Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 29 de enero de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Dos)



Y me quedé allí, mirando la punta de mis zapatos, aguantando las ganas de llorar, callada. ¡Imbécil! Dile todo eso que tienes en la cabeza, suelta de una vez las palabras que te ahogan y te hacen palpitar las sienes. Grita, golpéale, dile con voz clara y firme que es un cabrón, hijo de puta y gilipolla. Recordé entonces que al principio de los tiempos bromeábamos con eso del olor, él me decía entre risas que iba a meterme en el horno y cuando estuviese bien crujiente me comería entera empezando por los pies. Yo sentía sus suaves mordiscos en las orejas, en los hombros, los brazos, los pezones. Y reíamos, reíamos como niños. Recordé cada uno de los miles, millones de pollos que pelé, troceé, deshuesé, fileteé y envasé para que él pudiese estudiar, primero la carrera, luego las oposiciones a notario. Diez horas al día, de lunes a viernes, durante quince años, quince largos años. Recordé que llegaba a casa, con ese olor prendido en la piel, en el pelo, en la nariz, y lavaba los platos, la ropa, limpiaba, preparaba la cena y la comida del día siguiente, porque él tenía que estudiar y eso le desconcentraba, no podía perder el tiempo, pero a veces salía con amigos a tomar una cerveza, para despejarse. Recordé las horas en vela ayudándole con los temas, repasando para el examen del día siguiente, preparando café para que no se durmiese, aprendiendo todo aquello casi de memoria, pensando a veces que hubiese podido examinarme yo. Recordé todas las vacaciones que pasé trabajando porque había que pagar una factura del taller, o comprar una lavadora nueva, o aquél viaje de fin de carrera. A Londres, se marchó a Londres dos semanas, mientras yo pelaba, troceaba, deshuesaba, fileteaba y envasaba pollos. De regalo me trajo una camiseta que no me puse nunca porque era tres tallas grande.


Ya tenía la maleta preparada y con ella en la mano, pasó por mi lado. Yo seguía sin moverme, sin hablar, me sentía vacía por dentro, como si alguien me hubiese metido la mano por el culo, hubiese agarrado el paquete intestinal y de un estirón me hubiese dejado hueca, como había hecho yo durante quince años con todos aquellos millones de pollos. Creí que iba a decir algo, pero se encogió de hombros y se marchó. Me pareció escuchar a mi madre cuando alguna tarde de domingo iba a visitarla. Nos sentábamos a charlar en la cocina y yo daba buena cuenta del flan de café que tanto me gustaba. Mira por ti, Cris, mira por ti, si no lo haces tu nadie lo hará por ti – me repetía como una cantinela – márchate unos días a la playa este verano. Vete y descansa. Estoy bien, mamá – le decía yo – tú siempre has trabajado mucho y mira, cada día estás más guapa. Ella sonreía complacida. Procuraba no hablar de Juan Luis pero yo sabía lo que pensaba, por eso intentaba disculparle. Ya le queda poco, mamá, y ya verás cuando consiga la plaza de notario, nos iremos de viaje para celebrarlo. Y luego, luego dejaré de trabajar y nos pondremos a buscar un niño, ya verás cuando tengas un nieto, o dos, lo orgullosos que van a estar de su abuela. Ella asentía con la cabeza, pero sus ojos la delataban, se le ponían brillantes, casi podía leer su pensamiento, él mismo que yo me empeñaba en apartar de mi cabeza, se me pasaba el tiempo, y con cada fracaso, cada nueva decepción, cada disculpa que Juan Luis esgrimía para justificar su incapacidad, yo me decía que sería la próxima vez, seguro.


¿Qué dirá mamá cuando se lo cuente? pensé. Recuerdo aquella tarde en que dejó caer que un amigo de papá que tenía un pequeño negocio necesitaba a una persona que le echase una mano en el despacho. Podrías decírselo a Juan Luis – me dijo – serán solos unas horas por la tarde y os vendría bien ese dinero. Estábamos ya en la cama cuando me atreví. Montó en cólera y arremetió contra mi madre. Sentía contra ella un rencor antiguo desde que mamá, con el dinero que recibió en herencia de una tía soltera, me compró este piso. Fue unos meses antes de casarnos, su regalo de boda, sólo para mi. Juan Luis estaba empeñado en que nos diese el dinero, que estábamos bien en el que habíamos alquilado, decía, pero ella se mantuvo en sus trece y una mañana me llamó para que fuese al notario a firmar la escritura. Luego vinimos a verlo, y ese fin de semana nos pusimos a limpiar, y después vinieron los muebles y todo lo demás. Yo acababa rendida pero me emocionaba preparar la casa donde viviría con Juan Luis. Él apenas mostró interés, enfurruñado todavía por no haberse salido con la suya.


Y menos mal, porque al menos tengo algo que me pertenece. Esto y el olor a pollo. Maldito hijo de perra. A los pollos debe su flamante notaría, si no hubiese sido por los hilos que movió mi jefe, en agradecimiento a la empleada que más pollos pelaba, troceaba, deshuesaba, fileteaba y envasaba ¿de qué iba él a aprobar la puta oposición? Pero igual eso tiene remedio, del mismo modo que los hilos pueden moverse a favor también pueden hacerlo en contra, aunque de momento vamos a dejar las cosas como están y pensar sólo en el siguiente paso: ir a ver qué puede hacer por mi ese dichoso santón de la colina.

(continuará)



domingo, 24 de enero de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Uno)



– Que sí, Catalina, si me lo repites otra vez soy capaz de tirarme por el balcón, y con el teléfono pegado a la oreja para que oigas el sonido de mi cuerpo estrellándose en el asfalto

– ….

– ¿Bruta? No soy bruta, es que me lo has repetido mil veces. Y ya te he dicho que sí, te he dado mi palabra ¿necesitas que lo firme con sangre?

– ….

– Que sí, mujer, se que me quieres y por eso te preocupas por mí, sólo pretendes ayudarme, lo se. Vale, disculpa. Me agobia que estéis tan preocupados, parece que todo el mundo sepa lo que más me conviene, todos menos yo.

–….

– No estoy enfadada, en serio. Dame un poco de tiempo y te prometo que seguiré tu consejo.

– …

– Sí, de esta semana no pasa ¿cómo te lo voy a decir sólo para que me dejes tranquila? Te he dado mi palabra. Anda, mañana nos vemos, en el café, a las nueve. Buenas noches.

– …

– Yo también te quiero. Que descanses.


¡Ay! Catalina. Esta mujer no convence con argumentos, como todo el mundo, ella lo hace por puro agotamiento del contrincante, machaca, machaca y machaca hasta que ya no puedes más y claudicas. Lleva más de un mes sin parar, día tras día, repitiéndome lo mismo: tienes que ir a verle, Cris, él te ayudará, ya lo verás, hazme caso, no tienes nada que perder. Claro que tengo que perder, el tiempo, eso es lo que voy a perder. Y es que ahora a Catalina le dio por el rollo anacoreta, soledad y meditación, y según ella ese hombre cura las heridas del alma. Sí, y ya de paso, sales de allí hecha un figurín. No me lo creo, no me lo puedo creer. Pero Catalina, erre que erre, si esto hubiese ocurrido en su época hippie hubieran sido los porros milagrosos de maría y el amor libre, follar en una comuna con todo quisqui seguro que me ayuda a olvidarme de todo. Creo que ya no le quedan tendencias o filosofías de vida por probar. Tiene suerte con Santi, que es un santo, nunca mejor dicho, y aguanta estoicamente todas sus locuras.


En el fondo se que tiene razón, no puedo seguir así. Desde que Juan Luis se marchó estoy hecha una braga, rota y hundida. Si por lo menos sintiera rabia, si me quedase un poco de amor propio, quizá sería capaz de hacer algo para terminar con esta apatía que se apoderó de mi. Pero sólo tengo la sensación de haber tirado a la basura quince años de mi vida, quince años, que se dice pronto, quince años con sus cinco mil cuatrocientos setenta y cinco días y sus correspondientes noches. Fue tan de repente, tan inesperado, como si aquella noche hubiese estado esperando que llegase a casa para decirme ¡sorpresa! Verás, Cristina – me dijo nada más entrar sin darme apenas tiempo de colgar el bolso tras la puerta – hace días que quería hablar contigo. Nuestro matrimonio no funciona. No digas nada, déjame hablar – cortó tajante lo que pensó era un intento de interrupción, cuando no era más que mi dificultad para respirar – no puedo seguir contigo. Necesito una mujer que esté a mi altura, con cultura, una mujer de mundo con la que pueda presentarme ante mis colegas. Tu y yo no tenemos nada en común, casi no nos vemos, siempre estás trabajando y yo tengo demasiadas ocupaciones, por fin he conseguido un cargo importante y se que puedo llegar mucho más alto. Hemos recorrido mucho camino juntos, pero aquí nos separamos. Se acabó, Cristina. Te quiero mucho, te lo juro, pero te has convertido en un lastre que no me deja avanzar. Le miré con la súplica asomándome a los ojos. Puedo dejar de trabajar – balbuceé – iré a la peluquería, a un salón de belleza, me pondré guapa, haré lo que quieras para que no tengas que avergonzarte de mí. Da igual, Cristina, eso no iba a solucionar nada, jamás podrás quitarte ese… olor a pollo – terminé la frase por él.


(Continuará)

domingo, 17 de enero de 2010

¿Qué me pasa, doctor?

Imagen: Antonina. Art-deviantart.com

¿Sufro un ataque agudo de pereza o estoy en mi ciclo anual de letargo?... que no lo sabe, que haga un esfuerzo de concentración y me ponga las pilas. Un esfuerzo titánico tendrá que ser porque con uno normalito... ni de coña. Tengo al menos el consuelo de que no se trata de un problema del coco (léase cabeza y no ése que se come a los niños malos) porque anda todo el día a su bola, inventando principios de historias. Yo creo que me está tentando, está probando suerte a ver si alguna me resulta interesante y me engancho... ¡cómo me conoce! Es más bien cosa del cuerpo, el invierno que me da flojera, y que retomé la ¿buena? costumbre de mis tres sesiones semanales de gimnasio, que dicho sea de paso empezaba a hacerme falta: mi culo amenazaba con negarse a entrar en los pantalones. Los años no perdonan, y llego a casa arrastrando los pies, con agujetas hasta en las pestañas, soñando con tirarme en el sofá y no hacer nada, absolutamente nada. Y es que cuesta lo suyo ser perfecta.
Pero nada de esto va a poder conmigo.
Próximamente... en esta sala.

"Esa especie de santón que vive en la colina"

Y un poco de música. Buen fin de semana.


martes, 5 de enero de 2010

Indecisión



Fingí no conocerte cuando Ricardo te nombró esta tarde. Fue en una pausa para el café de la aburrida reunión de los jueves ¿te acuerdas? Me llamabas cuando aún faltaba un buen rato para que terminase. Yo salía al pasillo con semblante serio, haciendo como que hablaba con algún cliente. Mientras te escuchaba “¿ya terminas? me muero por verte, deja a todos esos cretinos y ven conmigo, anda, no tardes” sentía sus ojos, tras los cristales, clavándose en mi espalda. Luego volvía a mi sitio con el rostro imperturbable, y el corazón zapateándome por dentro de felicidad, la sangre en plena ebullición por el sólo hecho de escuchar tu voz, y el sexo palpitante y húmedo.


Fingí no conocerte mientras él insistía. Sí, mujer, tienes que acordarte, trabajaba en la segunda planta, en una empresa de publicidad, se marchó para probar suerte con el cine. Le he visto esta tarde, en la Gran Vía, fíjate qué casualidad. Quizá te has confundido – respondí – si como dices, hace años que se fue. No, era él, estoy seguro, no ha cambiado mucho. No se a qué venía tanta insistencia. Me disculpe y fui a encerrarme al baño.


Durante mucho tiempo esperé tu llamada de los jueves, no quería creer que te habías ido. Y eso que sabía que estabas decidido. No voy a pasarme la vida esperando que me concedas unas migajas de tu tiempo, dijiste, no quiero, aunque me muera de nostalgia, y llore de desesperación cada minuto por volver a tu lado.


Pasaron los meses y un buen día, una llamada a horas intempestivas me despertó sobresaltada. Una llamada anónima, sin número. Contesté, y al otro lado de la línea, silencio. Me quedé con el teléfono pegado a la oreja, aún después de escuchar que habían colgado. Cuando dejaba de dolerme el alma, cuando pensaba que por fin me había librado del recuerdo, otra llamada. Tenías que ser tú. Y no sabía si deseaba o no estar en lo cierto.


Fingí no conocerte. Pero encerrada en el lavabo, volví a sentir como si fuese ayer, tu cabeza, tocada con un gorro de lana, apoyada en mi hombro, y el calor de tu último abrazo. Y esa oscura mirada, cargada de reproche. Volví a ver tu silueta, calle abajo, alejándose, confundida entre el gentío.


Ha empezado a nevar. En la Gran Vía la gente aprieta el paso. Me subo la capucha y miro al cielo. Es extraño ver como en la oscuridad de la noche, aparecen los blancos copos precipitándose hacia el suelo. Parece cosa de magia. No se si quiero verte. No se si quiero que tú quieras verme. Si pienso en ti vuelvo a sentir lo mismo que sentía. No se si volvería a dejar que te fueses sin mi.


Estoy aquí, parada, observando los rostros que pasan a mi lado. No se qué estoy buscando, quizá espero ver aparecer, allá a lo lejos, tu silueta. O asegurarme de que Ricardo estaba equivocado, y no eras tu ése que ha visto, qué tontería, podrías estar en cualquier parte.


En algún rincón del bolso vibra el móvil, una llamada anónima, sin número. Al otro lado de la línea, nada. Miro a mi alrededor, y en una esquina un hombre está parado con el teléfono cerca de la oreja. No puedo distinguir su rostro. Sólo veo su cabeza tocada con un gorro de lana.