Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 29 de mayo de 2008

Señora mía (quinta parte)

Se sentó en el pequeño taburete del baño y esta vez no hizo falta que me dijese lo que tenía que hacer. Cogí los zapatos y suavemente calcé sus pies desnudos. Tengo hambre, dijo, al tiempo que salía en dirección al salón. Yo la seguí extasiado por aquel cuerpo que bamboleaba ligeramente las caderas de una forma sugerente y descuidada a un tiempo. En la pequeña mesa de cristal había distribuidos algunos platos con las compras de la mañana: higos, dátiles, nueces, cerezas, fresas, trozos de mango, piña, melón, pequeñas porciones de chocolate de caprichosas formas, dos copas de finísimo cristal y una botella de vino blanco enfriando entre el hielo.

Tomó asiento en el sillón de cuero blanco, frente a la mesa. Me acerqué y llené su copa de vino, luego me arrodillé y la acerqué a su boca. Ella sonrió ligeramente y tomó un sorbo paladeándolo despacio. Yo sentía la boca reseca y mi estómago pedía a gritos algo comestible, pero ni único y prioritario deseo era complacer y servir a mi señora, y sólo ella me diría cuando podía beber o comer.

Levantó los pies y apoyó sus tacones en mis muslos doblados, una ligera presión con el derecho me indicó que esperaba algo de mí. Miré los platos de la mesa y tomé con los dedos una porción de chocolate. Mi mano temblaba ligeramente cuando la acerqué hasta su boca entreabierta. El roce de sus labios con mis dedos me excitó nuevamente. El dolor que me inflingían sus afilados tacones se entremezclaba con la suavidad y la tibieza de su boca, de su lengua húmeda, provocándome un creciente deseo que se hacía patente en mi sexo erecto y palpitante. A veces me demoraba al ofrecerle un nuevo bocado, consciente de que eso provocaría que clavase con fuerza sus zapatos en mi carne, rozando con la punta, intencionadamente, el pene y los testículos. Y ella esperaba ansiosa esa demora deseando de esa forma castigarme y complacerme a un tiempo.

Cogí un higo seco y ya lo acercaba a su boca cuando ella lo cogió con la mano y se quedó pensando un momento. Levantó luego un pie y lo clavó en el tacón de su zapato. Mirándome fijamente me lo ofreció allí pinchado. Abrí la boca y rodeé el fino estilete pasando mi lengua por todo su contorno para acabar mordiendo el delicioso fruto con pequeños bocados hasta acabarlo. Así continuó durante un rato, utilizando sus tacones como tenedores, ahora uno, luego el otro. Para ayudarme a pasar los bocados, se descalzó el pie izquierdo y vertió en él un poco de vino. Cuando me lo ofreció como una copa, mi deseo se volvió por momentos incontrolables. Saboreé el fresco líquido y lamí hasta la última gota, dejándolo completamente limpio para calzarlo en el pie de su dueña.

Se recostó y apoyó la espalda en el sofá al tiempo que colocaba sus pies sobre mis hombros, abriendo así ante mí su sexo inflamado y húmedo. Deslizó los zapatos hacia mi espalda acercándome hacia ella, de modo que mi boca quedaba apenas a unos centímetros de la suya, vertical, ardiente, deseable…

(Continuará)

martes, 20 de mayo de 2008

Señora mía (Cuarta parte)

Cuando terminé de desatar el vestido, lo cogí de los hombros con la boca para acabar de desnudarla. Me provocaba rozar su piel con mi boca y al mismo tiempo me sentía impotente al no poder acariciarla, pero eso era precisamente lo que hacía que creciese mi excitación. Una vez que conseguí que la suave tela resbalase por su cuerpo hasta caer al suelo, me tomé un respiro para contemplarla. Como ropa interior llevaba tan solo un diminuto tanga con un finísima tira que se perdía entre sus nalgas. Ella repiqueteó con el pie en las baldosas en un claro movimiento de impaciencia. Acerqué mi boca al hueco que formaba el final de su espalda y me hice con la cinta, luego poco a poco, fui bajándola hasta las caderas. Después, sin soltarla, la rodeé al tiempo que seguía deslizándola hacia abajo. Finalmente me coloqué frente a su pubis y tiré del pequeño triángulo que lo ocultaba, llevándolo con mi boca hasta los tobillos, donde esperé a que ella levantase, primero un pie y luego el otro, y acabar así de quitarle la prenda.

Túmbate ahí, al lado de la bañera, me dijo cuando entramos en el baño. Me acosté boca abajo pues seguía teniendo las manos atadas a la espalda, no sin cierta molestia debido a la notable erección de mi miembro, pero ella sin siquiera mirarme, se descalzó y pasó sobre mí como si se tratase un escalón que le facilitase su entrada en el agua. Se sumergió en ella y permaneció un rato inmóvil con los ojos cerrados. Deseaba lavar su cuerpo, enjabonarla despacio, rozar con mis dedos aquella suave piel, acariciar la curva de sus caderas, su vientre, la redondez de sus pechos, sus piernas. Ansiaba besar cada uno de sus rincones, los dedos de sus pies, uno por uno… pero ella lo sabía y ese era el juego. Escuché el chapoteo del agua cuando ella se puso en pie y esperé con impaciencia sin saber lo que vendría después. Luego, sus pies mojados, volvieron a posarse sobre mi espalda.

Levántate.

Una vez puesto en pie, me tocó suavemente los hombros para darme la vuelta y desató mis manos. Sécame, y se puso de espaldas. Cogí la toalla y empecé a pasarla por su piel mojada, desde los hombros hasta los pies, recreándome en cada una de sus curvas, demorándome en aquellos lugares de más difícil acceso. Luego me puse frente a ella, nos miramos un instante, en sus ojos se abría paso el deseo, aún cuando intentase parecer fría. Yo sabía que aquello le gustaba, que era presa de la misma excitación incontenible que yo sentía. Bajé la mirada humildemente como lo haría cualquier esclavo ante su ama. Era mi diosa en aquel juego sexual, era la mujer que yo siempre había deseado. Sin levantar los ojos sequé con suavidad sus pechos de pezones enhiestos, me entretuve en su ombligo, y me arrodillé para secar su sexo.

Me quedé así a sus pies esperando sus órdenes.
(continuará)

jueves, 15 de mayo de 2008

Señora mía (Tercera parte)


Imagen: El baño de Diana (Jean-Baptiste-Camille COROT)

Fue colgar el teléfono y salir disparado hacia mi casa, dejando la tienda en manos de mi encargado. De camino paré en una tienda famosa por sus delicatessen, y llené dos bolsas de bocados deliciosos de toda clase de fruta natural, frutos secos y chocolates. Lo primero que hice nada más llegar fue desnudarme con el fin de no sentirme demasiado azorado cuando ella viniese. Así me pasé la mañana mientras ponía orden y limpiaba. Cuando quedé satisfecho de su aspecto me di una ducha y coloqué una buena cantidad de velas aromáticas por toda la casa. No me había acordado ni de comer un bocado, y ahora ya no había tiempo, era casi la hora.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Las piernas me temblaban cuando la abrí. Apenas me dirigió una mirada pero adiviné que le había gustado que yo hubiese obedecido sus órdenes. Me aparté a un lado con la cabeza agachada y ella pasó delante adentrándose en el salón. Prepárame un baño, ordenó mientras se recostaba en el sofá, ¿tengo que decírtelo otra vez?.. repitió cuando aún no habían pasado unos segundos, y espero, por tu bien, que esté a mi gusto. Mi corazón latía con la misma rapidez con la que crecía la erección de mi sexo. Mientras la bañera se llenaba de agua, respiré profundamente intentando relajarme. Debía dejar que el agua se calentase un poco más de la cuenta, para que no se enfriase mientras ella se desnudaba. Cuando me pareció que la temperatura era la ideal, introduje unas cuantas bolitas de aceite, dos puñados de sales y eché un buen chorro de espuma de baño.

El baño está preparado, mi señora, dije sin atreverme a mirarla. Se levantó y se puso frente a mí, con su rostro muy cerca del mío. Date la vuelta, me dijo, al tiempo que empezó a desatar el pañuelo de seda que llevaba en el cuello. Le di la espalda y me ató las manos. Empieza a desnudarme, y más vale que lo hagas rápido, no soporto el agua fría. Por un momento, me quedé inmóvil mirándola sin saber qué hacer. Se me está agotando la paciencia, dime ¿qué parte de empieza a desnudarme no has entendido?...

Llevaba un vestido de corte oriental blanco con un raro estampado en negro que se le ajustaba el cuerpo resaltando sus curvas. Abrochaba a la izquierda con pequeños lazos negros que acababan a medio muslo dejando, desde ahí, la pierna desnuda.

Me arrodillé ante ella y empecé a desatar con la boca el primer lazo. Al contacto de mi boca con la tela y el roce de mi mejilla con la suave piel de su pierna, mi sexo se encabritó de manera evidente. Ella permanecía impasible, aunque hasta mí llegaba nítidamente el olor a excitación que emanaba, mientras yo iba deshaciendo cada uno de aquellos lazos que iban descubriéndome su cuerpo. El deseo por acariciar aquella piel me acuciaba, pero algo me decía que iba a tardar en liberar mis manos de sus ataduras.
(continuará)

sábado, 10 de mayo de 2008

Señora mía (Segunda parte)

(Imagen: Antona fotografías)

Era un jueves por la tarde y yo acababa de abrir la tienda. Me había retrasado un poco y cuando llegué ante la puerta ya me estaba esperando una clienta madrugadora. Entré rápidamente y estaba atendiéndola cuando escuché el sonido de la campanilla. Volví distraídamente la cabeza mientras la mujer se miraba las sandalias que acababa de calzarse. La que acababa de entrar se quedó esperando junto a la puerta. Un momento, por favor, enseguida le atiendo, acerté a decir casi tartamudeando. Y es que su figura y su atuendo impresionaban. Vestía una falda negra de tubo, que llegaba justo por debajo de sus rodillas, una camisa blanca adornada con rayas de grosores distintos en negro, ajustada a la cintura con un cinturón ancho en el mismo color azul eléctrico de sus zapatos… los zapatos… no, no podía ser ella. Me acerqué a la caja acompañando a la clienta que atendía en ese momento y aproveché para fijarme en su rostro. Sus ojos tenían ahora un brillo distinto, se veían un punto más dorados, seguramente por el contraste con el cabello corto y negro que lucía. No había duda, era ella.


Despedí a la otra mujer en la puerta y en ese momento llegó uno de mis empleados. Ella se acercó a mí y me susurró al oído: Quiero tomar un café… vamos. No fue una pregunta, su voz era dulce pero no admitía réplica. Abrí la puerta y esperé a que saliera primero, luego sin mediar palabra echamos a andar, yo medio paso por detrás de ella, con lo que podía admirar el movimiento de sus caderas. Caminamos durante un rato hasta que se detuvo a las puertas de una pequeña cafetería, me adelanté para abrirle y cederle el paso. Nos sentamos al fondo del local, lejos del bullicio de la barra.


Estuvimos un rato en silencio observándonos. Estás preciosa, le dije, intentando romper el hielo. ¿Alguien te dio permiso para tutearme? preguntó muy seria. Perdóneme, por favor, señora, no quería ofenderla, lo siento… Cortó mis disculpas con un gesto de la mano, se mostraba seria y dulce al mismo tiempo. Cuéntame cosas de ti, me dijo, y yo empecé a relatarle pedazos de mi vida, anécdotas de mis muchos viajes. Me gustaba la forma en que me miraba, con los ojos muy abiertos intentando no perderse detalle de todo lo que yo le contaba.


Desde aquel día todos los jueves aparecía en la tienda y salíamos hacia la cafetería a pasar la tarde. Yo había empezado a reservarle los zapatos que más me gustaban, devoraba los catálogos de mis proveedores buscando los modelos más especiales y cada dos o tres semanas le entregaba mi regalo. Ella lo recibía como algo natural sin la reserva y el pudor de la primera vez. Una tarde fue ella la que tomó el peso de la conversación, me contó que cuando llegó a casa con los zapatos azules los guardó en el fondo del armario dispuesta a olvidarse de ellos. Y así fue durante unos días hasta que una mañana se decidió a mirarlos. Los estuvo contemplando y acariciando durante un rato y volvió a dejarlos en su sitio. Al día siguiente se los probó, y repitió la operación una mañana tras otra hasta que un buen día supo lo que iba a hacer.


Vivía al otro lado de la ciudad, pero de vez en cuando le gustaba coger el metro y atravesarla de parte a parte, y eso fue lo que hizo el día que apareció en mi tienda a por aquel par de mocasines. Ahora lo hacía todos los jueves. Salía de su casa con la apariencia con la que todos la conocían, cuando llegaba a su destino entraba en el primer lavabo público que encontraba y salía transformada en la mujer que se sentaba conmigo a la mesa de aquel pequeño local a tomar su café.


Durante todo ese tiempo ella me tuteaba mientras que yo seguía tratándola de usted y había empezado a dirigirme a ella como “mi señora”. Una de aquellas tardes cuando casi era la hora de irnos y me había puesto en pie dispuesto a abonar el importe de nuestras consumiciones, se me cayó la cartera al suelo. Me agaché a recogerla y me demoré admirando sus piernas. Ella que se había dado cuenta que yo permanecía bajo la mesa más tiempo del necesario, las cruzó y alargó hacia mí uno de sus pies. Titubeé un momento, luego me arrodillé y empecé a acariciarlo suavemente. Estábamos, como siempre, al fondo del local, y su cuerpo se interponía entre el mío y cualquiera que pudiese mirarnos, así que seguí con las caricias para continuar lamiendo sus pies y sus zapatos. Ella entreabrió las piernas, momento que aproveché para meter la mano y acariciar la tibia carne de sus muslos. Se desprendió de uno de sus zapatos y me ofreció su pie desnudo. Chupé sus dedos, uno a uno, apoyando mis manos en el suelo, como un perro. Sentía como mi sexo crecía y se excitaba, mientras ella aplastaba la planta de su pie contra mi cara. Noté un dolor punzante y agudo cuando ella apoyó su afilado tacón sobre mi mano, apretando con fuerza, al tiempo que su voz susurrante pero enérgica me conminaba: “Ni se te ocurra correrte, aún no te di permiso. Ponme el zapato”. Dicho esto se levantó y se dirigió con paso firme hacia la puerta. Yo salí tras ella para abrirla sin hacerla esperar.


Pasé toda la semana temiendo que ese jueves no se presentase y cuando la vi aparecer en la puerta a punto estuve de postrarme a sus pies. Ese día me atreví a proponerle que en nuestra próxima cita fuésemos a mi casa y le dije donde estaba, cerca de allí, a sólo dos calles. Ella no dijo nada y yo seguí contándole mis historias como siempre.


El jueves de la siguiente semana, por la mañana, recibí un mensaje en el móvil: “Espérame en tu casa a las tres y media. Desnudo”

(Continuará)


martes, 6 de mayo de 2008

Señora mía (Primera parte)


La conocí hace tres años cuando una tarde, recién entrada la primavera, apareció en mi zapatería. Había estado largo rato observándola parada ante el escaparate hasta que por fin se decidió a entrar. Me pidió un modelo antiguo de mocasines casi idénticos a los que llevaba puestos. Sólo me quedaban unos pares sueltos que conservaba para algunas clientes ancianas a las que resultaba difícil calzar otra cosa que no fuese aquellos amplios zapatos planos.

Se sentó a esperar mientras yo bajaba al almacén a buscar su número, y aproveché para observarla con la puerta entreabierta. Era una mujer cercana a la cuarentena, aunque si no te fijabas bien en su rostro podría haber pasado por una de sesenta, debido a la manera en que iba vestida. Llevaba una falda amplia de un tono amarronado que no dejaba adivinar forma alguna en su cuerpo, y una rebeca totalmente abrochada de un color crema que más bien parecía un blanco sucio. Una media melena sin gracia, de un castaño descolorido, con el cabello aplastado sobre el cráneo remataba el conjunto. Parecía que quisiera aparentar más edad de la que tenía o pasar totalmente desapercibida.

Cuando me arrodillé para probarle el calzado, antigua costumbre que no he querido perder, se sorprendió y sus mejillas se tiñeron con un ligero rubor. Descalzó su pie derecho y me lo tendió con timidez. El sorprendido entonces fui yo. Tenía unos pies suaves y delicados, de piel blanquísima y uñas impecables. Era un pecado esconderlos en aquellos horribles zapatos. Calzada con ellos se puso en pie y dio algunos pasos comprobando su flexibilidad. ¿No quiere probarse otro modelo?, le dije albergando cierta esperanza. No, me respondió, me llevaré éstos.

Está bien ¿querrá disculparme un momento? Vuelvo enseguida. Y salí a toda prisa hacia el almacén sin esperar respuesta. Cuando volví ella estaba esperando cerca de la caja para pagar su compra. Perdone, le dije, quería hacerle un pequeño obsequio ya que es la primera vez que entra a mi tienda. Esta vez el rubor subió de tono mientras me miraba sin saber muy bien qué responder. Tome, le alargué otra caja además de la suya, es para usted. Ella la destapó despacio y sus ojos, color caramelo, se abrieron con estupor. Contenía un par de zapatos en piel de un precioso azul eléctrico y un finísimo tacón de aguja en metal brillante. No, me dijo al tiempo que me la alargaba, no puedo aceptarlo, es un regalo demasiado caro. Claro que sí, insistí, lléveselos, por favor, están hecho para sus pies. Pero si no voy a usarlos, de verdad, no voy a usarlos, repetía. No importa, mírelos, sólo mírelos de vez en cuando. Son suyos, no puede usted rechazarlos, me sentiría muy ofendido.

Al fin pareció resignarse ante mi insistencia, momento que aproveché para meter el par de cajas en un bolsa, cobrar el importe de su compra y despedirla con una reverencia.

Adiós, me dijo con un hilo de voz, y muchas gracias.

Espero volver a verla, dije a modo de despedida ya en la puerta.

Durante los días siguientes alimenté la esperanza de verla aparecer cada vez que sonaba la campanilla de la puerta y me decepcionaba al comprobar que no era ella, cuando de pronto, casi tres semanas después… apareció.

En un primer momento no la reconocí, sólo al mirar sus zapatos me di cuenta…

(continuará)