cuando él entraba en nuestro portal - ¿No le darías un buen revolcón?
- ¿Y tú? – respondí.
- He preguntado yo primero, listilla.
- Pues mujer, está para dárselo, pero yo tengo marido y no creo que al vecino le resulte muy atractiva, la verdad, con lo bueno que está, seguro que tiene las mujeres que quiera, y jovencitas.
- ¡Qué tontería! Yo te veo muy sexy y no me negarás que cuando ha saludado te miraba a ti, a tu escote mejor dicho. Ya debe tener cierta edad lo que pasa es que se cuida y se conserva muy bien. Yo creo que le gustas.
- Vamos a ver, guapa, eres tú la que anda con ganas de un buen polvo, no yo, así que si el tipo te gusta, ya puedes empezar a trabajártelo, pero a mí déjame en paz… pues sólo me faltaba ponerle los cuernos a mi marido, deja, deja, que no tengo ganas de complicaciones.
- Pero es que yo sola no me atrevo, me da vergüenza… podríamos pensar algo juntas y si vemos que está dispuesto, tú desapareces…

Me dejé enredar, en parte porque el vecino me atraía. Cuando coincidíamos en el ascensor y sentía su mirada recorriéndome de arriba abajo y de abajo arriba, me entraban unos calores que acababa mojando las bragas. Y en parte porque no me podía creer que Mercedes fuese capaz de llevárselo a la cama.

Aquella misma tarde, aprovechando que su marido, camionero de profesión, estaba haciendo un porte a La Coruña y no volvería en dos o tres días, y que el mío estaba en el pueblo arreglando unos papeles de la herencia de su padre, tocamos el timbre del piso de Guzmán, nuestro vecino. La excusa era que yo tenía un tremendo dolor de espalda que me había dejado enganchada y requería sus servicios como fisioterapeuta, tal era su profesión. Mercedes ejercía de acompañante.

Nos abrió la puerta ataviado con pantalón y casaca blanca, el uniforme que utilizaba cuando estaba trabajando. Me disculpé por no haber concertado cita pero había sufrido un repentino tirón haciendo limpieza en casa y le pedí por favor si podía atenderme. Él, muy amable nos emplazó al cabo de dos horas en que terminaría con su último paciente. “Así podré dedicarte todo el tiempo que necesites” me dijo con una sonrisa que me pareció sospechosa...
(Mañana más...)

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