Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

miércoles, 30 de junio de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Trece y penúltimo)


– La verdad es que es una historia extraña, de la que ya no se sabe con certeza cuánto tiene de realidad y cuánto de leyenda. Parece ser que todo empezó con el tatarabuelo de Tomás…

– ¿Qué? – por la forma en que me mira, imagino la cara que he puesto.

– Ya te lo dije, quizá se trate sólo de una leyenda, pero ten paciencia y déjame seguir.

– Lo siento, prometo no interrumpirte.

– Como te decía, en tiempos del tatarabuelo de Tomás, Esteban creo que se llamaba, la aldea de Vallerreal era un pequeño pero próspero pueblecito donde vivían apenas veinte o treinta familias. En su mayoría se dedicaban a la agricultura, algunos poseían algo de ganado y como en cualquier pueblo que se precie no faltaba la clásica familia adinerada, dueña de buena parte de las tierras de cultivo y otras posesiones.

– ¿La familia de Tomás?

– No, ellos eran una familia más, que vivía humildemente aunque sin pasar grandes necesidades. Esteban era un chaval con trece o catorce años cuando apareció por el pueblo una viuda con su hija. Nadie sabe muy bien cómo llegaron hasta allí, algunos cuentan que las trajo la niebla, una niebla espesa que empezó a caer sobre la aldea un atardecer y cuando empezó a disiparse allí estaban las dos, en mitad del camino. La madre llevaba en la mano un fardo con sus escasas pertenencias y con la otra agarraba fuertemente a una preciosa muchacha de ojos negros y cabello de azabache. Cuentan que fueron a solicitar cobijo al amo, y que él, en un arranque piadoso, les cedió una pequeña cabaña medio abandonada. La mujer no tardó en hacerse un nombre como curandera, al parecer entendía de hierbas y brebajes, jarabes y ungüentos, con los que curaba los males que padecían hombres y animales. Mientras, la joven, de nombre Elvira, cuidaba de la casa y daba largos paseos por la montaña. Fue en uno de esos paseos cuando conoció a Esteban y como no podía ser de otra forma se enamoraron profundamente. Pero la vieja tenía otros planes para su bella hija, y en ellos no cabía la posibilidad de casarla con un joven humilde como Esteban… ¿te aburro?

– No, no, sigue, sigue…

– Tuvieron sus más y sus menos, y nadie sabe como aquel muchacho consiguió llegar a un acuerdo con la vieja. Él se marchó a América en busca de fortuna, pero a cambio la hizo prometer que esperaría su regreso al menos durante seis años. Una vez pasado ese tiempo, si no había vuelto, Elvira podría casarse con quien ella quisiera. Y volvió, ya lo creo que volvió, estaba a punto de cumplirse el plazo cuando apareció convertido en todo un hombre, un hombre rico. Tampoco se cómo se las arregló para hacer fortuna pero la hizo, de eso no hay duda. Mandó construir una preciosa casa para su futura esposa, una casa grande y lujosa…

– ¿La de las aldabas con cabeza de león?

– ¿La has visto?

– Sí.

– Esa, desde entonces a la familia de Tomás se la conoce con el nombre de los Leones.

– ¿Qué pasó después?

– Dicen que a la vieja no le hizo ninguna gracia que el mocoso se hubiese salido con la suya, y parece que el mismo día de la boda de Esteban con la bella Elvira, rabiosa al verles tan felices, les echó algo así como una maldición.

– ¿Una maldición?... eso son tonterías.

– Sí, puede que lo sean, no te lo discuto, pero te aseguro que fue un gran peso para esa familia. En realidad la maldición sólo afecta a los varones de los Leones, a los que vaticinó que las mujeres de las que se enamorasen morirían muy jóvenes,

– ¡Qué cabrona! ¿Incluso su propia hija?

– Sí, aunque algunos dudaron de que Elvira fuese realmente su hija porque aquellas pobres gentes no podían creer que la vieja bruja fuese tan cruel.

– ¿Se cumplió la maldición?

– Esas cosas no se pueden afirmar con seguridad, ya sabes, pero la realidad es que Elvira murió muy joven, en el parto de su segundo hijo. Y así fue ocurriendo con cada una de las mujeres que se casaron con los Leones, con todas, aunque cada una por diferentes causas. La madre de Tomás murió cuando él apenas contaba cinco años, en un accidente ferroviario una tarde que fue a la ciudad a hablar con la directora del colegio a donde pensaba enviarle a estudiar. Fue un milagro que dejase en casa al pequeño. En todos los casos sucedió que en los días anteriores a la tragedia un fuerte viento azotaba el pueblo, un vendaval incansable que atemorizaba a los vecinos, que poco a poco empezaron a emigrar a otros lugares, empujados quizá por la necesidad de nuevos horizontes pero también por el miedo que esos extraños sucesos les causaban.

– ¿Y qué pasó con la mujer de Tomás?

– A eso voy. Cuando su padre le contó la historia de la familia, igual que había hecho su padre, y el padre de su padre, Tomás tomó la decisión de no salir del pueblo, donde apenas quedaban cuatro ancianos que no tenían a donde ir. Era la única forma que se le ocurrió de terminar con la maldición. Y así sucedió durante unos años, hasta que un verano llegaron una pandilla de ingleses, con la tienda de campaña a cuestas, dispuestos a vivir una aventura en plena naturaleza. Eran dos chicos y cuatro chicas. Una de ellas era Marien, la que acabó convirtiéndose en la mujer de Tomás.

– ¿Sabía ella lo de la maldición?

– Se lo contó Tomás cuando se dio cuenta de lo que ocurría entre los dos. Marien lo tomó a risa, ella no creía en esas cosas que no eran más que leyendas aldeanas. Tomás intentó convencerla, incluso se marchó una temporada con el propósito de olvidarse de ella, pero no pudo hacerlo. Y cuando volvió ahí seguía Marien, esperándole. Decidieron olvidarse de todo y dedicarse a ser felices, empezaron con el cultivo de productos ecológicos y construyeron esta casa, huyendo del pueblo maldito que ya se había quedado completamente vacío. No más de tres años duró su felicidad. Una mañana, cuando Tomás se despertó, no encontró a su mujer por ninguna parte. Había empezado a soplar una ligera brisa, y él no pudo evitar que la angustia comenzase a atenazarle el alma. Subió la colina y al llegar a lo alto, ya el viento silbaba sin descanso. No tardó en distinguir el cuerpo de Marien roto entre los riscos, con los brazos abiertos como si se hubiese echado a volar desde allá arriba.

– ¿Se tiró de lo alto del monte?

– ¿Quién puede saberlo con exactitud? Quizá resbaló, o la empujó el viento. Llegó a oídos de Tomás, cuando algunos familiares vinieron al entierro, que ya la madre de Marien había padecido algún trastorno mental, y quizá ella… Tomás se empeñó en enterrarla en el pequeño cementerio de Vallerreal y juró sobre su tumba que jamás volvería a enamorarse. Creo que siente que ha roto su promesa, que ha vuelto a hacerlo, aún contra su voluntad, y es que no se da cuenta que los sentimientos son libres y no se puede mandar sobre ellos…

– Hoy… esta mañana, cuando he subido allá arriba, soplaba el viento…

– ¿Tienes miedo?

– ¿Por qué habría de tenerlo?

– Porque si no me equivoco, tú eres la mujer de la que Tomás se ha enamorado.

– No puedes hablar en serio.

– Piensa lo que quieras.

– ¿Me estás diciendo que tengo los días contados?

– Tengo una teoría, absurda, pero teoría al fin y al cabo.

– Sorpréndeme.

– Quizá la maldición de la vieja sólo afecta a la primera mujer de la que se enamoran los varones Leones, pero ¿quién dice que puede pasar lo mismo con la segunda o la tercera? Ninguno de ellos intentó repetir la experiencia, o al menos si volvieron a enamorarse no legalizaron la situación.

– Oye, pues no eres tan tonto como pareces.

– Gracias, listilla.

– ¿Y el viento?

– Puede ser casualidad, en esa zona suele soplar con cierta frecuencia.

– Me preocupa Tomás ¿no tendríamos que ir a buscarle? ¿y si le ha pasado algo? ¿se quedará a pasar allí la noche?

– No creo que le pase nada, supongo que necesita estar solo… y tu ¿qué vas a hacer?

– Yo también necesito estar sola.

– Entonces me marcho ¿estarás bien?

– Sí, vete tranquilo.


Me abraza. Y siento que el calor de su abrazo me reconforta. Cuando pierdo de vista su silueta, cojo de mi armario uno de esos pantalones anchos que me compré antes de venir y una camiseta y me dirijo a la casa de Tomás. Lleno la bañera con agua caliente y me sumerjo en ella. Luego me visto y me tumbo en el sofá del salón dispuesta a esperarle…

(En el próximo capítulo, el desenlace)

domingo, 20 de junio de 2010

Te amo por lo que eres (AUTOR: BEATRIZ ZULUAGA)




Te amo por lo que eres

Un huracán de trópicos,
un campo impredecible
una luz que baja ansiosa
a fundirse en el rayo
del deseo.
Tú moldeas mi carne
y soy brizna leve que se mece
al poder de la música en tus dedos.
Mi hombro, palomar
para tu arrullo,
mi voz una plegaria de la sangre
y tú, brujo del amor, llegas
al aquelarre con la pócima
agridulce de los besos
malabarista para la vibrante
cuerda del amor.
Rito viejo como el tiempo,
como el mundo,
pero siempre deslumbrante
en la palabra cuando dices:
hágase la luz
y yo inauguro el sol
en mitad de mi sexo
y me decido a reinventar el mundo
o lo que es más: a desafiar a la muerte.

Te amo por lo que eres
me amo por lo que soy
cuando estoy contigo.

Autor: Beatriz Zuluaga

sábado, 19 de junio de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Doce)


Durante un instante que a mi me pareció eterno, aquello tenía toda la pinta de una escena de película, una de esas en las que se congela el fotograma y los personajes permanecen inmóviles como estatuas. Sólo el viento escapaba de ese conjuro y seguía soplando impertérrito entre las ramas de los árboles.


No se cuánto tardé en salir de allí, ni cómo fue que me encontré de pronto caminando a buen paso por el sendero de vuelta a casa. Tengo la impresión que los primeros metros los hice marcha atrás, como los cangrejos, mis pies moviéndose mientras mis ojos seguían fijos en aquella figura inmóvil, que transmitía un total abandono, como si esperase que alguien apartase la lápida y le acogiese en su interior.


Pronto aparecieron ante mis ojos las conocidas siluetas de la casa de Tomás y mi cabaña, no en vano había hecho el camino de regreso en la mitad de tiempo que me costó el de ida. Lo mejor será que me vaya, pensé, en realidad no tenía que haber venido. No he conseguido otra cosa que liarme aún más, quedarme colgada de un loco solitario que no se qué piensa ni qué siente. Es lo que me faltaba, enamorarme otra vez del hombre equivocado. Sí, mejor vuelvo a casa o me voy a una playa del Caribe, aún estoy a tiempo, a tumbarme en la playa al sol, como un lagarto. O como una lagarta, dispuesta a tirarse a cualquier tío bueno que se me acerque. Y luego a casa, si te he visto no me acuerdo, a vivir tranquila, vuelta a pelar pollos, limpiarlos, vaciarlos, trocearlos y filetearlos…


– ¡Vaya! Por fin apareces ¿y Tomás?


Mario, su voz me sobresalta. Está sentado en uno de los escalones del porche.


– ¿Te he asustado?

– Un poco, sí.

– Lo siento, pensé que me verías pero vas tan ensimismada que si no te digo nada seguro que pasas de largo sin mirarme.

– Sí, estoy cansada y tengo ganas de llegar a casa y darme una ducha.

– ¿Sabes dónde está Tomás?

– No… bueno, sí…

– ¿Sí o no?

– Acompáñame a casa, deja que me refresque y te lo cuento ¿vale?


Hace un gesto afirmativo con la cabeza al tiempo que se levanta y se coloca a mi lado. Caminamos en silencio hasta la cabaña. Se queda parado ante la puerta dudando.


– Entra. En la cocina seguro que hay alguna cosa que comer, prepara lo que te apetezca. No tardo más de diez minutos.


Cuando salgo del baño está sentado en el porche. En la mesa ha dispuesto dos platos con frutas troceadas, frutos secos, vasos y unos zumos. Me siento a su lado y mordisqueo un trozo de nuez.


– Bien ¿vas a contarme lo que pasa?

– No lo sé, Mario, realmente no lo se, quizá tú puedas aclararme algo.

– ¿ Sabes dónde está Tomas, o no?

– Sí. Está… le dejé… bueno no, no le dejé porque él no sabe que estuve allí..

– No me estoy enterando de nada.

– Hace un rato cuando me marché estaba al otro lado de la montaña, en una aldea abandonada. Estaba abrazado a una lápida, en el cementerio, una lápida negra y fría.


Se queda quieto, con los ojos bajos, inspirando profundamente. Y se que él sabe.


– Es tu turno – le digo – soy yo la que no entiende nada.

– Siempre que le preocupa algo, vuelve allí, al cementerio donde está enterrado la que fue su mujer…

– ¿Su mujer? ¿Tomás estuvo casado?

– Sí ¿ por qué te extrañas tanto?

– Verás, yo ¡joder! el otro día pensé… se me pasó por la cabeza que quizá erais pareja… homosexuales. No se, me pareció que había cierta complicidad entre vosotros.


Sonríe.


– No, Tomás es mi mejor amigo, mi único amigo me atrevería a decir. Además, me salvó la vida. Hace unos años yo no era el mismo que está ahora aquí contigo. Era un puto heroinómano, que había destrozado a su familia y que habría acabado bajo tierra si no llego a tropezarme con Tomás. Empecé a coquetear con las drogas siendo un crío, doce o trece años tendría cuando me fumé mi primer porro, tonterías de chiquillos. Luego, ya sabes, compañías poco recomendables, diversión, ausencias del instituto, pequeños hurtos… un rítmico goteo que poco a poco va minando el cerebro y la voluntad. Supongo que conoces gente como yo, los hay a cientos, sólo que algunos tuvieron menos suerte.


– ¿Y Tomás? ¿Cuándo…?


– Ten un poco de paciencia. A mis padres les amargué la vida: robaba el dinero de la caja del bar, joyas o cualquier cosa de valor que hubiese en casa, lo que fuese para pagar mis dosis de heroína. Dos veces fui a parar a la cárcel, y dos veces los viejos se gastaron todo lo que tenían, se empeñaron para pagarme la desintoxicación. Salía limpio de allí y volvía a las andadas. Había una mujer, Rafaela, casi una niña, que me tenía sorbido el seso, estaba loco por ella, encoñado. Cuando empezaba a sentirme bien, después del mono, me decía a mi mismo que no la volvería a ver, sabía que follaba con cualquiera a cambio de una dosis, que el día menos pensado aparecería muerta en una esquina. Nada que hacer, en cuanto la veía desaparecían los buenos propósitos. Intenté convencerla de que lo dejase pero nada. Un día la dejé en el cuchitril donde vivíamos, tirada en el suelo, encogida como un feto, sufriendo los efectos de la abstinencia, y fui al único sitio donde podría sacar un poco de dinero para pillarle algo, no podía verla así. La persiana del bar estaba a medio bajar y me colé por el hueco. Mi padre estaba contando la escasa recaudación. No se cómo fue que me vi con una botella en la mano, alzada sobre mi cabeza, dispuesto a golpearle, mientras él, tirado en el suelo, intentaba protegerse con el brazo. Un quemazón en el hombro me inmovilizó. Cuando me di la vuelta me encontré de frente con mi madre, que me apuntaba con la escopeta de caza del viejo. Creo que sonreí, mamá no iba a dispararme. Bueno, ya me había disparado, pero sólo era un rasguño, no iba a matarme, seguro. Márchate de aquí, para siempre. Y su voz fue como un siseo de serpiente. Márchate o te mato aquí mismo. Y su ojos eran fríos y brillantes. Me marché, pero no volví con Rafaela. Eché a andar en dirección al monte. Pronto empecé a temblar, y a pararme a cada momento a vomitar, no sabía qué me pasaba y en algún momento perdí el conocimiento.


Me desperté mientras Tomás me arrastraba hasta su casa, con un brazo sujetándome por la cintura, y el mío echado sobre su hombro. No hace falta que te cuente cómo me cuidó mientras pasaba el mono. Aguantó mis insultos, limpió mis vómitos, mis orines y la comida que le escupía a la cara, día sí y día no. Tuvo que atarme a la cama para que no le hiciese daño a él o a mi mismo. Pero lo consiguió, lo conseguimos. Me quedé aquí un tiempo, hasta que sentí que estaba preparado. Un día me di cuenta de que ya no pensaba en Rafaela, ni en el caballo, ni en un porro siquiera. Volví a casa. Me costó convencer a los viejos de que ya no era el mismo, luego murió mi padre y me quedé a cargo del bar. ¿Entiendes ahora lo que representa Tomás en mi vida?


– Sí, lo entiendo. ¿Y qué pasa con él?

– Él siempre vuelve allí cuando algo le inquieta y creo que tú eres la causa de su inquietud.

– ¿Yo?

– No pongas esa cara de incredulidad, luego vamos con eso. Deja que te cuente lo de su mujer…

(Continuará)