Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

domingo, 30 de mayo de 2010

Y yo con estos pelos

Hace tiempo escribí una historia en la que su protagonista se enfrentaba a una situación dolorosa. Afortunadamente no es mi historia, no padezco una grave enfermedad ni tengo que enfrentarme a una operación. Lo mío sólo es una "locura", espero que temporal, de esos bichitos que andan por nuestro organismo siempre atentos y dispuestos a atacar a cualquiera que ose perturbar su buen funcionamiento, y en su desvarío se han alzado en armas contra "mis pelos". Pero como ella, la mujer de mi historia, tomé una decisión queriendo adelantarme, quizá, a los acontecimientos.
Y aquí estoy, acostumbrándome a mi nueva imagen, mientras que el pelo aguante:



Gracias por todas las muestras de apoyo y cariño que me habéis hecho llegar.
En unos días estoy aquí con un nuevo capítulo del Santón (ya falta poco para el final). Mi vida no puede pararse por unas pilosidades sin importancia.
Un abrazo para todos y cada uno de vosotros.

lunes, 24 de mayo de 2010

Tiempo muerto




¿Qué voy a hacer ahora? Este pensamiento o parecido, debió rondar un breve instante por mi cabeza, pero se quedó escondido en un rincón, acechando el momento oportuno para presentarse. Así que seguí con atención las explicaciones del hombre que por alguna extraña razón me había envuelto desde un principio, en una atmósfera de confianza y tranquilidad, quizá fue su apretón de manos o la forma en que me miró directamente a los ojos.


Fue más tarde conduciendo de camino a casa cuando esa pregunta abrió la caja donde guardo mis miedos y afloró el llanto, ese que siempre viene en mi auxilio cuando la angustia está a punto de ahogarme.


Todo empezó hace algunos meses cuando descubrí que estaba perdiendo pelo. Aunque sentí cierta preocupación porque era la primera vez y me parecía que la cantidad era importante, pensé que podía ser cosa de la estación, o de la menopausia, vete tú a saber. A todo el mundo se le cae el pelo, me dije, y efectivamente cuando lo comenté esa misma fue la respuesta que todos me daban.


Dejé pasar dos o tres semanas y viendo que la cosa continuaba, consulté a mi farmacéutico, que aunque tampoco le dio mucha importancia me recomendó un tratamiento de tres meses a base de pastillas para reforzar el cabello, y que si no funcionaba acudiese a mi médico de cabecera.


El tratamiento no dio resultado y además notaba que no sólo era el cabello que cada vez era menos abundante, si no que también el vello del cuerpo había empezado a disminuir. Pero parecía que nadie más que yo lo veía, y mi familia decía que me estaba obsesionando. Sin embargo cada vez que me miraba al espejo notaba que mis cejas eran más finas, y las pestañas menos espesas. ¿Cuándo me depilé por última vez las piernas? Me pregunté ante la ausencia de vello, apenas cuatro pelos en guerrilla, y me costó recordar cuando había sido. Eso no podía ser normal, no se trataba de un problema capilar, algo no funcionaba bien en mi organismo.


El médico de cabecera solicitó análisis de sangre y orina, tiroides, y alguna clase de hormonas. Esperar quince días más para hacerlo y otra semana para conocer los resultados, fue una tortura. Para entonces me miraba concienzudamente al espejo cada día, varias veces, la raya del pelo era cada vez más grande y el cuero cabelludo más visible. Y no sólo caía al lavarlo o peinarlo, la almohada aparecía por la mañana con una buena cantidad de cabello por encima. Callaba, nadie parecía notar nada extraño y sólo conseguía que me tachasen de obsesiva y maniática.


Los resultados de los análisis eran correctos. Mi médico me dijo que estaba más sana que una manzana y me prescribió un líquido para rociarme la cabeza. Le comenté que tenía menos vello en el cuerpo, pero creo que o no me creyó o pensó que no era importante. A los dos días fui a la peluquería, quizá un buen corte de pelo podría ayudarme. Y esa misma tarde hablando con una buena amiga me recomendó un dermatólogo al que ella acudía desde que el año pasado había tenido un problema parecido.


No era parecido, no. Lo de ella era una alopecia androgenética que se disparó a causa de una situación de estrés por la que estaba pasando. Consiguió frenar la caída y recuperar parte del cabello perdido. Mi diagnóstico fue Alopecia Areata Universal. No voy a aburriros con detalles técnicos y engorrosos. Es una enfermedad auto-inmunológica. Mi sistema inmunológico ataca de forma errónea el pelo pensando que es un agente extraño enfermo y hace que se caiga, sin ocasionar daño alguno al folículo piloso. Vamos, que se cree un D. Quijote atacando molinos de viento como si fuesen gigantes. O sea que estoy completamente sana pero mi sistema inmunológico tiene una chaladura de un par de cojones, le ha dado por mis pelos y va a por ellos con todas las armas de que dispone.



Podría buscar una segunda opinión como algunos me recomiendan, pero no voy a hacerlo. Confío en el diagnóstico del dermatólogo. Todo lo que he leído coincide con lo que me está pasando, incluso esta mañana me he dado cuenta de otro síntoma en las uñas de los pies que me había pasado desapercibido. Así que no voy a perder el tiempo de consulta en consulta. No, mi tiempo es más precioso que todo eso.


Los tratamientos para corregir esta disfunción son agresivos. De momento empiezo con un mes de cortisona para intentar frenar la vitalidad del sistema inmunológico. El resultado es una incógnita. Después de empaparme de información, he llegado a la conclusión de que es algo así como una lotería. Hay enfermos de todas las edades, y se da bastante en niños, y cada uno reacciona de una forma a la medicación, desde los que recuperan el cabello y cuando la suspenden les vuelve a caer, los que pasan temporadas con pelo y sin él, los que les vuelve a salir por zonas, y los que no lo recuperan nunca.


De momento, he decidido seguir el mes de tratamiento, ya que no es un periodo prolongado en el que no son notables los efectos secundarios de la cortisona. Después dependerá del resultado y del consejo de mi dermatólogo. Pero no voy a jugar con mi salud por una razón estética. Si la cosa se pone rebelde apechugaré con mi calvicie, no me queda otra. Aún puedo sentirme afortunada, sí, afortunada. No tengo que enfrentarme a ninguna otra enfermedad grave a consecuencia de la cual podría verme en igual situación, y a mi edad tampoco tiene el mismo efecto psicológico que podría tener si me sucede cuando era una niña, o una quinceañera.


Tiempo muerto.


Es lo que necesito. No puedo seguir inventando una historia ficticia, cuando mi cabeza está siempre dándole vueltas a esta nueva situación. De momento, no puedo. Siento dejaros a medias. Quizá en unos días la retome como un revulsivo, una forma de distraer mi mente. O no.


Gracias por leerme.

sábado, 15 de mayo de 2010

No se lo digas a nadie


(Imagen: José Luis Villagran Ortiz)

Veras, a mi lo que me va es tumbarte en el suelo para decir con la mirada lo que con mi voz no puedo.

viernes, 14 de mayo de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Once)


Han pasado tres días en los que hemos hablado apenas lo indispensable, trabajábamos en silencio, absortos en nuestros respectivos pensamientos. Mil veces he estado a punto de invitarle a comer, o a cenar, pero me arrepentía en el último momento. Él tampoco lo ha hecho.


A estas horas ya debería haber pasado por delante de casa para ir al campo. Me asomo a cada momento por ver si lo ha hecho en el preciso instante en que estaba en la cocina o en el baño, pero ni él ni Rufus han hecho acto de presencia. Así que me decido a acercarme a la casa temiendo que se haya puesto enfermo o le haya pasado alguna cosa.


Giro la manivela de la puerta y me asomo al interior, la casa está en silencio. Le llamo dos o tres veces mientras me dirijo hacia el salón pero nadie contesta. Después de dar una vuelta por el resto de las habitaciones me doy por vencida, allí no está, y cabizbaja, tomo el camino de regreso a mi cabaña ¿dónde se ha metido? ¿habrá ido a coger hierbas?


Me siento en el porche, pensativa, y por fin decido hacer algo, no puedo pasarme el resto de la mañana allí, esperando. Preparo la mochila con algo de comida y agua y decido subir a la cascada, quizá encuentre a Tomás por allí, y si no es así, al menos pasaré el día distraída y gozaré otra vez de aquellos parajes.


Hago dos o tres paradas en el camino antes de llegar a la cascada. Una vez allí, me acuesto sobre la hierba a descansar mirando el cielo. Recuerdo otros momentos así, cuando era niña, jugando a descubrir figuras en las nubes, a papá le encantaba, podíamos pasar horas y horas de esa forma. Mirando hacia arriba caigo en la cuenta que desde donde estoy hasta la cima de la montaña hay un pequeño trecho, o al menos lo parece visto desde aquí. Estaría bien subir y ver lo que hay al otro lado.


No tengo nada mejor que hacer, pero antes de ponerme en marcha como un poco de queso, pan y una manzana. Me cuelgo la mochila a la espalda y empiezo la ascensión por un estrecho sendero que comienza justo al lado de la cascada. Durante un rato siento las salpicaduras del agua que cae con fuerza, luego, según voy subiendo, se vuelven más diminutas y escasas. El camino discurre ahora bordeando el pequeño río cuyas aguas bajan con rapidez hasta precipitarse al vacío. Miro hacia arriba saboreando ya el momento en que llegaré a lo alto.


No acabo de poner el pie en la cima cuando un fuerte viento hace que me tambalee. Menos mal que se me ocurrió coger un palo para que me sirviese de apoyo. Me aferro a él con fuerza y consigo ponerme derecha para observar admirada el paisaje que aparece ante mis ojos. Un inmenso valle cuajado de pequeñas aldeas desperdigadas aquí y allá, rodeado de una cadena de pequeñas montañas como una muralla protectora. Más al fondo, otra vez el mar, una fina raya azul que se pierde a lo lejos. Justo delante de mi, sigue un sendero que se adentra entre una docena de casas medio derruidas, que aguantan estoicamente los envites del viento.


Paso a paso, con el apoyo del palo, emprendo de nuevo la marcha. Un poco antes de adentrarse en el pueblo fantasma, el camino aparece empedrado, seguramente para facilitar a los antiguos vecinos el tránsito por él en los días de lluvia y nieve. Sólo se escucha el silbido del viento y el golpeteo de algunas ventanas que se agarran con tesón a paredes de piedra a punto de caer.


Hay algo extraño en ese pueblo, quizá sea la sensación de abandono, o el aire que no cesa. Me pregunto quienes vivirían aquí y por qué se marcharon. Posiblemente emigrarían a otros pueblos más grandes, o a la gran ciudad, en busca de un futuro mejor, dejando aquí parte de su vida, recuerdos que quizá no olvidarán jamás.


Camino despacio mirando a un lado y a otro de lo que debió ser la calle principal. Siento un desasosiego difícil de explicar, como si de pronto fuese a aparecer un fantasma de entre las ruinas de piedras, vigas y tejados. Paso por delante de una de las casas mejor conservadas, la que fue sin duda morada de alguna familia pudiente mantiene aún en buenas condiciones el tejado y una larga balconada que ocupa toda la fachada. De su puerta, de madera maciza todavía cuelga el llamador, una gruesa aldaba con la cabeza de un león en el centro.


Justo al lado, pero algo apartada de la calle, hay una ermita. La distingo enseguida porque la fachada, lo único que todavía sigue en pie, está rematada por una cruz de piedra. Me dirijo hacia allí y reparo entonces en otras cruces que se entreven entre un grupo de árboles que están a su izquierda. Debe ser el cementerio del pueblo, pienso, y aunque estoy a punto de dar media vuelta y tomar el camino de regreso a casa, sigo andando hacia allí.


Me acerco al camposanto y asomo la cabeza medio escondida tras un árbol, sin decidirme a entrar. Hay dos hileras de lápidas, algunas medio hundidas en la tierra, cruces torcidas en precario equilibrio, ángeles sin cabeza o sin brazos, rotos en pedazos. Algo separadas, como si los muertos allí enterrados no quisieran estar cerca de los demás, cuatro o cinco lápidas con restos de lo que fueron grandes esculturas: medio cuerpo con los brazos extendidos hacia el cielo y un rostro sin nariz con gesto suplicante, un angelote gordezuelo con las alas rotas yaciendo sobre la piedra.


Fue entonces cuando le vi. Y en el primer momento pensé que realmente era un fantasma, un muerto viviente que había salido de su tumba en plena noche y le había sorprendido la mañana tirado sobre aquella losa negra. Negra y fría. Su ropa era la de Tomás, y su pelo, y la forma de su espalda, pero ¿qué hacía allí con los brazos abiertos en cruz, tirado boca abajo abrazado a una lápida?


(Continuará)

viernes, 7 de mayo de 2010

Hecho



¡Por fin! Aún no se puede apreciar bien porque está recién salido del horno, pero estoy satisfecha con el resultado. Y encima el tatuador, paisano, un asturiano encantador (en la forma en que los asturianos somos encantadores, claro, que no todo el mundo nos coge el punto). Estoy feliz, aunque a alguno no le ha hecho ni pizca de gracia (tengo "morros" para una buena temporadita), pero digo yo que mi cuerpo me pertenece y lo adorno como mejor me parece y no me meto con lo que hagan los demás, o con lo que no hagan que al fin y al cabo, es otra opción.


Bien, dicho esto, me disculpo por la tardanza en colgar nuevo capítulo del Santón, pero tengo que alegar en mi descargo que anduve un tanto liada, y un poco vaga también, lo confieso. Y es que debe ser la primavera con tanto cambio climatológico, o que se yo. Pero tranquilos, que este fin de semana me pongo las pilas y como mi Ave Fénix resurgiré de mis cenizas para dar la tabarra un poco más, por no perder la costumbre.

Felices sueños.