Estoy sola en mi alcoba. No es la de siempre. Un buen amigo me dejó su casa de la playa para pasar unos días. No es la primera vez y necesitaba alejarme una temporada del ajetreo de la ciudad.
Adoro esta casa. Se encuentra situada frente al mar. Está rodeada de un gran porche al que se asoman todas sus estancias. Por la mañana, se inunda de luz y desde la cama puedo ver la salida del sol por el horizonte. Todas las habitaciones tienen grandes puertas cristaleras y yo siempre dejo entreabierta la de mi alcoba, para dormir y despertar con el rumor de las olas y el olor salado del mar.
Es raro que no esté en el porche, esperándome, mi viejo pescador. Viejo por el tiempo que hace que le conozco porque es un hombre de edad indeterminada. Y pescador porque… no sé por qué. Es alto y delgado. Luce una suave y descuidada barba, poco poblada, como si le diera pereza afeitarse. Y una melena, casi siempre recogida en una coleta, a la que el viento roba algunas mechas que hace volar alrededor de su rostro. A veces, se quita la coleta y lleva un gran turbante de colores que le regalé por Navidad. Vive en la casa más cercana a ésta, y no sé nada de él, ni siquiera su nombre o a qué se dedica, pero siempre está ahí, cerca, cuidando de mí.
Hace años, tuve una fuerte crisis nerviosa, y mi amigo me aconsejó que viniese aquí a pasar una temporada, sola y tranquila. Los primeros días no salí de la casa, me pasaba las horas tras los cristales, mirando el mar. Empecé a observar a un hombre que paseaba tranquilo por la orilla o se sentaba en la arena y dejaba pasar el tiempo. Con su andar lento y pausado me transmitía paz y serenidad. Por fin, una mañana, me levanté con ganas de salir, así que me fui a pasear por la orilla de la playa. Estaba allí sentado sobre una roca. Al pasar a su lado, lo miré sin hablar. Solo una ligera sonrisa se dibujó en nuestros rostros, al unísono. Cuando me cansé de andar, arriba y abajo, siempre seguida por su mirada, me desnudé y encaminé mis pasos hacía el mar. El agua estaba fría, era bien avanzado el otoño, pero siempre me gustó bañarme en pleno invierno, cuando de verdad se siente la grandeza del mar. No había cogido nada para secarme y salí tiritando de frío. Entonces allí estaba él, de pie, con una gran toalla entre las manos. No sé de donde la sacó, cuando pasé por su lado no la tenía y yo no lo había visto moverse de allí. Me acerqué, me rodeó con ella y me envolvió con su mirada. Aspiré su aroma a tabaco, café, leña y algas. Una rara mezcla que inundó mis sentidos y me invitaba a abandonarme en aquellos brazos.
Desde entonces, cuando me acuesto él se queda en el porche hasta que me duermo. Cuando despierto ahí está otra vez, mirándome. Supongo, que en algún momento, durante la noche, irá a su casa a dormir, para volver temprano por la mañana. Luego, espera a que yo salga de casa y me zambulla en el agua, observándome desde la orilla. Y cuando voy hacia él, está con la toalla preparada. Creo que es la misma del primer día y siempre parece nueva. Huele a limpia y es suave y esponjosa. Cuando termina de secarme, la retira. Yo cojo mi ropa y voy hacia la casa.
No hemos hablado nunca, pero no es mudo, lo sé. A veces, lo oigo canturrear alguna canción mientras espera. Ni me toca. Yo le observo intentando atisbar alguna chispa de deseo en sus ojos. Y lo hay, deseo contenido que no se traduce en actos. He intentado provocarlo. Me quedo parada frente a él, desnuda, cuando salgo del agua, con los pezones erguidos por el frío. Y siento su mirada pasearse por mi cuerpo que alberga tanto fuego en su interior que pienso que sería capaz de secarse por sí solo. Pero, no logro excitarlo. Y durante el día me encuentro preguntándome el motivo. Si fuese homosexual no me desearía, no, no creo que lo sea. Y le gusto, lo sé. Puede que sea impotente, pero eso no es problema para hacer el amor. Hay mil formas de hacerlo sin penetración. El caso es que yo miro sus manos y deseo que me acaricie. Y sus labios en mi boca y en mi piel, recorriéndome con besos húmedos. Y quiero sentirlo perderse en mi cuerpo. Y perderme yo en el suyo. Impregnarme de su aroma y llevarlo pegado en mi piel. Si me hiciera el amor… si me hiciera el amor sería capaz de dejarlo todo y quedarme siempre a su lado.
Miro hacia la ventana, al lugar donde siempre me espera, hoy vacío de su presencia. Y mi despertar no es tan dulce y sereno como otros días. Debo levantarme, tengo que levantarme y buscarlo, porque hoy no está, hoy no está…
Me he puesto un pantalón corto y una camiseta; y salgo descalza a la playa. La arena está fresca, es temprano y el sol aún no le transmitió su calor. Me doy cuenta que se está instalando en mí, una especie de congoja, de incertidumbre que no puedo entender. Y, poco a poco, mis pasos se van acelerando a medida que me voy acercando a su casa, para acabar, el último tramo, corriendo.
Antes de que me dé tiempo de llamar a la puerta, una mujer aparece en el umbral. Aparenta unos sesenta años y es todavía muy bella. Nunca la había visto, o quizá es que no me fijé en ella. Pero su mirada me hace comprender que ella sí que me conoce a mí, y siento que esperaba mi visita. Percibo una tristeza en sus ojos que hace que un temblor incontrolado se apodere de mí. Por un momento, los entorna, en lo que yo interpreto como una afirmación a la pregunta que, sin darme cuenta, se refleja en mi rostro. Se retira un poco de la puerta al tiempo que mira hacia la escalera que lleva al piso de arriba.
Paso por su lado y subo corriendo. Me encuentro con una gran sala-dormitorio que parece que ocupa toda la planta. Hay una gran cama, y, encima... mi toalla. Me abrazo a ella y percibo el mismo aroma de siempre. Así, con los ojos cerrados, me tumbo sobre la cama. No sé qué esperaba encontrar, pero está fría, huele a ropa lavada y sé que allí no voy a encontrar ningún rastro de él. Sí, es su casa, su habitación, su cama; pero no significa nada para mí.
Lentamente bajo las escaleras. La mujer está sentada en una antigua mecedora, al lado de una mesa redonda. Ha preparado café y espera que me siente a su lado. Lo hago, sin soltar la toalla que llevo apretada contra mi pecho. Su voz me sobresalta:
- Él te esperaba cada día. Salía temprano todas las mañanas y yo le veía dirigirse hacia la casa. Se sentaba en el porche o en la roca, y allí permanecía durante horas. Estaba enfermo y sabía que moriría pronto. Por las noches, oía sus pasos, arriba y abajo, por la habitación. Hace una semana, salió como siempre. Le esperé durante horas, pero ya no regresó. Preocupada, salí a buscarle. Lo encontré tumbado en la arena, con eso – y señala con la cabeza hacía mi pecho- abrazado. Estaba muerto. Lo incineramos y tiramos las cenizas al mar.
No, no temas, no soy su viuda. Era mi hermano pequeño. Puedes llevártela, al fin y al cabo, te pertenece. ¿Por qué no viniste antes? Él quería despedirse de ti.
Salgo de allí casi sin decir adiós. Tengo un dolor en el pecho que no me deja respirar. Siento como si mi corazón fuese a estallar de un momento a otro. ¿Por qué no viniste antes? ¿por qué? ¿por qué?... esa frase se ha clavado en mi cerebro y no puedo dejar de pensarla. Hace dos semanas que lo tenía planeado y a última hora otros asuntos me hicieron retrasar mis vacaciones.
- ¿Por qué coño no me esperaste? –grito sin saber a quien.
He llegado a su sitio de observación preferido. Dejo la toalla sobre la roca, me desnudo y voy hacía la orilla. Es un hermoso día; el sol ya luce, con todo su esplendor y yo, me sumerjo, poco a poco, en las cálidas aguas. Empiezo a llorar, por fin. Me voy adentrando en el mar que, cariñoso, acaricia mi cuerpo. Cierro los ojos y pienso en él.
Siento como sus brazos me envuelven y de nuevo, su aroma está aquí, conmigo. Acaricio su piel. No es rugosa, como yo creía. Un vello suave cubre sus brazos, sus piernas y su pecho. Me abraza más fuerte, me aprieta; y un deseo intenso se apodera de mí. Noto como mis jugos se mezclan con el agua salada y su mano fuerte y cálida acaricia mi sexo. He soñado tantas veces con él que esa leve caricia me vuelve loca. Está metiendo los dedos en mi vagina y yo estoy a punto de correrme, pero no, no quiero hacerlo. Quiero que me posea, que me penetre con su pene. Necesito sentirlo dentro de mí, aferrarme a su cuerpo. Retiro su mano y me mira con esa suave sonrisa de comprensión, de “sé lo que quieres, chiquilla”. Y es cuando su sexo se abre paso en mi interior. Y un calor casi insoportable, como un fuego abrasador, me inunda. Y grito. Y lloro. Y río. Y me diluyo en múltiples orgasmos de placer, mientras su sexo palpita y se vacía en mí. Y ahora sé que le amo como jamás amé a ningún hombre.
Me besa suavemente en los labios y me sabe a despedida.
Abro los ojos y miro a mi alrededor. Estoy sola, algo alejada de la playa. Miro hacia la casa, que ahora, se me antoja vacía y despojada de todo su encanto. Un pensamiento se va abriendo paso en mi mente.
Miro hacía el horizonte y me despido del sol que me deslumbra con su luz. Me sumerjo en el agua mientras abro la boca para recibir el beso de mil lenguas de sal que inundan mis pulmones y me transportan por un oscuro y mágico fondo marino donde sé que él me espera, en su roca, sentado, para secar mi cuerpo.
(Junio 2005)
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