Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 30 de junio de 2008

Un hombre bueno


Fue un hombre bueno.

Esa sería, sin lugar a dudas, la frase que mejor le definía. Fue un hombre bueno, de esos con los que te tropiezas en la vida y sabes que puedes confiar en él, que siempre te dará buenos consejos, que te deseará lo mejor, que te hablará con total sinceridad.
Le conocí hace años por motivos profesionales. Era un gran ejecutivo, trabajador incansable, amable, humilde, educado, con un gran sentido del humor. Su locura era la informática, siempre al día de los últimos avances tecnológicos. Creo que fue la primera persona a la que vi utilizar una PDA.
Ahora estaba feliz con su recién estrenada jubilación… tenía tantos planes, le quedaban tantas cosas por hacer, tanta vida por delante. Eso era lo que todos pensábamos.
Pero hoy se ha marchado sin despedirse y ha dejado un vacío en muchos corazones.
Mi más cariñoso recuerdo, Vicente.
Descansa en paz.

¡¡¡¡CAMPEONES!!!!!



Y está todo dicho.
F E L I C I D A D E S

domingo, 29 de junio de 2008

viernes, 27 de junio de 2008

Robert Graves



¡Ten valor, amante!
¿Puedes soportar tanto dolor
de manos distintas de las suyas?

(Robert Graves)


jueves, 26 de junio de 2008

"La Roja" lo consiguió


Aunque hoy vistió de amarillo y negro... lo consiguió.
No soy una gran aficionada al fútbol, de esos que lo dejan todo para ver un partido. Si me pilla en casa, sentada en el sofá, sin nada mucho más importante que hacer, lo disfruto.
Pero esto del fútbol tiene un mérito que nadie puede negarle. El domingo pasado y esta misma noche: gallegos, asturianos, cántabros, vascos, catalanes, maños, castellanos, manchegos, valencianos, murcianos, extremeños, andaluces, madrileños, canarios, baleares o navarros... por una vez, y sin que sirva de precedente, se sintieron ESPAÑOLES.
Todo un éxito díficil de conseguir en un país en que la idiosincrasia de las distintas autonomías que lo componen, en lugar de complementarnos nos envuelve en luchas sin sentido, en las que cada una de ellas quiere ser más y mejor que su vecina.
El próximo domingo sucederá de nuevo.
PD. Tenía que hacer un inciso en la historia que estaba contando y felicitar a "La Roja" por su victoria.

El último refugio (III)



(Imágen: Verónica Risalde)

No, no corren buenos tiempos. Y yo no debería haber vuelto. Si ya me resulta difícil vivir esta situación allí, entre los fríos e inalterables ciudadanos muertos en vida ¿cómo me las voy a apañar en esta casa llena de recuerdos de otros tiempos?

- Cariño ¿te has dormido? En media hora está lista la cena ¿vienes?
- Sí, sí, Ernesto, me visto y bajo enseguida.

En cuanto me vuelva a poner la máscara de indiferente frialdad estoy contigo – pienso mirándome al espejo.

Estoy terminando de peinarme cuando tengo la sensación que algo como una fugaz sombra acaba de reflejarse en el espejo. Siento una extraña congoja. Me acerco al ventanal, lo abro, y miro hacia fuera. Las ramas de los árboles se mueven con el viento. Eso debió ser, pienso, el viento.

La gran mesa del comedor está ya preparada y mi marido me espera sentado a su cabecera. Seremos sólo dos comensales: él y yo, y una joven criada a la que no conozco sirviendo la cena. ¡Vaya! Estás muy guapa, me dice cuando tomo asiento a su lado, parece que te sentará bien pasar aquí unos días. Asiento levemente: sí, será el viento del norte y este olor a hierba… tengo hambre. Cenamos casi en silencio, sólo alguna frase de cumplido por la exquisitez de la carne o la calidad del vino. Cuando casi hemos terminado Ernesto le pide a la joven que haga el favor de llamar a Antón por si quiere tomar el café en nuestra compañía. Al cabo de un momento se oye el sonido característico de las ruedas sobre la vieja madera encerada. Mi marido aparta la silla a su izquierda para dejar sitio a Antón que le da las gracias con un movimiento de cabeza. Conversan sobre la casa, las tierras y yo sigo atenta sus palabras intentando no pensar en otra cosa, siento sobre mí la mirada de Ernesto, a la vez que me doy cuenta que Antón no me ha mirado ni una sola vez. Sé que lo hace por mí, y quizá también por él.

Me levanté temprano, afortunadamente hace ya tiempo que mi marido y yo no compartimos lecho ¿para qué? Desde que ese loco y sus fanáticos seguidores se hicieron con el país todo ha cambiado: el sexo está prohibido, perseguido, castigado. Las emociones, los sentimientos son el mal de la humanidad, la perdición, por ellos pecábamos, robábamos, matábamos, engañábamos… ahora todo es frío, aséptico, organizado. El acto sexual sólo se realiza para procrear y única y exclusivamente entre un hombre y una mujer unidos legalmente en matrimonio. Y para que así se cumpla existen miles, millones de cámaras esparcidas por todas las casas, ciudades y pueblos. Y lo que es aun peor: los ciudadanos se vigilan unos a otros para encontrar cualquier atisbo de desobediencia que pueda ser denunciado y recibir así su premio. Al “pecador” se le interna de inmediato en una de las clínicas de cura y rehabilitación, donde le realizan un intenso lavado de cerebro a base de drogas o métodos aun peores del que salen como seres totalmente incapacitados para sentir emociones. En las escuelas los niños aprenden como autómatas: no ríen, ni juegan, no lloran, no se pelean, ni se enamoran. Me alegro, me alegro tanto de no haber podido tener hijos con Ernesto. Él lo intentó una y otra vez, sin querer darse por vencido. Todas las noches se acercaba a la cama y me destapaba. Yo abría las piernas y dejaba que me follase conteniendo la respiración. Al principio cuando pensé que le amaba, hacia esfuerzos para que no se notase mi deseo… está prohibido ¿recuerdas?... luego me esforzaba tan solo por no morirme de asco. Un día dejó de hacerlo y yo respiré tranquila. Y él se dedicó a medrar en política hasta convertirse en la mano derecha del puto loco que nos gobierna y que amenaza hacerse con el poder en media Europa.

(Continuará)

sábado, 21 de junio de 2008

El último refugio (II)



(Imagen: John Singer Sargent)


Lo siguiente que recuerdo es el olor de Antón. Me llevaba en volandas hacia la casa y yo abrazada a su cuello deseaba que el camino se hiciese interminable. Mi torpeza hizo que me hiciese una brecha en la cabeza y perdiese el conocimiento, por lo que él tuvo que agarrarme a toda prisa y llevarme a la casa para curarme aquella herida. Se había puesto unos pantalones pero aún lucía el torso desnudo. Me subió a la habitación y me tumbó sobre la cama.

- ¡Ay! Rapacina, tienes que mirar dónde pones los pies.
- Estaba mirando algo más interesante – le contesté descarada.
- Parece que la señorita aprendió algunas cosas en estos años que no vino a visitarnos.
- A lo mejor puedo enseñártelas…
- Vamos a curar primero esta herida o tu abuela nos matará… aunque… nos matará de todas formas si se entera de esto.

Me curó. Luego empezó a deslizar la yema de sus dedos por mi rostro, dibujándolo: la frente, las cejas, los párpados, las mejillas, la nariz, la boca… Mi boca se abría deseando besar aquellos dedos, lamerlos, morderlos… él seguía despacio, despacio, despacio, con una lentitud que me exasperaba. Quise ponerme en pie de un salto y quitarme de un tirón la poca ropa que llevaba puesta, pero él me inmovilizó con un solo brazo.

- Quieta, tranquila ¿no te enseñaron en Francia a ir despacio? Disfruta, rapacina, disfruta…
- Vendrá mi abuela… y yo…quiero follar contigo.
- Chssssssssssssss!!!! Esas cosas no las dice una señorita como tú – y volvió a posar sus dedos sobre mis labios.

Me desnudó despacio, paseando sus dedos por cada milímetro de mi piel. Mi cuerpo ardía de deseo. Cuando por fin posó sus labios sobre los míos creí morir. Sus besos eran húmedos, profundos, suaves y apasionados a un tiempo. Estábamos de pie y yo notaba la dureza de su sexo contra mí, me puse de puntillas buscando su contacto cuando él posó su mano sobre mi pubis, suavemente. Con un dedo abrió mi sexo mojado y empezó a acariciarlo muy despacio. Sentía como el clítoris se hinchaba y toda yo temblaba apoyada en su pecho. Entonces se separó de mí y se dirigió a la bañera. Me quedé allí con una enorme sensación de abandono. Cuando el baño estuvo preparado, me cogió en brazos y me colocó de pie dentro del agua. Empezó a enjabonarme, sus manos se deslizaban por mi cuerpo al tiempo que él me iba dando la vuelta para no dejar un solo rincón sin acariciar. Yo esperaba con los ojos cerrados el momento en que su mano se volviese a posar sobre mi sexo. Un dedo, dos, tres, jugaban con el vello, internándose de cuando en cuando en el interior de sus pliegues. Cuando me penetró con ellos, entreabrí las piernas para sentirlos más adentro al tiempo que bajaba hacia su mano. Los metía y los sacaba mientras masajeaba mi clítoris con el dedo pulgar y mis caderas seguían sus movimientos haciendo que me penetrasen un poco más cada vez. Cuando llegó el orgasmo las piernas no podían sostenerme y me agarré a él que suavemente me deslizó dentro del agua sin sacar su mano de mi sexo. Luego salió de la habitación dejándome a solas.

He cerrado los ojos… recordando. Estoy excitada. Tengo que tranquilizarme, concentrarme, Ernesto no puede verme así. Él, ni ninguno de sus esbirros, esa especie de robots andantes que anotan en sus obtusos cerebros cualquier atisbo de sentimiento. Antón, Antón… cuánto te eché de menos. Ningún hombre con sus hermosas pollas me hizo gozar como tus manos. Nunca consintió en follar conmigo, ni me dejó siquiera acariciar, besar, lamer su sexo. Su placer consistía en hacerme gozar a mí. “Rapacina, puedo ser tu padre” me decía. “Pero no lo eres” replicaba yo. Y me lanzaba a morder su boca. Pero él me paraba con sus brazos fuertes. Y volvía a empezar su ronda de caricias, o metía su cabeza entre mis piernas hasta hacerme morir de puro placer.

Antón no era un sirviente más de la gran casa, era el hijo del mejor amigo del abuelo, un hijo algo tardío, heredero de una buena fortuna si su padre no la hubiese dilapidado en pos de una felicidad que le era negada. Su madre, una mujeruca amarillenta y apergaminada, casi invisible, murió en el parto de la criatura, y el hombre enorme y lleno de vida que era su padre, se hundió en un pozo del que no supo salir. Yo había vistos fotos de ambos en los tiempos de novios y cuando se casaron, en las tardes en que a la abuela le daba por la nostalgia. Nunca entendí como aquel hombretón guapo y bien plantado se había podido enamorar de ella, pero así fue, la amaba hasta la locura. Supe que Antón había ido a la Universidad, pero a él no le gustaba hablar sobre sí mismo así que no pude enterarme de hasta donde había llegado en sus estudios. Cuando su padre murió, el abuelo lo tomó a su cargo, pero no pudo convencerle para que continuase con su formación, se negó en redondo a volver a la ciudad. En poco tiempo se hizo cargo de la administración y buen funcionamiento de las propiedades del abuelo, y éste encontró por fin a la persona de confianza que le hacía falta ya que ninguno de los hijos mostraba ningún interés por aquellas tierras.
(Continuará)

miércoles, 18 de junio de 2008

El último refugio (I)


(Imagen: Roberto Montenegro)
- No corren buenos tiempos, rapacina.

Pensaba en ese escueto saludo que me prodigó Antón cuando llegamos a la casona hace un par de horas. Esas pocas palabras que dejó caer en un susurro cuando me acerqué a abrazarle de forma fría y calculada, sin emociones, como mandaban las normas. Durante unas décimas de segundo descubrí allá, en el fondo de sus ojos grises, la chispa de antaño, una mezcla de ironía y dulzura. Luego, al dirigir su mirada hacia Ernesto que entraba unos pasos detrás de mí, seguido por dos de sus sirvientes, se tornaron opacos e inescrutables.

- Buenos días, Don Ernesto, espero que hayan tenido buen viaje – le dijo, extendiendo la mano.
- Gracías, Antón, sí ha sido un viaje agradable sobre todo después de pasar los calores de Castilla, y tú ¿cómo estás?
- Muy bien, señor, gracias. Las habitaciones están preparadas por si quieren descansar un rato. Ahora, si me disculpa voy a ver como va todo por la cocina… quizá tengan hambre.
- De acuerdo, Antón, luego bajaremos a tomar algo.

Al darse la vuelta en su silla de ruedas, me dirigió una fugaz mirada, otra vez la chispa luciendo allá dentro. Seguía siendo un hombre hermoso, fuerte, recio, a pesar de los años…

No, no corren buenos tiempos. Y desde que llegué aquí, a la vieja casona de la abuela, me cuesta mucho más controlar mis emociones. Tengo miedo. Le dije a Ernesto que estoy cansada, que quería darme un baño y quizá dormir un poco. He mirado por toda la casa y creo que no hay cámaras instaladas, pero de todas formas le preguntaré a Antón, quizá vinieron a colocarlas antes de que llegásemos. Aunque no creo, el viaje ha sido un poco precipitado y mi marido estuvo demasiado ocupado para pensar en ese pequeño detalle.

He cerrado la puerta de la habitación con llave y empiezo a llenar la bañera. Cuando nos hicimos cargo de la casa no quise que se tocase su decoración. La alcoba está situada en el primer piso, tiene un gran ventanal desde el que se puede ver el extenso valle, cubierto de árboles y vegetación, y el discurrir del río trazando caprichosas curvas por entre una inmensa gama de verdes casi pecaminosos. Arrimada a una de las paredes está la cama, enorme, alta, con cuatro columnas de madera tallada y un dosel. Casi en el centro de la habitación una bañera antigua, de porcelana, con patas como garras de oso. Un armario con grandes lunas, una cómoda con cajones y espejo, y un arcón de madera conforman el resto del mobiliario.

No he podido resistir la tentación de desnudarme mirándome en la luna del armario y una especie de cosquilleo casi olvidado me recorrió entera. Me meto en la bañera lentamente dejándome llevar por la agradable sensación del agua caliente. Fue aquí mismo, hace ya tantos años…acabábamos de estrenar un nuevo siglo.

Hacía tres o cuatro veranos que no los pasaba en casa de la abuela, ya que mi madre se había empeñado en mandarme a Francia a uno de esos estúpidos colegios que yo no soportaba. Debía aprender el idioma y algunas buenas normas de señorita de la sociedad burguesa. Regresé doctorada en “lenguas” y perdí la virginidad con un gabacho de lacia melena y manos largas, que a diario ejercía de panadero y el fin de semana tocaba el saxo en un garito de dudosa reputación. En los ratos libres que le dejaban una y otra actividad, cambiaba el saxo por el sexo, follábamos y practicábamos lengua en un destartalado desván lleno de polvo y goteras. Yo tenía entonces diecisiete años. Y por fin ese verano estaba otra vez allí, en la vieja casona, sin mis padres, que andaban en uno de esos cruceros por el Mediterráneo.

Era una tarde calurosa y la abuela estaba en el pueblo asistiendo al velatorio de una amiga. Aburrida de escuchar música tirada sobre la cama decidí acercarme al río, no era la primera vez que me daba un baño en aquellas aguas frescas y cristalinas. Cuando estaba acercándome a la pequeña ensenada donde solía bañarme me pareció oír como un chapoteo, así que me escondí entre los árboles sin hacer ruido. Aquel cuerpo desnudo con la piel húmeda y brillante tenía la apariencia de un dios… era Antón. Hasta ese momento no me había fijado en su belleza. La verdad es que casi nunca le miraba, me daba un poco de miedo, siempre tan serio, adusto, con aquella voz tan grave. Sin darme cuenta había ido acercándome poco a poco maravillada ante su desnudez, me temblaban las piernas. Él se había tumbado sobre la pradera y se acariciaba el sexo sin ningún pudor. Luego supe que desde el primer momento se había percatado de mi presencia y lo hacía a propósito. Yo no podía apartar los ojos de aquel miembro que iba tomando consistencia y se erguía como el mástil de una bandera. Y así fue como tropecé con una mata, una raíz… que se yo, y caí de bruces allí mismo.
(Continuará)

domingo, 15 de junio de 2008

Si el destino viene de frente... cambia de carril.


Era un hombre solitario. Nadie sabía muy bien si vivía feliz con su soledad o le venía impuesta, ya que él no dejaba que nadie se inmiscuyera en sus sentimientos. Nunca había querido comprometerse en una relación, disfrutaba conquistando, enamorando, y luego... perdía el interés por la persona que poco tiempo antes había ocupado todas sus energías. Así, fue dejando desperdigados por doquier: sentimientos heridos, rencores y desilusiones. No le importaba demasiado ni sentía remordimientos, sabía que siempre podía encontrar corazones a los que enamorar.

Aquella tarde, Tomás, se sentía inquieto, quizá por la falta de actividad sexual y de conquista en la que se debatía últimamente. Echó una ojeada a su agenda y eligió al azar a una, de entre las tres o cuatro mujeres a las que tenía en su punto de mira. Cogió el móvil y marco un número. Una voz desconocida contestó al otro lado:

- Diga.
- Perdón, ¿Sara?
- No, lo siento, te has equivocado.
- Eso me había parecido al escuchar tu voz, no me sonaba conocida. Perdona.
- Nada, tranquilo, estás perdonado.

María cortó la comunicación con un mohín de disgusto. "Número equivocado... mierda" dijo en voz alta. Por un momento al escuchar el sonido del móvil pensó que era Alfredo, ese cabrón ¡cómo lo odiaba! Después de diez años de convivencia el muy hijo de puta le dice que se enamoró de otra mujer: "te quiero mucho, María, yo no lo busqué te lo juro, pero así son las cosas". Y ella se quedó echa una mierda, sin ganas de vivir. Llevaba una semana sin salir de casa, mintiendo en el trabajo. Depresión, diagnosticó el doctor. ¡Malditos hombres! todos eran iguales.

Tomás se quedó mirando el teléfono, y comprobó el número marcado. Efectivamente, se había equivocado en la última cifra. Esa voz dulce y sensual se le había metido en el cerebro. Volvió a mirar el número que había marcado por error y se dispuso a guardarlo en la agenda "¿cómo te llamaré? -pensó. Tecleó: DESTINO, y se felicitó por la ocurrencia.

Al cabo de unos días, y sin haber podido olvidar la voz de la mujer, marcó el número de nuevo y desplegó todas sus dotes de conquistador.

María necesitaba que alguien la sacase de su apatía, y cuando recibió la llamada de aquel desconocido no lo pensó mucho y se dejó llevar por la agradable sensación de interesar a alguien.

Empezaron mandándose e-mails, hablando por teléfono, intercambiando fotografías. Descubrieron que vivían relativamente cerca, así que decidieron que había llegado el momento de conocerse.

Fue una tarde de primavera y los dos se sintieron a gusto juntos, como si hubiesen nacido el uno para el otro. Esa misma noche tuvieron un inolvidable encuentro sexual del que salieron exhaustos y satisfechos.

Tomás estaba confundido, jamás había sentido nada igual por otra mujer y por primera vez en su vida, no se aburría. Pensaba en ella a todas horas ansiando el momento para escuchar su voz o esperando verla. Se levantaba a las siete de la mañana para mirar el correo antes de acudir al trabajo, y así empaparse con sus palabras.

María sonreía satisfecha pensando en su venganza. Tomás iba a pagar todo el daño que le había causado Alfredo. Vale, igual eso no era justo, pero tampoco él era un santo. Le había contado todos los amoríos que había tenido y no pareció importarle el sufrimiento que causó a esas mujeres. Pues bien, ahora probaría de su propia medicina.

Esa mañana Tomás abrió el correo temblando de ilusión, esperaba que ella le confirmase la cita para esa noche. El día antes le había comprado un anillo para pedirle que se casara con él. Sí, tenía una carta. Empezó a leer y su rostro comenzó a quedarse pálido a la vez que le faltaba la respiración. María le decía que no sentía nada por él, se burlaba de un modo cruel de sus palabras, sus caricias, sus besos. Se mofaba de él como hombre y como amante haciéndole saber que fingía sus orgasmos, que le daba asco su cuerpo. No podía seguir leyendo. Desesperado marcó su número de teléfono y una voz metálica le contestó que el abonado había cambiado de número. Se vistió a toda prisa y salió de casa. Tenía que ser una broma cruel, no podía ser verdad. Ella le había dado una dirección, pero cuando llegó, vio con horror que le había mentido, no era allí donde vivía. La buscó por todas partes, pero todo fue inútil.

Ha pasado un mes desde esa fatídica mañana. Tomás no sale de casa y no quiere ver a nadie. Se pasa los días frente al monitor de su pc, con el teléfono encima de la mesa... esperando. Los primeros días terminó con las reservas de alcohol y tabaco que tenía en casa, pero ni siquiera el "mono" de nicotina lo sacó de su letargo. Los ojos enrojecidos y resecos ya no lloran, y se ven rodeados de grandes ojeras oscuras. Sucio, sin afeitar, demacrado, sin comer apenas, deja pasar las horas esperando que suceda el milagro. Por su cabeza pasaron todos los pensamientos imaginables, hasta que hoy, al fin, una idea ha venido a ocupar por completo su mente.

Se levanta de la silla y con ella en la mano se dirige a la terraza de su apartamento. La acerca a la barandilla y sube. Empieza a amanecer y la ciudad comienza a desperezarse. Cierra los ojos y abre los brazos, imaginando por un momento que son dos enormes alas que brillan bañadas por las primeras luces del sol. Sonríe y echa a volar. Sabe que va a encontrarse con su DESTINO.

(Junio 2005)

viernes, 13 de junio de 2008

Una noche más


Una noche más acudo a tu encuentro. Me esperas impaciente entre las cuatro paredes de tu pequeño apartamento. Paseas arriba y abajo, mirando el reloj a cada instante. La llave en la cerradura. Ya llego, amor, no desesperes. Me cuesta tanto robarle unas horas a mi otra vida.

El abrazo es largo, está lleno de ausencias y duele. Mi piel reconoce tu tacto y se emociona. Un ligero temblor sube por mis piernas y me recorre entera. Las bocas desesperadas se buscan. Se encuentran. El deseo se apodera de las lenguas, de los labios, de los dientes que mordisquean golosos. Tus manos rodean mi cintura, pegándome a tu cuerpo. Como en un juego de magia, nos despojamos de la ropa, sin que las bocas se separen. Tú ardes, yo me quemo.

Con una coreografía perfecta, nos poseemos. Ningún movimiento superfluo. Cada mirada, cada caricia, cada beso recibe la respuesta esperada. Tu boca en mi sexo. Tu sexo en mi boca. De nuevo las lenguas se encuentran. Se mezclan sabores, sudores, olores, fluidos. Las palabras huyeron, no hay sitio para ellas. Solo los gemidos, los gritos de placer, se hacen eco en la habitación. Ellas volverán más tarde, cuando se tranquilicen nuestros cuerpos y reposen satisfechos.

Estás en mí. Danzamos. El ritmo suave va ganando intensidad. Se vuelve rápido, potente. Te hundes en mi carne, que te atrapa y te succiona. Quiero seguir mirándote, guardar tu imagen en mi retina. Me invade el placer y los párpados se cierran. Mientras, de nuestras gargantas nace un grito que se ahoga con los besos.

¿Duermes?- me susurras al oído. Tu aliento me hace cosquillas y me eriza el vello de la nuca. No, no duermo- te respondo. Me acurruco, amoldándome a tu cuerpo. ¡Qué se pare el reloj, que se pare!- pienso. Como una niña cuando pide un deseo y cree que si pone todo su empeño acabará cumpliéndose. Tengo que irme- lo he dicho tan bajito que casi no me has oído. Pero lo intuyes, lo sabes. No te vayas, quédate conmigo- no quieres decirlo, pero las palabras escapan de tus labios. Y yo deseo morir, allí mismo, en ese preciso instante.

Me visto lentamente. Y lloro. Lloramos. Yo, por mi cobardía y mis miedos. Tú, por la rabia y la impotencia de no ser capaz de retenerme. Los dos, por este amor adúltero, silencioso y secreto. Condenado a vivir en las sombras sin ver la luz del día. Un amor que, poco a poco, va ganando terreno al otro. Al que está hecho de costumbre y rutina, de manso cariño, de debes y haberes.

Te beso. Me abrazas. Escapo de ti. Salgo a la calle oscura y solitaria. Camino rápido con la cara mojada. No hay luna, ella también se esconde- pienso. En un banco, una pareja se besa. Los miro y no se dan cuenta, están en otro mundo, en su mundo. Durante un momento, estoy parada a su lado, sin verlos. Desando el camino recorrido. Vuelvo.

Otra vez ante tu puerta, noto tu respiración al otro lado. Tiemblo. Voy a acariciar la madera, segura de que a través de ella sentiré tu calor. Abres, me miras un instante y te haces a un lado. Un paso cambiará mi vida. Vuelvo la mirada atrás, como en cámara lenta. Corto el hilo invisible que estira de mí. Entro y cierro la puerta. Y si se acaba el mundo ahí afuera...

miércoles, 11 de junio de 2008

¿No estuvisteis allí?

No me lo puedo creer. Pero... está bien, para aquellos que se perdieron la Ciclonudista Madrileña, la quinta, he traído algunas fotos. Sólo para que os déis cuenta de lo que os perdisteis. Allá van:







Bien ¿no? ¿Habéis visto la cara de felicidad que tienen todos?
En la Bici Crítica madrileña tienen colgado un video de la Ciclonudista 2006 que me ha parecido muy interesante a la par que divertido:
Y oye, si eres de los que no les gusta enseñar su cuerpo serrano pero te apetece pasear en bicicleta por la ciudad en buena compañía, puedes también unirte a estos chicos y chicas amantes de este estupendo y saludable medio de transporte y ocio. Que sí, que también organizan salidas periódicas en las que van vestidos y todo. Si no me crees entra en su página y compruébalo.

martes, 10 de junio de 2008

Rayas


No puede soportarle. Sabe que no podrá soportarle por mucho tiempo. Ella le quiere, tiene que quererle, llevan toda una vida juntos. Y es bueno. Y la cuida, la mima, incluso le deja su trocito de libertad. No, no se entienden. En realidad nunca se entendieron, siempre miraron la vida con distintos ojos. Sólo comparten los hijos, la casa, los gastos y las cosas que lleva consigo la convivencia. Pero jamás se contaron esos íntimos pensamientos que hacen que dos almas se encuentren, se conozcan. Ni los sueños, los anhelos, los deseos secretos.

Desde hace algún tiempo, él se muestra a veces irascible, grita sin motivo, hace un desierto de un grano de arena. Ella sabe el motivo, esas rayas de coca que se mete por la nariz de vez en cuando, están haciendo de él otro hombre. No quiere hablar de ello, incluso niega hacerlo, pero ella se lo nota en la cara nada más verle. No la engaña. Lo huele. No sabe si ese polvo blanco huele a algo, pero cambia el olor de su piel y de su aliento. Y se niega a besarle, esconde su boca cuando él lo intenta. Le dan arcadas. Él siempre tiene ganas de follar, pero a veces no consigue que se le ponga dura. Y otras, tarda tanto en correrse que ella se cansa de aguantar sus embestidas. Y tiene miedo que un día se le pare el corazón mientras la folla. Así que le rechaza y se inventa excusas, y entonces él la acusa de que ya no le quiere. Y ella está empezando a odiarle.

A veces, cuando surge una disputa, ella calla, no tiene ganas de pelear, y además sabe que no es él, es esa mierda que hace que pierda los estribos. Pero hoy cuando él se puso a gritar por una tontería, ella gritó más fuerte y después se largó dando un portazo.

No sabe ya qué hacer para acabar con esa situación, no puede convencerle de que es un enfermo.
No puede. No entiende qué placer puede sacarle a eso. Y aunque sabe que lo hace de tarde en tarde, tiene miedo que empiece a depender de ello y su vida se convierta en un infierno.
Y no, aunque le quiera, no va a arder con él en esa hoguera.

Nunca deseó ser una mártir, ni va a ofrecer su vida a ese dios al que llaman amor. Da igual lo que digan de ella, no le importa. Ya no le importa nada.

Está llegando al límite. Falta apenas algún pequeño roce para que se le haga insoportable, como cuando un dolor que padecemos va aumentando en intensidad tan débilmente que no nos damos cuenta y de pronto un horrible pinchazo nos lo hace notar. Falta sólo una fina raya para que ella se marche. Y será para siempre.

domingo, 8 de junio de 2008

Aguas Negras


Tengo frío, mucho frío. Ya no siento mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Tengo la boca reseca, sin saliva. Hace horas que no bebo. Ya no siento dolor en mi hambriento estómago, sólo un vacío inmenso, como si tuviese las tripas pegadas. La mujer que yace a mi lado se remueve, con su bebé apretado contra el pecho. Intento percibir la respiración del pequeño y no lo consigo. Quizá esté muerto y ella no se ha dado cuenta. Estamos hacinados, pegados unos a otros; pero el calor de nuestros cuerpos no es suficiente para atenuar este frío en los huesos. Tiemblo. ¡Cuánto silencio! Ya no se escuchan murmullos, ni quejidos. Nada. Todo está negro y helado. Tengo miedo. Debe ser de noche, pero no estoy seguro: he perdido la noción de los días. Han abierto la puerta. ¿Estaremos llegando a nuestro destino? Quieren que salgamos fuera, pero nos cuesta levantarnos. Las piernas no me responden: están anquilosadas. Debo hacer un esfuerzo. Pronto estaré bien: a salvo. El bebé ha empezado a llorar y eso me tranquiliza: no está muerto. Comenzamos a salir lentamente, apretujados, intentando respirar aire puro. Voces alteradas, gritos, empujones. ¿Qué está ocurriendo? Es noche cerrada: todo está oscuro. Me empujan. No, no me voy a tirar al agua. Dicen que estamos cerca de la playa, que aquí se termina el viaje. Oigo chapoteos. El llanto del bebé se eleva por encima de nosotros. Miro hacia abajo y no veo nada: una profunda oscuridad lo inunda todo. Gritos de socorro, súplicas, lloros, lamentos. Voces ásperas que ordenan y amenazan. Estoy al borde del abismo y tengo miedo. Un fuerte golpe en la espalda me hace perder el equilibrio y caigo al mar que, con sus fauces abiertas, espera para tragarme. Tengo miedo.

El juguete

Ya entra el sol por la ventana de tu habitación cuando empiezas a desperezarte. Aun tardarás un rato en salir de la cama. Lo sé. Porque te observo cada día. Me gusta ver tu cuerpo desnudo surgir de entre las sábanas. Bostezas, te rascas un poco entre las piernas, estiras los brazos y te enfundas esos viejos pantalones que usas para andar por casa. Mientras tanto, yo permanezco inmóvil, esperando a que te fijes en mí, a que te apetezca hacerme algunos mimos. Sí, ya sé que últimamente estás algo apático, perezoso, desganado. No temas, esperaré, tampoco tengo ningún otro sitio adonde ir.

Has salido de mi campo de visión, pero escucho tus pasos y adivino tus movimientos. Vas al baño. Me duermo un rato. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando siento en mí tu mirada. Me avergüenzo un poco, estoy sucia y con la ropa llena de polvo. Me coges y me depositas suavemente sobre tu cama que aun guarda tu olor.

Empiezas a desnudarme lentamente ¡cuidado! No me dobles así el brazo, me haces daño. Anda, lava esa ropa está que da asco, huele a humedad... ¡qué bien me siento así, desnuda! Me metes en el baño. Coges un poco de gel y empiezas a enjabonarme muy despacio. Tus dedos me acarician levemente y yo quiero seguir así eternamente. Me viene a la mente esa canción: “dicen que tienes veneno en la piel, y es que estás hecha de plástico fino, dicen que tienes un tacto divino, y el que te toca se queda con él....”

Quisiera que sintieras mi deseo, pero no tengo pezones que se yergan altaneros, ni sexo que segregue excitantes jugos. A ti parece no importarte, y pasas una y otra vez tus dedos por entre mis piernas, y yo deseo que se queden ahí por siempre. Cuando crees que estoy suficientemente limpia, me enjuagas y me secas con cuidado, apretándome contra tu pecho.

Ya sobre tu cama, empiezas a vestirme y yo sé que cuando termines volveré a mi rincón de siempre hasta que te fijes nuevamente en mí. Pero antes de que eso ocurra, deslizaré a tu oído un “te quiero”. Y tú te quedarás un momento pensativo mirándome fijamente sin saber si fue el murmullo del viento o te volviste loco de repente. Y yo sonreiré por dentro sin que ningún movimiento me delate.

Es lo que tiene ser una muñeca.

lunes, 2 de junio de 2008

Los Simpson en Madrid


- Frena, Bart, frena, que hay un charco y vas a mojar a tu padre.
- Yujuuuuuuuuuuu!!! Moooola.
- Bien, ya estamos aquí.
- ¡Eh! Marge ¿dónde estamos? ¿qué hacéis Bart y tú subidos en ese tandem?
- Yujuuuuuuuuuuuuu!!!! Multiplícate por cero, Homer.
- Homy, estamos en Madrid.
- Mira Marge, esa señora está subida a un carro tirado por leones ¿por qué no tengo yo un carro con leones?
- Es La Cibeles, Homer.
- ¿La qué?
- La Cibeles, papá, una diosa.
- Ya habló la listilla.
- ¿Vamos a visitar Madrid, mamá?
- Si, Lisa, pero además tu padre y yo vamos a asistir a una manifestación.
- ¡Oh! ¡mosquis! Marge, no me gustan las manifestaciones, apretujado entre la gente, cargado con pancartas ¿por qué no nos sentamos en aquella terraza a tomar una cerveza? Cerveza…. Hummmmm.
- Esta es una manifestación muy especial.
- ¿Sí? ¿y que tiene de especial? ¿eh? ¿qué tiene de especial?
- Es una Ciclonudista, la gente va desnuda en bicicleta.
- ¿Qué? ¿has dicho desnuda? ¿yo voy a ir denudo? ¿tú vas a ir desnuda?
- Moooooooooola!!!
- ¡Bart! Desnudarse es un simbolismo.
- Simbo… ¿qué?
- Simbolismo, papá. Un símbolo es la representación de una realidad.
- ¿Sabes por qué se manifiestan desnudos, Lisa?
- No, mamá.
- Pues para representar la indefensión en que nos encontramos los usuarios de la bicicleta ante el tráfico en las ciudades. Se manifiestan por una ciudad más armoniosa, con menos humos y ruido, en donde las personas tengan su espacio, para que los gobernantes tomen conciencia de la situación. Ya verás, Homer, será un paseo divertido los dos juntos en el tàndem. Como no hemos traído más bicicletas los niños pueden visitar El Retiro, dicen que es precioso… ¡Homer! ¿qué haces?
- Desnudarme ¿no has dicho que había que quitarse la ropa?
- Sí, Homer, pero hoy no, la Ciclonudista es el próximo sábado, el día 7 de Junio, a las 12 de la mañana. Y ahora ¿qué os parece si visitamos la ciudad y nos tomamos esa cervecita bien fría?
- Yujuuuuuuuuuuuuu!!!!
- ¿Qué haces Bart?
- Escribir:
Día 7 de Junio, a las 12, Ciclonudista en Madrid.
Día 7 de Junio, a las 12, Ciclonudista en Madrid.
Día 7 de Junio, a las 12, Ciclonudista en Madrid….
¡¡¡¡Mooooooooooola!!!!
-

Señora mía (Final)


Estaba tan hermosa. No podía apartar mis ojos de aquel sexo palpitante que se me ofrecía en todo su esplendor. Sentí de nuevo la presión de sus pies en mi espalda atrayéndome y al fin mi boca se hundió entre sus pliegues húmedos y cálidos. Mi lengua se perdió en su interior, mis labios apresaban su clítoris inflamado, succionándolo. Ella, la cabeza hacia atrás, gemía de placer, movía sus caderas empujando su sexo hacía mi rostro. Luego, flexionó las rodillas y apoyó los zapatos contra mi pecho. Me empujó con ellos de modo que parecía querer apartar mi boca de su sexo. Yo sentía sus tacones clavándose en la carne, y el placer que eso me provocaba desbocaba mis deseos haciendo que me hundiese más en ella. Al fin sentí que sus piernas se relajaban, que todos sus sentidos estaban concentrados en el estallido de un inminente orgasmo. Un ronco gemido de placer salió de sus garganta al tiempo que sus jugos inundaban mi boca.

Durante un rato permaneció inmóvil, desfallecida, con los ojos cerrados. Sus piernas descansaban otra vez sobre mis hombros y sus brazos se apoyaban, lánguidos, en el sillón. Abrió los ojos y nuestras miradas quedaron un momento prendidas, hablándose en silencio. Acuéstate, dijo suavemente. Me tendí en el suelo, boca arriba, con mi sexo empinado. Colocó un pie encima de mi estómago, con cuidado, buscando el equilibrio, apoyó un instante todo su peso en él y subió el otro. Se quedó quieta, sobre mí, escrutando mi rostro. Mis ojos se cerraban ante el placer de tenerla allí, de pie sobre mi cuerpo. Entonces ella empezó a caminar despacio, subiendo hacia el pecho, deshaciendo el camino hasta las piernas, presionando mis muslos. Con cada paso sus huellas se marcaban en mi carne dejando pequeñas marcas rojas. Y mi sexo se endurecía cada vez más, palpitando con movimientos incontrolados. La miré. Y la visión de su cuerpo desnudo, erguido sobre el mío, como una diosa cazadora dominando a su presa, fue suficiente para que un chorro de semen saliera despedido y salpicase mi estómago y sus piernas.

Se sentó entonces sobre mí con las piernas abiertas y empezó a besarme. Besos suaves, ligeros, rozando apenas su boca con la mía, entreabriéndola un poco, asomando la lengua sonrosada, para fundirse luego en un beso profundo bebiendo con ansía mi saliva. Luego siguió lamiendo cada una de las marcas sembradas por mi cuerpo, limpiando con la lengua las gotas de semen esparcidas por mi piel. De vez en cuando, volvía otra vez a mi boca, para beber de ella como si de una fuente se tratase. Después se acostó sobre mí y nos quedamos dormidos en el suelo.

Cuando la conocí, hace tres años, no pensé que se convertiría en el Ama más cotizada de la ciudad. Sigue viviendo en el barrio que la vio nacer y cada día, después de dejar recogida la cocina y la cena preparada para la noche, atraviesa la ciudad en metro y se transforma. Yo estoy siempre a su lado, esperando sus órdenes, dispuesto a complacerla, deseando servirla. Soy su esclavo y ella, mi señora.