Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 29 de julio de 2010

En busca del hombre perdido (Dos)


Y allá que voy yo a la segunda cita, pero esta vez nada de libros y rosas, ya estaba bien de tonterías. Les dije a los de la agencia que me enseñasen una foto y que él viese también la mía, así si a primera vista el físico no nos agradaba, no teníamos que perder el tiempo. El tipo no estaba mal, era delgado y de buena estatura. En la foto vestía unos jeans y una camiseta de manga corta. Su rostro también era agradable, no es que fuera guapísimo, pero a simple vista, no destacaba ningún rasgo extraño. Era algo miope, por lo que llevaba gafas graduadas, también elegidas con buen gusto acorde con sus facciones. Sus ojos se veían de un color castaño, así como el pelo, que lo llevaba corto y bien arreglado. No era la idea que yo tenía de un informático, y no sé por qué, la verdad, pero la mayoría de los que he conocido eran un poco bohemios. Decidí vestirme yo también en plan informal, nada de vestido, ni medias, ni tacones altos. Me puse también unos jeans con camiseta de tirantes y una cazadora de entretiempo.


Cuando llegué a la cafetería donde nos habíamos citado y después de dar una mirada a dos o tres hombres solos que había por allí, me di cuenta de que no había llegado. ¡Vaya! ya empezamos, con lo que odio esperar ¿por qué la gente no podrá ser puntual?. Armada de paciencia, me senté a esperar mientras saboreaba una copa de vino blanco. Había pasado como media hora cuando un golpe en la silla donde estaba sentada, me hizo saltar asustada. Me di la vuelta dispuesta a “merendarme” al bruto que casi me tira al suelo, que no era otro que el sujeto al que esperaba. Iba hablando con el móvil y gesticulando sin parar. Me hizo una especie de saludo y se sentó enfrente mío, sin dejar ni un momento su conversación. Bueno, Pepita, será alguna cosa de trabajo, ten paciencia- me dije. Pero pasaban los minutos y el tío no parecía que tuviese intención de colgar. Yo, mientras, no sabía qué hacer. Resulta muy embarazoso estar escuchando la conversación de alguien que no conoces de nada, y me estaban entrando unas ganas terribles de largarme. Después de un buen rato, oí que por fin se despedía. ¡Menos mal! Porque entre el retraso y el dichoso teléfono, me parece que poco tiempo tendremos para hablar- pensaba yo entre tanto. Depositó el teléfono sobre la mesa y nos presentamos. Yo esperaba alguna disculpa, pero no, que va, aquel tipo debía pensar que lo que hacía era algo normal. Y a continuación empezó a hacerme preguntas dándome la impresión que estaba respondiendo a un test o algo así. Y volvió a sonar el teléfono. En ese momento el camarero se acercaba a nuestra mesa con intención de servirnos. Él pidió una cerveza sin dejar de hablar por el dichoso móvil que ya pensaba yo que debía ser una parte inseparable de su persona. Entonces hice una pequeña maldad, me acerqué al oído del camarero y le pedí la botella de vino más cara que tuviese en el bar. El chaval, muy simpático él, me guiñó un ojo. Aquel cretino seguía charlando, y por lo que yo podía entender era con un amigo, pues planeaban la salida para el fin de semana. Llegó el camarero con las bebidas, abrió la botella de vino y me sirvió una copa, al tiempo que dejaba el ticket de caja debajo de la cerveza de mi acompañante. Bebí unos sorbos de aquel caldo delicioso y cuando me di cuenta que él estaba terminando la conversación, me levanté, y me colgué el bolso al hombro dispuesta a marcharme. En ese momento él miró la cuenta y los ojos casi se le salen de las órbitas. En el preciso instante en que su mirada se dirigía hacia mí, le lancé un beso con la mano y me largué.


“No, vosotros no me habéis citado con un hombre, eso era un móvil con algún raro espécimen pegado, además de impuntual y maleducado”- yo estaba furiosa. Y la Barbie me miraba con cara de boba: “Pepita, es que tu eres muy exigente, el chico además estaba de muy buen ver”. “Sí, claro, si eso no lo niego, pero para pegar un polvo no vengo yo a una agencia matrimonial, monina, que hay por ahí muchos garitos para el ligoteo. Pero, vamos a ver, ¿es que aquí no hay hombres normalitos?, de esos a los que le gusta charlar, que empiezan hablando del tiempo mientras poco a poco la conversación va pasando a otros terrenos. Me imagino yo a éste si en la primera cita no me hace ni puto caso, ¿qué será después?”.


Después de desahogarme, me convencieron para que tuviese un poco de paciencia, que no siempre se acierta a la primera, me decía la Barbie, que al final siempre aparece la pareja que estamos buscando. Vale, accedí, aguantaré un poco más.


Y llegó el tercer candidato.


domingo, 25 de julio de 2010

En busca del hombre perdido (Uno)


Retomo una historia que dejé inconclusa allá por el año 2005 (cómo pasa el tiempo) a ver si la termino, espero que la disfrutéis.



Hoy tengo una cita. No sé si es la quinta o la sexta en este mes, ya me he perdido. Asustadita estoy, esta gente de la Agencia matrimonial no da una, oye. Si ya me lo decía mi madre “¿Para qué quieres tú ahora encontrar novio?, con lo bien que estás así” Y no me extraña que me diga eso, porque está de mi padre hasta los mismísimos. “Divórciate” le digo yo. Una tontería, se lo digo por decir algo, porque a su edad ¿para qué? Y eso me contesta ella. Dice, la muy golfa, que si ella tuviese mis años y soltera, se comía el mundo. Pero es que cuando una pasa la cuarentena y todas sus amigas y conocidas están casadas, o divorciadas, estar soltera es como si fueras un bicho raro. No, no es lo mismo estar soltera que divorciada, porque ni siquiera puedo poner verde a mi ex, que es lo que suelen hacer mis amigas. Que yo me pregunto si no están más ligadas ahora a sus exmaridos que cuando estaban casadas, porque no se lo quitan de la cabeza. Y es que siempre deseamos lo que no tenemos, joder. Y una necesita tener un apoyo, alguien con quien compartir tus cosas, tus gustos. Si es que hablo con el gato, con las plantas –las pocas que quedan vivas, porque debo aburrirlas con mi cháchara- con la televisión, con el ordenador. No, por sexo no es. O sí, un poco. Porque dicen que hoy en día se liga como nada, pero no lo encuentro yo tan fácil. Y eso de Internet, no me fío mucho, que a saber con quien chateas, la mitad se lo inventan todo. No, yo para eso prefiero lo de siempre.


Alguna que otra aventurilla he tenido, no voy a decir que no, porque a mis cuarenta y cinco años aun estoy de muy buen ver. Y eso lo hace el estar soltera, ya lo sé, que tengo tiempo para mí, para ir a la peluquería, a la esteticien... y el cuerpo, sin haber parido, se mantiene muy bien. Tampoco tengo que quitarme los caprichos para comprarles zapatos a los churumbeles. Sí, si casi todo son ventajas, pero no sé, tengo una espinita, necesito sufrir en mis carnes eso de emparejarse. O es que no puedo dejar de pensar que igual anda por ahí el “hombre de mi vida” solico el pobre, triste y desesperado esperando encontrarme. Y si mucho me encanto será la historia de amor de dos ancianitos con ciática o artrosis y con pocas ganas de fiestas erótico-sexuales. El caso es que no lo pensé más y decidí probar suerte. Me dije, oye, ¿por qué no intentarlo? Quién sabe, a lo mejor encuentro a mi media naranja, o un cuarto por lo menos... que sé yo.


Pero, anda que hasta ahora sí que me lo han acertado estos “profesionales” según ellos mismos se autodenominan. Menos mal que cobran según los resultados, porque este mes ya me veía a base de patatas fritas y huevos para poder pagarles.


El primer candidato era poeta, eso decía él, pero jamás escuché poemas tan nefastos... jamás. Ni recitar los clásicos, sabía. Mira... peinado con raya en medio, el pelo grasiento que parecía que acababa de salir de una freidora, y aquella perillita que él pensaba que lo hacía parecer romántico, ja, un chivo es lo que parecía. Quedamos en una cafetería del centro, él llevaría un libro y yo una rosa... agh... muy cutre todo, pero yo era una pardilla en esto y no le iba a poner pegas a la primera. Se pasó toda la tarde hablándome en verso, que yo ya no sabía si había acudido a una cita o estábamos representando una zarzuela. Y nada de hablar de nosotros, qué va, nuestro único tema de conversación fue la poesía y la literatura. Mira que a mí me gusta leer, pero digo yo que en una primera cita que se supone vamos a intentar conocernos, qué mejor que hablar de nuestras vidas respectivas, nuestros gustos. Encima era de esos que jamás te miran a los ojos, más de una vez pensé que hablaba con los de la mesa contigua, o con la pared... yo que sé. Nunca me han dado buena espina las personas que evitan la mirada, será una manía mía, pero seguro que algo esconden. Y mientras él recitaba y recitaba, yo me perdía en divagaciones sobre el terrible secreto que aquel personajillo guardaba. Aguanté dos horas que a mí se me antojaron el triple, y me inventé una excusa como pude, antes de que las cabezadas y los bostezos me delatasen.


No, ni pensarlo, les dije a los de la agencia, ni se les ocurra citarme con otro poeta. Pepita, es que dijiste que te gustaba la literatura- me contesta la secretaria, que es talmente una barbie metidita en carnes. Casi les doy con la guía telefónica en la cabeza que tiene más de literatura que los poemas de ese pollino.


A los dos o tres días me llaman otra vez: “Pepita, éste sí, este te va a gustar, es informático”. Bueno, pensé yo, seguro que no me recita poesía y los informáticos suelen ser muy interesantes e inteligentes, o eso es lo que dicen.

(Continuará)


Nota: No tengo nada personal en contra de los poetas, informáticos o cualquier otra actividad profesional que pueda aparecer en esta historia, así que no se me den por aludidos.

sábado, 24 de julio de 2010

Secretos



Apenas una sombra, un reflejo fugaz en un espejo. Aun así reconocí al instante su silueta, esa especial forma de caminar, erguido, ausente, como si siempre estuviese dos centímetros por encima del resto de mortales.


Se aceleró mi pulso, juro que yo no quise. Se aceleró mi pulso e instintivamente posé mi mano derecha sobre el pecho, en in intento vano por detener el golpeteo que sentía allá dentro. Y me escondí, sí, eso hice, aunque me avergüence admitirlo. Me metí en un zaguán y esperé inmóvil, un minuto, dos, tres… que se hicieron eternos.


Ya está, pensé, pasó el peligro, y salí de mi escondite para unirme de nuevo a la riada de peatones que llenaba la acera. Calculé mal el tiempo o él lo perdió con cualquier tontería, y cuando me di cuenta ya era tarde. Allí estaba mirándome, apenas unos pasos y me daba de bruces con su cuerpo.


¡Ah! Cómo odié aquellos ojos que miraban igual, igual que siempre, azorándome, poniéndome nerviosa, excitando todo lo susceptible de excitarse. A la mirada felina, la acompañaba una boca jugosa, jugosa y sonriente, maliciosa e inocente al mismo tiempo, una boca que besé tantas veces que podía distinguir su sabor entre mil bocas.


Mis ojos se quedan allí, parados en su boca. Percibo el movimiento de sus labios. No quiero escuchar su voz, no quiero oír lo que me dice mientras alarga sus manos hacia mi y me mira de esa forma. ¿Qué puedo hacer? ¡Ah! Sí, puedo tararear, puedo tararear cualquier canción. Y tarareo. Y mi voz va aumentando el volumen. Por un momento parece que da resultado, ya no le escucho, aunque de pronto se hace el silencio a mi alrededor y vuelvo a oírle ronroneando como un gato. Puedo taparme los ojos como cuando era chica y no quería que me viesen. Pero sus manos se acercan cada vez un poco más, mientras yo retrocedo. Debo hacerlo despacio para que él no se de cuenta. Y luego, cuando se confíe me escaparé corriendo. Despacio, despacio, un paso más. ¡Ahora! Ahora es el momento.


¿Quién me sujeta los brazos atrás? Suéltame, hijo de puta, suéltame. ¡Socorro! ¡Socorro! Ayúdenme, por el amor de Dios, que alguien me ayude. Todos se apartan de nosotros y me miran con recelo. Puedo leer en sus ojos lo que piensan. Algunos sienten miedo, otros se compadecen, y los más parecen sorprendidos. Y es eso, eso es lo que les aterra, por eso me tienen encerrada, porque saben que puedo leer en su mirada, no tienen secretos para mi, nadie puede esconder su alma de mis ojos.


¡Cabrones!


Vamos, Marga, me susurra al oído, no nos lo pongas más difícil, se buena chica. Escupo a sus pies, y mi saliva se escurre por su zapato de fina piel marrón. Su mirada es ahora cruel, se lo que piensa, pagaré caro ese escupitajo. Con la cabeza erguida me dirijo hacía el vehículo que me espera con la puerta trasera abierta.


¡Vamos, vamos! Circulen, circulen, no pasa nada, oigo decir a un policía dispersando a la muchedumbre que se agolpa en la acera.


No pasa nada, es sólo una pobre loca que se escapó del psiquiátrico.


Eso es lo que piensan.


La próxima vez no podrán atraparme. Desvelaré cada uno de vuestros secretos hasta que deseéis sacaros los ojos para que no pueda leer en vuestro interior, pero antes os mataréis unos a otros, odiaréis a vuestros padres, hijos, hermanos, amigos, vecinos, compañeros y amantes, porque conoceréis la verdad sobre lo que pensáis los unos de los otros.


Pero antes, antes acabaré con ese cabrón que viene a follarme cada noche… conozco su secreto.


jueves, 22 de julio de 2010

Una mañana de un día cualquiera (Escrito en Diciembre 2005)



Sentada a la mesa de la cocina apura su café de la mañana, de otra mañana más. Los platos sucios se amontonan en el fregadero, mientras por la ventana un día gris y lluvioso comenzó hace unas horas. Los chicos que aun le quedan solteros y el marido han salido hace un rato a unos trabajos miserables y mal pagados. Hace unos años, él, el hombre de la casa tenía un trabajo medio decente, hasta que llegó la temida reducción de personal y lo largaron a la calle. Desde entonces, anda de acá para allá, siempre malcarado con la frustración pintada en la cara y el cigarro colgando de la boca. Y ella sin un puto duro, siempre contando cada peseta. No es que antes le sobrase porque él le daba lo justo para pasar casa, pero ella se apañaba limpiando alguna escalera y contaba, al menos, con algo fijo todos los meses. Menos mal que tenían aquel piso, que parecía una caja de cerillas, ya pagado porque si no estarían en la calle.


Llena su vaso con coñac y se toma un trago. Le calienta por dentro. Hace tanto frío. La estufa sólo la enciende un rato por la noche cuando cenan en el destartalado comedor, en silencio, absortos en la televisión. Ahora, para ella sola, es un gasto inútil que no puede permitirse. La vieja gata se restriega por sus piernas, curvando su cuerpo para pasar entre ellas, como queriendo decirle que está allí a su lado buscando una caricia. Le habla, a veces, es la única que parece escucharla desde que, hace ya años, la encontró sucia y abandonada en la calle... la vieja gata.


Si toma dos o tres vasitos más conseguirá quitarse esta congoja y esta pena, como cada día, y una niebla blanda y espesa la hará ver las cosas más suaves y tenues, sin esas aristas afiladas que se le clavan en el alma. Y en un momento, empezará a oír esa vocecita que le habla bajito, desde dentro, y que no puede dejar de escuchar aunque se tape los oídos o encienda la radio. Tendrá que pensar en comprar otra botella en el súper o acabarán notando que es ella quien la termina. No sabe cómo podrá pagarla con el poco dinero que le queda. Antes, hace unos años, iba a la pequeña tienda del tío Miguel y le fiaba hasta que ella podía pagarle, pero ahora, con esos grandes supermercados... imposible. Bueno, ya pensará en eso más tarde, ahora necesita otro trago.


- Sigue, sigue, dándole a la botella, como si eso solucionase tus problemas. Lo que tienes que hacer es marcharte, marcharte antes de que sea tarde. Déjalos, a ver si así se dan cuenta que estás aquí, preocupándote por ellos.

- ¿Tú crees que se darían cuenta?. Tal vez cuando no hubiese nada que comer en la nevera, que sería mañana, porque está medio vacía. ¡Ay! ¿dónde voy a ir yo?, dime ¿dónde?.

- Pues a cualquier parte, a empezar de nuevo, trabajando en cualquier cosa... yo que sé.

- Siempre igual de soñadora ¿te has mirado en el espejo? ¿eh? ¿te has mirado? Porque yo sí lo he hecho. Y soy vieja, gorda, fea. Mira ¿has visto la ropa que tengo en el armario? Y aun puedo dar gracias a que Doña Encarna, la del tercero, me regala alguna cosita de vez en cuando. Y el pelo... ¿sabes cuando fue la última vez que me vio la peluquera? Mira, parece un estropajo y las canas se han hecho dueñas de la cabeza.

- Eso no importa, lo importante es lo que uno lleva dentro. Y tu eres valiente, has sacado adelante a tus hijos, a pesar del marido que elegiste, hija mía, que hasta para eso eres tonta. Con Evaristo te tenías que haber casado. Míralo, vino del pueblo, montó su pequeña ferretería y ahora es dueño de unas cuantas más.

- ¡Ay! Evaristo... era tan bueno y tan tímido. Pero llegó Tomás, con ese porte y esa labia, escribiéndome aquellos poemas... claro que yo no sabía, entonces, que los copiaba de un libro. Y a padre también le gustó, recuérdalo, que tenía carácter decía.

- Sí, ya lo creo que tenía carácter... para soltarte alguna hostia de vez en cuando y follarte como un bestia cuando viene borracho del bar, acuérdate del otro día cuando, sin más ni más, te la metió por el culo, el muy cerdo. Anda que se paró porque gritases de dolor y sangrases sin parar. No, al muy cabrón le gustaba. Y luego media vuelta y a roncar como un marrano. Cuando te casaste con él más te hubiera valido meterte a puta, como la Concha, al menos cobrarías.

- Calla, anda, calla. Me han dolido más otras cosas. Dos hijos tuve que deshacer, dos, porque nunca tuvo cuidado por no dejarme preñada. Si por él hubiera sido tendría una docena. Y eso duele ¿sabes?. Me daba terror que me faltase el periodo y tener que ir a aquella vieja maloliente a remediarlo. A veces tengo pesadillas y oigo niños que lloran y gritan. Déjame, déjame que tome otro trago.

- Por eso tienes que marcharte antes de que sea demasiado tarde. ¿Por qué no vas a ver a Evaristo? Puedes hablar con él, a lo mejor te echa una mano, por los viejos tiempos, porque estuvo enamorado de ti.

- Eres como una cría, siempre soñando. Como aquella vez que la tía de Francia te regaló aquellas zapatillas de ballet ¿recuerdas? Te pasabas las horas dando vueltas y vueltas por la habitación imaginando que bailabas en un gran escenario, y luego saludabas a los espectadores que se ponían en pie para aplaudirte. Hasta que se te ocurrió decir aquella tontería de que querías ser bailarina de ballet. ¿Qué cojones dice esta idiota? – soltó padre con la cara congestionada – aprende a fregar y a cocinar. Eso es lo único que te hace falta saber.

- Y guardé las zapatillas en una caja para no sacarlas nunca más... no sé qué sería de ellas.

- Luego soñaste con ser maestra, y peluquera, y enfermera, y... ¿dónde quedaron esos sueños? En la misma caja que aquellas zapatillas, olvidados para siempre. No, no me metas tus cuentos en la cabeza. Déjame en paz, tengo suficiente con dos o tres tragos de coñac por las mañanas. Me adormecen y ya nada me duele ¿sabes lo único que de verdad me apetece?... morirme, morirme un rato...


Se levanta despacio de la silla, se ha quedado helada allí sentada. Y ahora tendrá que meter las manos en el agua congelada para lavar todos aquellos platos. Ya ha tenido su pequeña charla con la otra, esa que anda siempre incordiándola un poco y hasta, de vez en cuando, la hace reír con sus ocurrencias.


Que me largue, dice... y ¿a dónde iba a ir yo?. Ven aquí, gatita, anda, sube un poco aquí, a mi regazo. ¿Dónde iríamos tu y yo? Para recibir patadas de otros pies, más vale que sean de los que conocemos, así igual tenemos suerte y podemos esquivarlas. Tú por lo menos tienes tus tejados para asomarte a mirar la luna. Tengo miedo que un día te pierdas y no vuelvas más. O que decidas correr mundo. Pero no, estás vieja y cansada, como yo. Y como yo, perdiste la ilusión, las ganas de vivir y la esperanza.

sábado, 17 de julio de 2010

El jinete


Aparecía justo al final de una curva, una de tantas en aquella carretera estrecha y sinuosa. Era una casa sencilla con un pequeño patio delantero, rodeado de un muro bajo y rematado por una cancela que casi siempre permanecía abierta. El primer día que pasé por allí, iba sentada en el asiento del copiloto y llevaba bajado el cristal de la ventanilla del coche, pero apenas me fijé en él. Fue cuando casi le sobrepasamos que escuché su voz y alcancé a ver su mano levantada en señal de saludo.


Al día siguiente salí un rato a caminar y casi sin darme cuenta me acerqué hasta la casa. Allí estaba él, sonriente, esperando a tenerme delante para saludarme. Era un hombre bajito, muy bajito, de no ser por su rostro cualquiera diría que se trataba de un niño. Por su boca abierta asomaban unos dientes trocados, superpuestos unos encima de los otros. En la mano sostenía un cordel que sujetaba las riendas de un caballito de juguete con un carro enganchado. Sobre el carro, un sombrero de vaquero.


Ahí seguí viéndole día tras día, siempre agarrado a las riendas de su caballo, soñando quizá en montar sobre su lomo y galopar por las montañas verdes que formaban el único paisaje que conocía, adentrarse por los senderos en sombra bajo los eucaliptos gigantes que apenas dejaban ver el cielo. O quizá no le hacía falta soñar, y su felicidad consistía en tener cerca a su caballo y saludar a los que pasábamos por delante de su puerta, compadeciéndonos de él, aún cuando la alegría de su saludo no invitase a la compasión.


A lo mejor la felicidad consiste en aferrar con fuerza aquello que queremos, aunque sólo sea un viejo caballo de juguete tirando de un carro cargado con un sombrero vaquero.


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Bien, no hace falta que os diga que estoy de vuelta en casa, con la mirada impregnada de verdes, de aguas cristalinas, de senderos, de paisajes inmensos y montañas impresionantes, de mar embravecido golpeando las rocas. Con olor de sidra, de nieblas matinales, de orbayu, de chorizo de casa, de fabes, de boroña. Y tampoco hace falta que diga que eché de menos este pequeño rincón en el que habito y a los que se asoman cada día a mi ventana. Qué bien estoy en casa.

Os dejo una de las canciones favoritas de mi hijo adolescente, no es mi estilo pero tiene su "aquél"

sábado, 3 de julio de 2010

Parecía que no iban a llegar nunca...


... pero ya están aquí.



Antes de dejaros tranquilos por unos días, me gustaría compartir con vosotros una buena noticia, que para eso están los amigos. Y es que de momento (cruzo los dedos) aún mantengo mi magnífica cabellera, corta sí, pero ahí está aguantando como una jabata.

En mi última visita al dermatólogo parece ser que el tratamiento con cortisona ha dado resultado, y no sólo el cabello ha dejado de caer, si no que incluso han empezado a nacer otros nuevos. Es una jodienda volver a depilarse, pero no se puede tener todo. Tan bueno ha sido el resultado que me ha disminuido la dosis progresivamente, dentro de dos semanas ya no tendré que tomar ninguna pastilla. Y esa será la prueba de fuego.

No me engaño, se que este proceso es complicado y que cabe la posibilidad de que mi organismo vuelva a las andadas. Y también que una vez la Alopecia Areata Universal se manifiesta, puede volver a hacerlo en el momento en que se de una situación parecida a la que lo desencadenó. Pero de momento, parece que he ganado una batalla: Des:1 /Alopecia: 0. Y estoy dispuesta a ganar la guerra.

Dicho esto, os dejo tranquilos, pero no os equivoquéis, pienso volver... que lo sepáis.
Sed felices.

¡Asturiassssss! no te muevas de ahí que ya llego.

viernes, 2 de julio de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Final)


No se cuánto tiempo llevaba dormida, ni desde cuando estaba él allí mirándome, pero fue lo primero que vi cuando abrí los ojos. Estaba sentado en el suelo, frente a mi, con la espalda apoyada en un sillón. Una brisa fresca entra por la ventana del salón haciendo tintinear la cortina de abalorios que cuelga del techo. Durante unos interminables minutos no hacemos otra cosa más que mirarnos, sin pestañear apenas. Temo que si le pierdo de vista un instante, desaparecerá para siempre. Soy yo quien hace el primer movimiento. Sin apartar mis ojos de los suyos, me levanto del sofá para acercarme gateando hasta él y sentarme a horcajadas sobre sus piernas.



Intento adivinar que hay tras su mirada. Quisiera atravesar su retina hasta llegar al lugar donde esconde los pensamientos. Me parece ver asomar el miedo, un miedo irracional que compite con el deseo en una lucha feroz por hacerse con el control. Acaricio su pelo y muy despacio, acerco mis labios a los suyos. Intenta rechazarme, sin moverse, pero siento la rigidez en sus labios. Insisto. Acaricio su boca con la mía, besos ligeros, suaves, que son un roce apenas. Consigo controlar el deseo de violar su boca con mi lengua, de beber su saliva, de morder sus labios tibios hasta probar el sabor de su sangre caliente. Me contengo, asustada de pronto de mi misma. Su resistencia cede poco a poco. Sus manos, hasta ahora inmóviles empiezan a acariciar mi espalda, atrayéndome hacia él. Me besa. Y los dos damos rienda suelta al caudal de deseo acumulado. Nuestras bocas se buscan, se muerden, se succionan, las lenguas juguetean sin un instante de respiro.


– Quiero que toques para mi ese raro instrumento – le susurro al oído en un momento en que mi boca se libra de la suya. Me mira con gesto sorprendido. – Quiero que toques para mí, desnudo.


Y sin darle tiempo a reaccionar, empiezo a desabrocharle la camisa. Me demoro en su pecho sólo un momento, si le acaricio no podré contenerme. Nos levantamos los dos a un tiempo, y le quito el pantalón. No lleva ropa interior. Por el olor que desprende su piel debió darse una ducha al llegar a casa. No puedo evitar rozar con la punta de los dedos su pene casi erecto, rojo y brillante que parece querer llamar mi atención. Cojo esa calabaza con la que hace música y se la tiendo. Él se sienta en el suelo en la misma posición que el día que le espié por la ventana. Con la yema de los dedos empieza a desgranar una suave melodía.


Me aparto un poco de él y con los ojos cerrados empiezo a moverme al lento ritmo de la música. Imagino sus manos acariciándome y mis movimientos se vuelven más sensuales, me acaricio al tiempo que me voy desprendiendo de la ropa. Mis manos dibujan las curvas de mi cuerpo, se deslizan suavemente por las redondas lunas de mis pechos, deteniéndose un momento en los pezones que se yerguen altivos. Bajan las palmas por el centro hasta el ombligo y se abren en abanico para abarcar la amplitud de las caderas. Pasan por el pubis y los dedos juguetean con el pelo ensortijado que lo cubre.


Tomás ha dejado de tocar y me mira extasiado. Entre sus piernas, destaca su sexo, ahora sí, totalmente erecto. Deja a un lado la pequeña calabaza y se arrastra por el suelo hasta alcanzar mis pies. Sus manos reptan como serpientes por mis piernas, seguidas de su boca y de su lengua. Cuando sus dedos rozan mi sexo, abro las piernas adoptando una posición desafiante, en la que apenas aguanto unos minutos. Su lengua culebreando entre mis muslos, entrando y saliendo entre los labios, me hace temblar y desfallezco. Al darse cuenta, Tomás me sujeta mientras voy bajando al suelo hasta tumbarme. Hunde la cabeza entre mis piernas y me viene a la cabeza el pensamiento de que aquella vieja se salió con la suya y moriré en el preciso instante en que me corra.


Mientras mis piernas se abren en un ángulo casi imposible deseando que su boca acceda a los rincones más recónditos de mi sexo, lo que empezó como una suave brisa amenaza convertirse en viento huracanado que ha comenzado a soplar con fuerza.


Con una pirueta digna del mejor contorsionista me deshago de Tomás, le insto a que se tumbe de espaldas en el suelo y le monto, dejando que su sexo penetre totalmente en mi interior. Y el viento sigue silbando entre los árboles.


– Dime que me amas – he alzado la voz casi sin darme cuenta.



El miedo aflora a su ojos nuevamente. Cabalgo sobre él con ímpetu, me retuerzo para que sienta la carne caliente que envuelve su sexo.


– Dilo, dime que me amas. Confía en mi. Vamos, dime que me amas, fóllame y dime que me amas.

– Te amo – y su voz es un susurro ronco.

– Más fuerte, dilo más fuerte. Grita. Dime que me amas mientras te corres dentro de mi. ¡Grita! ¡Grita!

– Te amo, te amo, te amo…


Su voz va subiendo de tono, y el viento le acompaña. Silba sin parar, mientras nuestros cuerpo se mueven al unísono, intentando fundirse en uno solo.


Estamos a punto, en tan sólo unos segundos nos embargará el placer y caeremos exhaustos uno en brazos del otro, y como si nos hubiésemos puestos de acuerdo los dos gritamos a un tiempo.


– Te amo, te amo, te amo…


Es en ese momento cuando todas las ventanas de la casa se abren de par y en par y un remolino de tierra y hojas nos envuelve. Siento como un chorro de semen caliente se precipita en mi interior mezclándose con los juego que segrega mi sexo. El rugido del viento se asemeja al grito desgarrado de un amante celoso y despechado en el que nadie repara. Y vuelve a salir por las ventanas llevándose tras él lo que encuentra a su paso.


El aullido salvaje de Rufus precede al silencio.


Tomás y yo yacemos abrazados en el suelo.