Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 29 de junio de 2009

Etapa 6: Hospital de la Cruz-Melide


(Imagen: Sendero)

Domingo, 14 de junio de 2009

Hoy emprendemos antes el camino, queremos llegar a Melide así que la etapa es algo más larga. Aún está un poco oscuro por lo que nos colgamos las linternas del cuello más que nada por prevención en algún tramo en que vamos por carretera. Y además no hay desayuno, el estreñido del único restaurante cercano al albergue no abre hasta las ocho y media de la mañana, cosa poco habitual por aquí pues los dueños de los bares saben que los peregrinos solemos desayunar temprano, antes de emprender la marcha.

Pronto nos disgregamos: Eva y Tere que suelen llevar un ritmo más rápido van delante, detrás Nuria, Mariví y yo, y luego viene Alberto. De vez en cuando Nuria, que es la monda, grita:

- Marichalar ¿cómo va eso? Ánimo que ya queda poco – es como un grito de apoyo pues sabemos que la rodilla le molesta bastante, sobre todo en las bajadas.

Paramos a desayunar en Eirexe-Ligonde. Como siempre, las primeras que llegan van esperando al resto. El paisaje, aunque nos vamos acercando a Santiago, sigue siendo impresionante: bosques de eucaliptos, castaños, senderos que parecen sacados de un cuento de duendes y brujas, pequeñas y encantadoras aldeas, riachuelos. Casi toda la etapa es una sucesión de cuestas arriba y abajo no demasiado pronunciadas.

Descansamos unas cuantas veces y aprovechamos para descalzarnos y mimar un poco los pies, Mariví lleva alguna que otra ampolla. Tere que desde el principio del camino se quejaba de la espalda, descubre que llevaba la mochila mal acoplada, gracias a que Eva y Nuria se la colocan en su sitio ya no siente molestias. Acuñamos la frase: “es lo que hay”, que es lo que siempre le dice Tere a Mariví cuando se queja por las cuestas. Da gusto oírselo decir, ayudándose de unos ademanes muy característicos: “Mariví, esto es el Camino, y es lo que hay… es… lo que hay”.

En Palas del Rei nos hacemos unas cuantas fotos y visitamos su Iglesia hasta la siguiente parada que es en Coto, en los dos alemanes, donde ocupamos una mesa en la calle, delante del bar. Allí se despide Enriqueta que quiere adelantar Camino. Se empeña en invitarnos a una ronda y nos intercambiamos las direcciones de correo electrónico. Nos da pena tener que decirle adiós, nos abrazamos y la vemos marchar a buen paso mientras nos dice adiós con la mano y nos deseamos mutuamente “Buen camino”.

Llegamos a Melide sobre las dos de la tarde, Toni y Pepe ya hace un buen rato que llegaron, tanto que les ha dado tiempo a comer su primera ración de pulpo, acompañándose de un buen vinito. En el albergue nos recibe María José, otra hospitalera simpática y amable. La convencemos para que abra una habitación en el piso más alto para nosotros y así poder estar juntos, el único inconveniente es que tenemos que bajar a los servicios de cualquiera de los otros pisos. Le prometemos que si no llena las otras habitaciones nos cambiaremos de sitio y además cogemos bolsas para ir recogiendo la basura que algunos irrespetuosos van tirando por el camino.

Al poco rato llega a nuestra habitación una mujer chiquitina, parece un pequeño duende, poco educado eso sí, porque entra y no nos dirige la palabra. Creo yo que un “hola” “buenos días” “buenas tardes” “buen camino” en cualquier idioma no hace daño a nadie. Llegué a pensar si sería muda porque no la oí hablar en ningún momento.

Nos toca la parte de la ventana y cada uno elige litera. Después de darnos una ducha, salimos a dar una vuelta por Melide y a tomar algo. Aprovechamos para llenar el botiquín en una farmacia cercana, el ibuprofeno va que vuela y Alberto compra una buena crema para después del sol, lleva las pantorillas rojas como gambas, parece el pupas.

Melide está en fiestas, y ante la iglesia del convento de Santi Spiritus han hecho una especie de alfombra de flores, hay gaiteros esperando para acompañar la procesión. Esperamos un rato para escucharlos pero se está haciendo tarde para cenar, así que nos vamos hacia el restaurante. Mariví dice que se queda, que vayamos pidiendo por ella.

Cenamos juntos: Toni, Pepe, la pareja de novios (no recuerdo su nombre), Tere, Mariví, Nuria, Eva, Alberto y yo. Pedimos, como no, pulpo con cachelos, pimientos del padrón y vino del país, que entra casi sin que te enteres. A última hora se nos une una pareja de argentinos que conocen Toni y Pepe, y con ellos se quedan cuando nosotros nos vamos al albergue.

Antes de ir a dormir, tomamos unos chupitos de orujo en un bar que hay en la misma calle. En la habitación a Tere y Alberto les entra la risa floja. Me preocupa molestar a la mujer-duende, que está metida en el saco y tapada hasta la cabeza, pero a aquellos dos no hay quien los pare. Por fin, Mariví se pone seria y les hace callar.

Entonces a Nuria le vibra el teléfono:

- Nuria, soy Pepe.

- ¿Qué pasa?

- Que no puedo con Toni.

- ¿Dónde estáis?

- En la cocina, estamos entrando por la ventana.

Imposible imaginar cómo pueden entrar por una ventana dos hombretones de alrededor de 100 kilos de peso y grandes como armarios… son como niños.

Antes de quedarme dormida pienso que mañana hace ya una semana que salí de mi casa y el tiempo se me pasó casi sin darme cuenta. Siento que tengo ganas de llegar y al mismo tiempo una enorme tristeza porque esto se acaba. Una frase me viene a la cabeza: “es lo que hay… es… lo que hay”.

domingo, 28 de junio de 2009

Etapa 5: Mirallos-Hospital de la Cruz


(Imagen: Enriqueta y yo entre la niebla)

Sábado, 13 de junio de 2009

Nos levantamos contentos esta mañana y la señora Julia nos agasaja con un estupendo desayuno: tostadas gigantes y mermelada de manzana que elabora su hija Natalia. Mientras Toni, Nuria, Eva, Enriqueta y yo, damos buena cuenta de las viandas, llegan del albergue, Juan, que pasa a desearnos “buen camino” y Tere y Mariví, que han olido el desayuno. Son dos amigas también madrileñas, y aunque aún no lo se, acabaré divirtiéndome mucho con ellas. Tere es extrovertida, toda nervios, a veces se conecta los auriculares y la ves bailar por los caminos, Mariví es más tranquila, con un puntito de humor que te alegra la vida.

Nos despedimos de la señora Julia y emprendemos la marcha poco a poco. Enriqueta y yo salimos juntas y pronto cogemos el ritmo de los pasos.

- Yo piensa que tu es alemana, chapurrea.

- A ver, Enriqueta, escucha. Yo, Enriqueta, tu Justi ¿ok? – me pongo en su lugar para que no se arme un lío con los pronombres.

- Yo pensaba que tu eras alemana.

- ¿Pensaba?

- Sí, “yo pienso que tu eres alemana”… ahora, now – nos ayudamos de alguna palabra en inglés. “yo pensaba que tu eras alemana”… antes, before, past..

- ¡Ah! Yes, yes.

Y repite la frase con un chasquido que yo traduje por “perfecto, estupendo”. Así, sin darnos cuenta, caminamos mientras aprende palabras en español. Enriqueta es una chica dulce, con voz melodiosa (no en vano canta en dos coros) y una preciosa sonrisa. Todo lo observa con ojos de niña que empieza a descubrir el mundo y tiene una curiosidad abrumadora por lo que le rodea. Admiro su tesón, tuvo que hacer dos etapas en autobús por una lesión en el pie, me cuenta con una mezcla de gestos y palabras, y aquí está, caminando a mi lado. Me señala lo que vamos viendo y yo le digo su nombre en español: “pájaro” “árbol” “bosque”.

- ¿Yo enseño español? Pregunta

- No. Yo aprendo español – y la señalo. Tú me enseñas español – me golpeo el pecho como Jane con Tarzán.

- Siiiiiii, yo aprendo, tu me enseñas… chasquea la lengua.

En Mercadoiro vemos un albergue que le gusta a Enriqueta, tiene ganas de tomar un té, yo pido un café y nos sentamos. Al rato llega un chico cojeando, se acerca a la mesa, saluda a Enriqueta y se sienta con nosotros, se llama Alberto y anda bastante fastidiado con la rodilla. Volvemos a emprender la marcha, pero no tardamos mucho en parar en una pequeña tienda que descubrimos en mitad del camino. Es de esas medio hippies, medio artesanas, afuera hay pañuelos colgados, bolsos de tela, colgantes, pulseras. No podemos resistir la tentación y nos colamos dentro, como niñas pequeñas lo miramos y tocamos todo. Compramos un pañuelo cada una, el mío en verde y el de ella en tonos azules. Enriqueta promete acordarse de mí cada vez que se lo ponga, y yo hago lo mismo. Charlamos un ratito con el chico de la tienda y seguimos el camino. Casi sin darnos cuenta avistamos Portomarín.

Nada más atravesar el río Miño nos topamos con una caravana famosa en el camino, es de una alemana que ofrece café a los peregrinos mientras espera a su marido que hace el camino en bicicleta. Rechazamos amablemente su ofrecimiento y Enriqueta les hace unas fotos. Desde lo alto de la escalinata avistamos a una chica alemana y mientras Enriqueta se queda esperándola, yo sigo caminando hasta un parque cercano, allí me siento un rato y aprovecho para llamar a casa. Como es sábado les pillo a todos aún dormidos, les tomo un poco el pelo y arremeto la cuesta que me lleva hasta la plaza de la Iglesia de Portomarín.

Allí vuelvo a encontrarme con Enriqueta y su joven amiga alemana, también saludo a Tere y Mariví, que pensaban quedarse allí pero han decidido continuar, y a Nuria y Eva. Me siento con las alemanas a comer algo, y voy luego a hacer algunas compras: por fin me hago con otra toalla, ésta pesa un poco más, pero ¿qué le voy a hacer? Lo tengo merecido por mi mala cabeza.

Al salir de Portomarín me despisto con una flecha y sigo por la carretera. Hace calor y hay unas buenas cuestas, a pleno sol. Empiezo a figurarme que he metido la pata cuando veo una de las señales que indican el camino al peregrino, es uno de esos cruces en que el sendero se junta en algún momento por la carretera. Rectifico y continúo mi camino. Un poco antes de llegar a Hospital de La Cruz me encuentro con Tere, Mariví y Alberto que están sentados tranquilamente a la puerta de un bar. Ellas han pedido algo para comer y Alberto una cerveza fresquita, pido un Aquarius y me siento con ellos. Piensan quedarse en Hospital y decido hacer lo mismo.

El albergue de Ventas de Narón es un edificio moderno y muy bien equipado. Nos recibe la hospitalera que es un mujer atenta y amable. Nos entrega funda para el colchón y la almohada. Ya están por allí Nuria, Eva, Toni y también Pepe, y una pareja de novios, los tres de Valencia. Más tarde llegarán Enriqueta y su amiga. Nos duchamos y hacemos la colada. Después nos acercamos al restaurante que hay por allí cerca y nos sentamos a tomar una cerveza.

Tere y Mariví aún no tienen hambre, pero a Alberto y a mí empiezan a rugirnos las tripas, así que vamos a comer un poco. Alberto es un chico de Valladolid, con un sentido del humor extraordinario. Por algún motivo, al principio confundimos su nombre con el de Álvaro, y después empezamos a llamarle Marichalar, en plan cariñoso, más que nada por el movimiento que hace al andar debido a su rodilla. También a mí, Tere y Mariví me llaman Marisol, porque según dicen tienen una amiga a la que me parezco. Al fin y al cabo, el nombre es casi lo de menos.

El dueño del restaurante es un tipo antipático al que también ponemos nombre: el estreñido, que además se toma la libertad de tratar a la camarera, una chica boliviana, de forma despectiva. Después de comer volvemos al albergue a descansar un rato, pero no tardamos en acudir de nuevo al restaurante, sentarnos en la terraza a refrescarnos y jugar al chinchón.

Cenamos todos juntos: Toni, Eva, Nuria, Tere, Mariví, Alberto y yo. Y tardan horas en servirnos cada plato. El estreñido no pega palo al agua y la pobre camarera va de cabeza. Cuando estamos casi terminando llegan dos jovencitas francesas y se abre un debate sobre si lo que fuman es un porro o tabaco liado. Son un poco hippies, altas y muy delgadas, allí se quedan cuando volvemos al albergue para acostarnos. A la hora de cerrar, la hospitalera, nos encarga decirles a las francesas que cierren cuando lleguen, se les ha hecho un poco tarde cenando.

Pepe y Toni descubrieron que son almas gemelas, ambos paracaidistas, y se han echado al coleto varias cervezas y algún que otro orujo. Van contentos y arman un poco de revuelo en el albergue, yo que estoy abajo en los lavabos oigo risas en la habitación. Cuando subo están en el pasillo riendo como locos.

Cuando por fin se calman y ya estamos acostándonos, llegan las francesitas. Van a darse una ducha y cuando suben llevan sólo una toalla alrededor del cuerpo. Algunos no les quitan ojo por si hay suerte y alguna toalla se desprende. Intentamos dormir pero hoy hay alguien que empieza a roncar. Pregunto a Alberto, acostado a mi lado, si es el que tenemos arriba, me dice que no que es el hombre que tiene a su derecha. De vez en cuando le hace ese sonido de arrear un caballo a ver si consigue que deje de roncar, pero nada. Es entonces cuando se oye: “Pepe, date la vuelta”. Es el otro chico de Valencia y Pepe, el roncador. Obediente, se da la vuelta en la litera y se hace el silencio. Ahora puedo dormir.

viernes, 26 de junio de 2009

Etapa 4: Samos-Mirallos


(Imagen: Convento de la Magdalena)

Viernes, 12 de junio de 2009

Mientras acabo de colocar mis pertenencias en la mochila, anoto mentalmente la necesidad de comprar una toalla, ayer cuando iba a ducharme me di cuenta, la olvidé en La Laguna. Maldigo mi despiste, era una de esas de fibra, que ni pesan ni ocupan nada de espacio. Tuve que apañarme para secarme con un pareo que, afortunadamente, metí a última hora.

Antes de salir converso un rato con Juan y la suiza, piensan llegar a Ferreiros, así que posiblemente allí nos vemos. También me despido del hospitalero y le doy las gracias por su acogida, me dice que esta mañana tengo mejor aspecto, y me hace reír.

Desayuno tranquilamente en el bar de enfrente, creo que allí hay también un albergue privado. Me atiende una chica muy simpática y me tomo mi tiempo para disfrutar de la tostada y el café. Como todas las mañanas el día amanece con niebla y lo agradezco, son las mejores horas para caminar, hasta las 11, más o menos, en que el sol empezará a despuntar hasta brillar en todo su esplendor.

Hago unas cuantas fotos del Monasterio, que se alza entre la niebla, y a la salida de Samos me entretengo otro rato con un grupo de peregrinos en piedra muy logrados. Camino a buen ritmo, aunque siento molestias en la rodilla derecha, me puse un poco de pomada que llevaba en el botiquín, pero en cuanto llegue a Sarria buscaré una farmacia y compraré una rodillera.

Aún vuelvo a parar en una taberna de Aguiada, como algo, tomo otro café y sello. Y de ahí, de un tirón hasta Sarria. Me encuentro con las parejas de novios que en La Faba buscaron un taxi para las chicas. Serán sobre las 11 y media y dicen que se quedan allí, en el albergue. Nos deseamos mutuamente “buen camino” y sigo. Encuentro una farmacia y le explico a la chica que me atiende lo que me pasa en la rodilla. Me aconseja una pomada anti-inflamatoria y que para caminar me ponga una rodillera. Cuando salgo me siento en una escalinata y paso un buen rato masajeando la rodilla. Luego me coloco la rodillera y… listo, mano de santo, me siento como nueva.

Saliendo de Sarria paro un momento en un bonito mirador, allá en lo alto, corre una brisa fresca y hago un poco de tiempo fumando un cigarrito. Veo pasar a la chinita que levanta la mano en señal de saludo y luego a dos chicas que me pareció ver en Samos y con las que he ido coincidiendo en algunos bares en los que fui repostando estos días. Echo a andar tras ellas. Me llama la atención, antes de emprender el camino que me saca definitivamente del pueblo, un gran edificio a mi derecha. Dudo entre acercarme a verlo o seguir el camino. Finalmente puede más mi curiosidad y me acerco a admirar su fachada.

En eso estaba cuando se abre la puerta y aparece un hombrecito delgado y muy pequeño “¿Quieres ver la Iglesia?” me pregunta “¿Puedo?” Contesto un poco sorprendida, pues pensaba que no estaría abierta. “Sí, hasta la una”. Antes de entrar miro el reloj de mi teléfono, pasan unos minutos de las doce y media, y me fijo en el nombre, es el convento de la Magdalena. Cuando abro la puerta me quedo boquiabierta: ante mí un precioso claustro, o así creo que se llama, cuadrangular, en el centro una fuente y un bonito jardín, rodeado de precioso arcos. El suelo es un magnífico empedrado formando dibujos circulares que hace que abra la boca aún más si cabe. Camino muy despacio dejando a mi izquierda puertas con carteles en los que se prohíbe la entrada, hasta que llego a una puerta entreabierta, es la Iglesia.

Se me escapa en voz alta: “Díos mío, es preciosa”, y no tengo ojos suficientes para mirarlo todo. Está en penumbra y se siente tal frescura dentro que noto como se me eriza la piel. El techo está trabajado en madera. En la parte de atrás, arriba, un bonito órgano se alza majestuoso. Creo que allí dentro deben estar todos los santos, por la cantidad de imágenes que hay por todas partes, me acerco a mirarlos, uno a uno. Y frente al altar, de pie, con la mochila a cuestas, empiezo a llorar como una Magdalena, nunca mejor dicho. No entiendo por qué las lágrimas empezaron de pronto a brotar de esta manera, no lo entiendo. Y empiezo una especie de discusión conmigo misma: pero ¡qué tonta eres! Y ahora ¿por qué lloras? Ante la falta de alguna respuesta congruente, opto por sentarme en un banco y dejar que el llanto pare por sí sólo. Cuando consigo calmarme un poco, me paro un momento ante una pequeña imagen de Santiago y le beso.

Cuando voy a enfilar el camino nuevamente aún secándome las lágrimas, aparece otro peregrino, un hombretón grande que me mira extrañado “¿va bien el Camino?” me pregunta. Sí, va muy bien, contesto, y como buscando una excusa le cuento que acabo de visitar una preciosa Iglesia. Me dice que si es tan bonita quiere verla y se dirige hacia allí.

Llevo unos quince minutos caminando cuando vuelve a alcanzarme, no ha podido verla, me comenta, ya estaba cerrada. Es una pena, si vuelves algún día, no te la pierdas. Seguimos charlando y caminando, se llama Toni y … ¡qué casualidad! es de Valencia, así que la conversación se centra en lugares que ambos conocemos. En el área de descanso de Vilei paramos un momento. No está mal el lugar pero todo son máquinas expendedoras y ninguno de los dos llevamos suelto ni billetes pequeños que podamos cambiar. Toni se queda picando algo de lo que lleva en la mochila, pero yo prefiero seguir a ver si encuentro algún bar, necesito ir al servicio, ese es un handicap que tenemos las mujeres. Nos veremos en Ferreiros.

Voy haciendo fotos, la iglesia de Barbadelo y alguna de pequeñas aldeas cuyo nombre no recuerdo. Me encuentro con un bonito hostal, rodeado de un gran césped, con un hórreo y grandes bancos de piedra. Anuncian comida y cama, pero no veo bar por ninguna parte, aún así me acerco a preguntar si puedo tomar algo fresco y utilizar los lavabos. Una amable jovencita me sirve un aquarius y me dice que puedo tomarlo donde quiera. Elijo el banco de piedra, a la sombra, y aprovecho para descalzarme un rato y posar mis pies sobre la fresca hierba. Después de ir al servicio y agradecer a la chica su simpatía emprendo la última parte del camino hasta el albergue.

Alcanzo a un peregrino venezolano que vive en Francia y caminamos juntos. No se por qué pensaba que iba acompañado de una señora inglesa, algo mayor, con la que lo había visto algunas veces. Me extraña su calzado, son zapatos, y me cuenta que es el segundo par, empezó en Francia y hace tiempo ya que tiró los primeros. Es viernes y quiere llegar el sábado en la noche a Santiago, va a tener que correr, me pregunta si el restaurante que da de comer gratis a los 20 primeros peregrinos que llegan a Santiago estará el domingo abierto. Ni puñetera idea, es la primera vez que oigo algo así. No debe andar sobrado de dinero porque dice que cuando llegue se echará a dormir en la misma puerta para ser el primero. Dicen que “pa gustos se hicieron los colores”.

Llegamos juntos al kilómetro 100, y al poco rato se empeña el chaval en que ya debimos pasar Ferreiros, lleva un mapa, pero por lo visto no lo entiende. Para salir de dudas pregunto a un viejito que encontramos en una aldea. “Un kilómetro y medio” nos dice, y le pregunto ¿de los de verdad o los gallegos? El hombre nos muestra una sonrisa desdentada.

Ahí está Ferreiros. En la puerta del albergue la hospitalera nos dice que está lleno, las últimas literas las cogieron dos chicas de Madrid… maldita sea. Andan por allí Juan y la suiza que han tenido más suerte. Nos dice la mujer que un poco más abajo hay un restaurante que deja dormir en el suelo. Como si tengo que dormir en medio la pradera, pienso, no doy un paso más. El venezolano le pide si le deja ducharse y seguir luego caminando, yo tomo la dirección del restaurante. Deben ser ya casi las 5 de la tarde.

“O Mirallos” se llama, y al acercarme a la puerta una negrita sonriente sale a mi encuentro. Le pregunto si dejan dormir en el suelo, “en colchones, mi niña” me responde. Estoy a punto de soltar un grito como el de Homer Simpson. Pasamos para adentro y cuando abro la puerta de una soleada nave en la parte de atrás del restaurante, me encuentro con Toni y las dos chicas que en Sarria caminaban delante de mí. La nave tiene lavabos y duchas, y un montón de ventanas por la que entra la luz a raudales. Toni me presenta a sus dos compañeras, con las que ya ha coincidido en alguna ocasión, son Nuria y Eva, dos amigas madrileñas. Por su edad podrían ser mis hijas, pero pronto me siento identificada con ellas.

Natalia, la joven dueña del restaurante, coloca los colchones en el suelo y nos da una funda limpia a cada uno. Nuria pregunta a la negrita (no recuerdo su nombre) dónde hacer la colada y ésta le señala una pila que hay fuera, y un tendedero al sol. “Cuidado con el kiko” le dice. No acaba de salir Nuria a lavar su ropa cuando la vemos correr gritando como loca, mientras un gallo pequeño de preciosos colores la persigue revoloteando intentado picarla. Nos partimos de risa. El maldito gallo no nos dejó tranquilas, sólo Toni podía pasear tranquilamente sin que el bicho le mirase siquiera.

Duchaditos y frescos, nos sentamos en la calle, ante el bar, dispuestos a saborear una cerveza. Al momento aparece una chica alemana, blanca como la leche, que al vernos nos pregunta con gestos si se puede dormir. Sí, le gritamos todos a un tiempo y palmotea feliz como una niña. Toni nos cuenta que la conoce pues los dos empezaron el Camino juntos en La Virgen del Camino, en León. Le llamamos Enriqueta, que al parecer es la traducción de su nombre al español.

Hacemos tiempo hasta la hora de la cena, y del albergue se acercan: Juan, y las otras dos madrileñas: Tere y Mariví. Llega la señora Julia, madre de Natalia, que se dedica a perseguir a Kiko que se ha escapado y corretea por la pradera. La mujer consigue atraparlo y mantiene al gallo cogido por las patas, en su regazo, como un niño pequeño. Bromea con soltarlo y saltamos de la silla entre risas, sobre todo Nuria que ya tuvo con el bicho sus más y sus menos.

Cenamos juntos Toni, Nuria, Eva y yo. Toni es un hombre de aspecto fuerte y grande, ya tiene nietos, fue paracaidista, al parecer sufrió un infarto hace algún tiempo, y es por eso que las cuestas las toma con calma, pero en llano y cuesta abajo no hay quien le pille. Me sorprenden las chicas tan distintas y cómo se complementan. Nuria es muy vital, y parece que le gustan los deportes de riesgo: voló en parapente, se tiró en paracaídas y practica el buceo. Eva por su parte parece más tranquila, habla unos cuantos idiomas, entre ellos el japonés. Tienen algo especial que me gusta.

A última hora, llegan dos hombres extranjeros que se mantienen un poco al margen de nosotros. Agotados nos vamos a la cama, felices y contentos, no sin antes prometerle a la señora Julia tocarle a la puerta si por la mañana nos levantamos antes que ella.

Etapa 3: La Laguna-Samos


(Imagen: Monasterio de Samos)

Jueves, 11 de junio de 2009

Aún no son las siete cuando bajamos al bar, y ya está Divina trasteando. Nos prepara un exquisito desayuno: zumo de naranja, tostadas y café, y menuda cantidad de tostadas, creo que con eso voy bien servida hasta la hora de la cena. Les deseo buen camino a los ciclistas franceses, y agradezco la buena compañía al que me cayó del cielo, me quedo haciendo unos estiramientos antes de encarar las últimas cuestas hasta O Cebreiro.

A estas horas estoy descansada y no me cuesta mucho llegar arriba. Visito la Iglesia y me siento un poco a admirar el paisaje que se abre ante mis ojos. Se está tan bien allí con el frescor de la mañana que da pereza continuar caminando. Me tomo un café mientras remoloneo un poco y aprovecho para llamar a casa. Les doy un poco de envidia explicándoles dónde me encuentro y confirmo que ya todo está en orden: sin novedad en el frente.

Y otra vez dos altos maldigo entre dientes. Al de San Roque llego más o menos descansada y vuelvo a hacer una paradita en Hospital de la Condesa. Estoy decidida a parar las veces que haga falta, la etapa de hoy es larga y hay que tomarla con tranquilidad. El Alto del Poio es algo más duro, sobre todo porque el sol ha decidido hacernos compañía y empieza a calentar con ganas. Me encuentro con algunos peregrinos sudando y agotados, unos y otros vamos parando para tomar aliento después de cada cuesta. Puedo distinguir por fin la cumbre, creí que no llegaba.

Me siento en la terraza del bar que hay nada más llegar arriba, al lado de la carretera, y pido un bocadillo de jamón. A mi alrededor la gente bromea y ríe con satisfacción, sus rostros reflejan euforia después del esfuerzo. Un grupo de jóvenes ciclistas gaditanos acaban de tomar asiento muy cerca de mí, la subida por carretera no es una tontería y ellos comentan entre risas y quejas su dureza. Aún no han acabado de pedir sus bocatas cuando aparece una pareja de alemanes algo mayores, ella después confiesa haber cumplido los 72 años y el hombre 74. Saludan alegremente a los de Cádiz y ellos se hacen cruces. “Que no pue ser, me tienen desmoralizao” comenta uno con su gracejo andaluz, “que tienen que llevar un motor o algo”, dice otro. Todos estamos pendientes de ellos, los alemanes no dejan de sonreír y los jovencitos erre que erre: “Tos los días igual con la pareja, les pasamos como una máquina, y en cuanto paramos a descansar… zas, ya nos dieron alcance… mardita sea” Las sonrisas se convierten en puras carcajadas. Los chicos, aunque lo dicen bromeando, creo yo que en realidad se sienten un poquito tocados en su amor propio. Y yo me alegro por la pareja alemana, más que nada porque por edad estoy más cerca de ellos que de los otros, y admiro su tesón.

Mimos a mis pies y emprendo el camino hacia Triacastela. Aflojo un poco el paso para que me pasen otra vez la pareja del carro y su cuñado que como siempre van escandalizando, ahora están poniendo verde a una francesa que según ellos hace el camino mitad andando y mitad en coche, luego resultaría que estaban totalmente equivocados ¿por qué no mantendrán la boca cerrada?

La bajada a Triacastela se me hace algo pesada, el sendero está muy despejado y me da el sol de pleno, por su lado las rodillas se resienten, sobre todo la derecha en la que ya empiezo a sentir alguna molestia. Por fin, allá a lo lejos, distingo el pueblo. Cuando entro, tengo la sensación de que es un lugar turístico cualquiera de la costa, pero sin playa, la calle principal está plagada de terrazas llenas de gente. Sigo sin parar hasta la Iglesia. Allí, justo enfrente, en la sombra hay un banco de piedra. Dejo la mochila y entro en la Iglesia, fresca y en penumbra. A su alrededor, el cementerio está precioso, es la festividad del Corpus y las tumbas están llenas de flores. Me gustan estos cementerios, con su pequeña iglesia en el centro. Yo, que soy partidaria acérrima de la incineración me sorprendo pensando qué tranquilos deben estar aquí los muertos.

Me siento en el banco y me descalzo. Mientras como unas nueces y unas pasas, llamo a mi madre. Desde que me marché no hablé con ella y estaba preocupada porque venía sola. De haberlo sabido antes es capaz de colgarse la mochila a la espalda y venir acompañándome. Se alegra mucho al oírme y me paso más de media hora contándole donde estoy y lo que he hecho. Son las cuatro, podía quedarme hoy aquí, pero no, quiero pasar la noche en Samos, en el Monasterio. Recojo las cosas y me pongo en camino.

No pasa mucho tiempo y me doy cuenta que el dolor en la rodilla derecha se acentúa y empiezo a cojear. El sol calienta de lo lindo y sólo da un respiro cuando entro en algún sendero que lleva a los pueblos que hay en el camino. Hago otra parada en un bar para tomar un Aquarius, y Samos que no llega, se me está haciendo eterno. Llega un momento en que me canso de subir y bajar para pasar por pequeñas aldeas en que sólo me encuentro con algún perro dormitando en mitad del camino, y decido seguir por la carretera. No me doy cuenta de que el sol me da de lleno en la espalda y acabo con las pantorrillas tostadas como muslos de pollo.

Cuando por fin avisto Samos, estoy hecha polvo, quemada y cojeando debo dar lástima a los camioneros que pasan a mi lado a toda velocidad. El Monasterio, se alza imponente ante mis ojos. Me planto en la puerta y el hospitalero se levanta de la silla en que estaba sentado. No puedo más, le digo, y el hombre sonriendo me quita la mochila de la espalda. Tranquila, ya puedes descansar, me dice con voz amable. Y ese gesto, esa sencilla frase hacen que me olvide de un plumazo de todo el cansancio que arrastro. Son las 8 y media de la tarde.

Llevo mi mochila hasta la última litera, junto a una puerta. Debajo de mí está una chinita con la que coincidí en Villafranca, que me recibe con una sonrisa. Me doy una ducha y salgo a dar una vuelta. Saco dinero en un cajero para reponer existencias y ceno algo en un bar cercano. Luego me siento un rato en un banco, al lado del río, admirando el majestuoso Monasterio, mientras me fumo el último cigarrito de hoy.

Cuando estoy ya acostada en la litera, distingo las voces de Juan y la chica suiza de Villafranca. Mañana les saludaré, pienso antes de dormirme. Hoy no hay ronquidos ni ruidos que perturben mi sueño, estoy rendida. Y feliz.

jueves, 25 de junio de 2009

Etapa 2: Villafranca del Bierzo-La Laguna


(Imagen: Sendero hacia La Laguna)


Miércoles, 10 de junio de 2009

El día amanece lluvioso. Desayuno en el comedor del albergue, un plátano y un yogur, saco un café de la máquina y salgo fuera, al porche, a tomarlo mientras me fumo un cigarro. Se está bien allí, viendo empezar el día, entre la niebla se distingue apenas la silueta de la Iglesia de Santiago, allá delante. Me apetece quedarme un buen rato, y al mismo tiempo siento la necesidad de empezar a andar cuanto antes, es una mezcla extraña de sentimientos. Charlo un poco con Juan y la de Vallecas, han hecho un pacto para dejar de fumar cuando lleguen a Santiago, no se yo si serán capaces de cumplirlo, yo ni me lo planteo, que no es bueno ya lo sé, pero ¿y lo que disfruto en este momento echando humo?. Hoy van hasta O Cebreiro, yo aún no lo tengo claro. Ayer por la noche comentaban que igual está difícil encontrar plaza en el único albergue que hay allí, al parecer es también punto de partida para algunos peregrinos que llegan en autobús, y la otra opción es seguir o coger una habitación en alguno de los hostales de la zona. Dicen que en La Laguna, dos kilómetros antes de O Cebreiro hay un albergue privado muy recomendable. Ya decidiré sobre la marcha.

La primera parte de esta etapa transcurre al lado de la carretera, por una especie de vía amarilla separada de aquella por un pequeño muro para seguridad del peregrino. Aún así no se hace aburrida pues me acompaña en todo momento el murmullo del río que discurre a mi izquierda. El paisaje también es agradable. Llueve. A veces a lo lejos distingo algún peregrino que, con el chubasquero, se asemeja a un pequeño caracol con la casa a cuestas. En ocasiones toca cruzar la carretera nacional para adentrarte en alguna de las aldeas que salpican el camino. Hago una parada en Trabadelo para visitar su iglesia y ponerme las polainas, pues me he puesto pantalones largos y se han empezado a mojar las perneras. Entro en el albergue a sellar y decido comer algo. En el pequeño comedor han encendido la chimenea y el ambiente es agradable. Pido un Aquarius, medio bocadillo de jamón y un café caliente.

Salgo de allí con fuerzas renovadas. Sigue lloviendo, pero no me molesta demasiado, se camina bien bajo la fina lluvia. Aún haré otra pequeña parada en Ruitelán antes de emprender la subida a La Faba. Me encuentro con un matrimonio que hablan siempre muy fuerte, el hombre arrastra un carro con las mochilas, pues al parecer ella tiene alguna lesión en la espalda, les acompaña su hermano y cuñado, un individuo chiquitín que parece que vaya siempre acelerado haciendo repiquetear sus bastones en el suelo. Cuesta poco forrar el pincho de metal como yo he hecho, me pone nerviosa ese tac,tac,tac, continuo. Hago tiempo para que se vayan mientras compruebo que mis pies, afortunadamente, están perfectos, ni rastro de las temidas ampollas, aún así les prodigo toda clase de cuidados esperando lo agradezcan.

Y empieza la subida a la Faba. Lo mío no son las cuestas, no estoy entrenada para ellas. Y no es por fumar, no es la respiración lo que me falla, son los gemelos que se niegan a tanto estiramiento. Cuando creo que ya he subido bastante y después de esa curva vendrá algún trecho llano, otra cuesta, no voy a poder, me digo, pero puedo. Y luego viene otra, y otra más. El camino es precioso. Subiendo los empinados senderos tengo la sensación de ser la única habitante del planeta, sólo escucho el canto de los pájaros y los crujidos casi imperceptibles de pequeños animales escondiéndose entre los árboles o las plantas. Se que si me siento unos minutos en cualquier piedra del camino aparecerá otro peregrino, lo se, pero la sensación de soledad es inmensa.

Por fin llego a La Faba. Deja de llover y parece que el sol intenta abrirse paso entre las nubes. Me siento en un banco de un pequeño bar que hay allí mismo. Charlo con dos parejas de novios, españoles, que han pedido un taxi para llevar a las chicas a O Cebreiro, están rendidas y no pueden seguir. Al rato llega una señora alemana, grande como un armario, sudorosa y con el rostro encarnado. Pregunta por señas donde queda el albergue, le indicamos el camino… otra que se queda.

Me armo de paciencia y acometo la subida a O Cebreiro. Los caminos están embarrados por la lluvia caída estos dos días y las botas empiezan a pesarme. Hay momentos en los que vuelve a acuciarme la pregunta ¿qué coño hago aquí? pero parece que los pies andan desconectados de mi cabeza y siguen dando un paso tras otro sin importarles lo que yo piense. Entonces, como salido de la nada, al tomar una curva aparece un ciclista arrastrando su bicicleta.

¿Qué haces por aquí? la pregunta me sale casi sin pensarla ¿no deberías subir por la carretera? Un paisano me dijo que podía subir por el sendero y mira, ahora ya no doy la vuelta. Supongo que en condiciones normales hubiera podido hacer ese camino con bicicleta, pero según está de barro resulta del todo imposible. Subimos charlando juntos y casi sin darnos cuenta llegamos a La Laguna. Mentalmente agradezco al hombre que le mando por aquél camino con la bicicleta, llegó como caído del cielo y sin él saberlo me ha sido de gran ayuda, estoy segura de que me hubiese costado mucho más subir sola con lo cansada que estaba. Busco el reloj que guardé en la bandolera, siempre me lo quito para caminar pues empiezo a regirme por lo que me pide el cuerpo: si estoy cansada descanso, si tengo hambre como, independientemente de la hora que sea. Son las cuatro de la tarde, creo que por hoy ya caminé bastante.

A la puerta del albergue Escuela, está Patricia, me dice que tiene camas libres, que ahora sale la dueña, Divina, que hace honor a su nombre por simpática, amable, buena persona y excelente cocinera. Decido quedarme, y conmigo, el ciclista caído del cielo. Es madrileño, no recuerdo si me dijo su nombre. Nos toca dormir en la buhardilla que es una preciosidad. Los techos con vigas inclinadas de madera, ocho camas pequeñas, un cuarto de baño, y una ventana desde la que se puede admirar una preciosa vista. Nos acompañan cuatro franceses, tres más mayores van en grupo y uno más jovencito que va sólo, y otro más que llega algo más tarde que nosotros.

Como parece que vuelve a llover, pregunto a Divina si tiene lavadora. Ella misma se hace cargo de la ropa en su casa, así que le entrego la colada para lavar y secar, después de regalarme una buena ducha de agua caliente. Como ya es media tarde decido esperar un poco y cenar sobre las siete o siete y media, mientras tanto me tomo un orujo tostado que me recomienda Patricia. En el bar, hay un grupo de ciclistas españoles que ocupan otra habitación del albergue.

Mi ciclista y yo cenamos sopas de ajo y un guisadito de carne con patatas, mientras en la mesa contigua lo hacen los franceses entre risas y whiskys, no dejan de fotografiar a Patricia que se esconde como puede tras la barra. El ambiente es distendido y muy agradable.

Cuando nos retiramos a dormir, después de recoger la ropa seca, pienso que menuda noche me espera de ronquidos, después de los chupitos de whisky que mis compañeros de habitación se echaron al “coleto”, eso si no van con ganas de juerga. Pero no, son buenos chicos, y en un momento están todos acostados y en silencio. La lluvia repiquetea en los cristales de la ventana, y yo tengo un sueño erótico. Con nadie en particular, sólo es un sueño, pero por la mañana temo que se me haya escapado algún gemido, no sé, soy incapaz de saber si tuve un orgasmo real o sólo lo soñé. Maldito subconsciente que va a su puta bola.

martes, 23 de junio de 2009

Etapa 1: Ponferrada-Villafranca del Bierzo


(Imagen: Colegiata de Villafranca del Bierzo)

Martes, 9 de junio de 2009

Desde el jardín del albergue de Ponferrada, veo el bar en el que cené anoche, está cerrado. Decido, entonces, tomar un café de máquina y desayunar un poco más tarde. Son las 7 de la mañana cuando salgo de allí. Antes de tomar el camino de flechas amarillas quiero acercarme hasta el Castillo y hacer unas fotos. Ayer no tuve demasiado tiempo, si llego a tardar un poco más me encuentro cerrado el albergue. El día está nublado y aún no he salido de Ponferrada cuando empieza a “orbayar”, es una lluvia muy fina pero constante, por lo que paro un momento en un parque cercano y me pongo el chubasquero.

Salgo por Compostilla, el corazón industrial de Ponferrada, y atravieso luego una especie de urbanización. Cuando llego a Columbrianos arrecia la lluvia y decido parar a desayunar en un bar en cuyas puertas ya descansan algunas mochilas, allí empiezo a reconocer algunos rostros de peregrinos que pernoctaron en el albergue de Ponferrada. Ocupo una de las mesas de la calle, bajo un toldo. Estoy frente a la Iglesia y me entretengo observando un nido de cigüeñas. Aprovecho para llamar a casa, antes de que el enano salga para el Instituto. Le doy los buenos días y parece que ya está mucho más tranquilo, lo que hace que me sienta mejor.

Me pongo de nuevo en marcha por el llamado Camino Real. Atravieso Fuentes Nuevas y Camponaraya, camino de Cacabelos. De vez en cuando algunos rayos de sol atraviesan las nubes, pero creo que el día seguirá lluvioso. Allí, en Cacabelos, hago una parada en una de las áreas de descanso que iré encontrando a lo largo del Camino para que los peregrinos nos demos un respiro.

Me quito las botas y los calcetines, y dejo que mis pies descansen y se aireen, mientras picoteo nueces, pasas y algún trocito de chocolate. Luego me embadurno los pies con vaselina y me pongo un par de calcetines limpios, los otros los cuelgo en la mochila. El resto del camino transcurre entre viñas y cerezos por senderos tranquilos y con pocas dificultades.

Son las 13,30 cuando, casi sin darme cuenta y perseguida de nuevo por la lluvia, llego a Villafranca del Bierzo. A la entrada del pueblo está el Albergue Municipal, desde allí se divisan las iglesias de Santiago y San Francisco. Me atiende Nuria, la hospitalera, una chica simpática y amable que hace que me sienta como en casa, me indica la habitación y la litera que me ha tocado en suerte, en el primer piso. Es una habitación de 10 literas, con una gran balcón. Extiendo mi saco sobre la cama e inmediatamente me dirijo a las duchas. Pienso en hacer la colada, pero no tengo mucha ropa sucia y con el día tan malo que hace no tendré tiempo de secarla, así que decido dejarla para el día siguiente.

Salgo del albergue con intención de bajar al pueblo a comer algo. Por el camino me encuentro con una chica alemana con la que coincidí en Ponferrada. Ella busca un supermercado y una panadería, yo un restaurante. Durante todo el Camino tomaré la costumbre de hacer un desayuno completo y una comida de menú diaria, el resto de la jornada picoteo fruta fresca, frutos secos o chocolate, cuando siento que empiezan a fallarme las fuerzas. Tomamos la dirección equivocada y nos damos cuenta de que por allí no encontraremos nada, así que decidimos dar la vuelta y me acerco a preguntar a una chica que vende cerezas. La alemana y yo nos entendemos por señas. La vendedora me recomienda el restaurante “La Compostela” y me informa de que las tiendas abren a las cinco de la tarde, lo que le explico a mi compañera que decide volver al albergue. Ella está en El Ave Fénix, un albergue privado cercano al Municipal.

La Compostela está situada en medio de una plaza y por la afluencia de público parece que deben tener buena cocina. Pido una caldo gallego y costillas a la plancha. La camarera se sorprende cuando le hablo en castellano, me dice que pensaba que era extranjera, algo que me pasará a menudo, aún no entiendo el motivo.

Cuando termino mi comida, exquisita, decido dar un paseo por Villafranca admirando su patrimonio artístico. Me impresiona la Colegiata. Hago tiempo mientras abren un pequeño supermercado donde compro plátanos y unos yogures para la cena. Volviendo al albergue aprovecho para visitar la Iglesia de Santiago, y su puerta del Perdón, llamada así porque el Papa Calixto III concedía a los peregrinos enfermos que pasaban por ella las mismas indulgencias que si hubieran llegado a Santiago. Admiro el Castillo de los Marqueses de Villafranca y la Iglesia de San Francisco.

Dejo mis provisiones en la nevera de la cocina y voy un rato al salón, donde están reunidos algunos peregrinos, al calor de la chimenea que Nuria ha encendido. El ambiente es cálido y acogedor. Allí conozco a Juan, un prejubilado de Zaragoza que viene desde Roncesvalles, y a una chica de Vallecas, simpática y extrovertida, que empezó también ayer en Ponferrada. Se une al grupo otra chica de Suiza que habla bastante bien español, ayudándose de vez en cuando del italiano.

Sobre las siete viene al albergue una fisioterapeuta por si alguien necesita un masaje. Charlamos alrededor del fuego y acabamos haciendo fotos del grupo de sesenta y tantos peregrinos reunidos allí, las quiere Nuria para colgarlas en una especie de tablón que hay en la pared. Después de cenar un plátano y un yogur, me voy a la cama. Como el día anterior, tardo un poco en conciliar el sueño, pero el cansancio por los 23 Kms recorridos vence por fin al insomnio y me quedo dormida.

lunes, 22 de junio de 2009

Pre-etapa: Valencia-Ponferrada

(Castillo de Ponferrada)

Lunes, 8 de junio de 2009

He puesto el despertador a las 6 de la mañana, total para nada, no he pegado ojo en toda la noche, como quien dice. A las 5 y media estoy en pie. Me ducho, desayuno y aprovecho para dar un último repaso a la mochila y a lo que llevo en el pequeño bolso de bandolera: documentación, dinero, tarjeta, móvil, cámara de fotos…

Todos en casa se han despertado ya, andan nerviosos, sobre todo mi hijo que tampoco ha dormido bien esta noche, le noto angustiado y no puede contener las lágrimas. No es que él me vaya a echar más de menos que su padre o su hermana, es sólo que aún no sabe controlar las emociones. Tiene catorce años y está en plena efervescencia. Se que les preocupa que pueda pasarme algo, no saben que a donde voy no es frecuente que pase nada. Puedo entenderles, también yo siento un pellizco de temor, quizá, al embarcarme sola en esta aventura.

Me despido de mis hijos, les abrazo, intento tranquilizar al enano. No quiere preocuparme pero es incapaz de contenerse “no puedo evitarlo, mamá” me dice, y le entiendo. Mi marido me lleva a la estación. Esperamos a que llegue el autobús mientras tomamos un café. Nos despedimos y tomo asiento, él se va antes de que se ponga en marcha.

Pensé en coger algún libro o el mp3 para escuchar música, pero lo descarté, en parte por no llevar peso extra en la mochila, y también porque cuando llegue a los albergues prefiero observar, escuchar, charlar con los otros peregrinos. También tenía la intención de escribir cada noche la crónica diaria y tampoco lo hice. En el trayecto que me lleva a Madrid me distraigo mirando el paisaje y perdiéndome en mis pensamientos.

Hacemos una parada de media hora y aprovecho para tomar un café. No acabamos de arrancar cuando a un pasajero le sobreviene una urgencia. Siento lástima del pobre hombre que se acerca abochornado al conductor para pedirle que pare en alguna gasolinera para ir al servicio. La gente murmura, y a alguno se le escapa una protesta ¿qué más les dará llegar cinco minutos antes o después? Me gustaría verles en su lugar.

Llegamos a Madrid y me acerco a consigna para dejar la mochila. Tengo tres horas libres y no me apetece quedarme allí. Las estaciones de autobuses me deprimen, todo lo contrario de lo que me sucede con las de trenes. Una vez libre del peso de la mochila, salgo a la calle. Tampoco puedo ir muy lejos, así que me dirijo por la Avenida Méndez Álvaro arriba sin una dirección determinada. Me siento en el banco de un pequeño parque y llamo a casa. Mi hijo no se encontraba bien y han tenido que ir a recogerle al instituto. Mi hija me dice que no me preocupe: se le pasará. Hablo con él un rato y parece que ya está más tranquilo. Cuando cuelgo el teléfono tengo un nudo en la garganta y unas inmensas ganas de llorar. No puedo evitar preguntarme ¿qué estoy haciendo aquí? Una voz interior me responde: haciendo tu deseo realidad.

Encuentro un pequeño bar que me gusta por su agradable aspecto. La Fuente, se llama. Entro y pido el menú del día: ensalada y rodaballo. No me equivoco en mi apreciación, al poco rato se llena de grupos de trabajadores, la cocina es muy buena y los precios asequibles. Es hora de volver a la estación.

Recojo la mochila y busco el autobús que me llevará hasta Ponferrada. El viaje se hace un poco largo pues tiene paradas en muchos pueblos. Cuando por fin llego a mi destino son casi las nueve de la noche. Ahora tengo que encontrar el albergue de peregrinos, y para ello atravieso toda la ciudad. Cerca del Castillo se encuentra la Parroquia de nuestra Señora de la Encina, y allí mismo está el albergue.

Es un edificio rectangular con un bonito jardín donde conversan algunos peregrinos. Los hospitaleros son alemanes. La mujer me pide la credencial y estampa con mucho cuidado mi primer sello mientras alza el pulgar con una sonrisa. Tiene capacidad para doscientas plazas, así que no tengo problema para dormir allí. El hombre me acompaña a la sala donde se alinean un montón de literas y me indica cual es la mía. Como estoy un poco perdida, hago lo que veo hacer a todo el mundo. Extraigo mi saco de dormir de la mochila y lo extiendo sobre la cama, luego voy a darme una ducha. Después me acerco a un pequeño bar que está casi enfrente y ceno algo antes de volver al albergue a acostarme. A las 10 de la noche se cierran las puertas, y a las 10 y media se apagan las luces.

Tardo un rato en coger el sueño, hasta que poco a poco todo se va quedando en silencio y consigo dormir a trompicones, hasta las 5 de la mañana en que empiezan a verse algunas linternas. Me obligo a quedarme un rato más en la cama, y sobre las 6 comienzo también a prepararme para empezar realmente el Camino. No he necesitado despertador, esa será la tónica habitual de cada día.

sábado, 20 de junio de 2009

Olvidados recuerdos


No podía recordar la dulzura de sus besos. Eso es lo que pensaba mientras veía pasar los días, entre conversación y conversación. En los momentos de silencio tras las risas, esos en que inspiramos profundamente para reír de nuevo. Eso es lo que pensaba: no podía recordar la dulzura de sus besos.

Y de pronto, ahí estaba, el ligero aleteo de su boca, el roce perfecto, humedad apenas perceptible en el pequeño resquicio de labios entreabiertos.

Me encontré otra vez prendida de sus ojos, apresada tras sus largas pestañas como rejas, dudando entre el intento de buscar en su mirada respuesta a mis preguntas, o seguir alimentando esa esperanza incierta, ese nervioso afán que de alguna manera me mantiene en volandas, a dos palmos del suelo. Ni vuelo ni aterrizo, planeo cual gaviota buscando su alimento, esquivando los cuerpos de aquellos que caminan hacia una meta cierta.

Recordé, en un momento, cientos, miles de besos, y caricias, y juegos, secretos susurrados, indecentes placeres, el olor del deseo, el sabor de su piel, su tersura, el calor de su abrazo y su voz en mi oído, y su mano en mi sexo.

Tras la puerta cerrada de un lavabo cualquiera, sentada en un rincón, recordé todo eso. Llamaron a la puerta. Ocupado, un momento, respondí con voz trémula. Quizá en el otro lado se escucharon gemidos, quizá pensaron que... estaban en lo cierto.

miércoles, 17 de junio de 2009

De vuelta a casa


(Imagen: Botas de Van Gogh)


Estoy de nuevo en casa. La experiencia ha sido dura pero gratificante, muy gratificante. Ante todo un recuerdo y agradecimiento al puñadito de personas que han hecho que estos días hayan sido especiales: Nuria, Eva, Mariví, Tere y Alberto (se que váis a leer esto) y a un gran número de ellos que me acompañaron en algunos momentos de la aventura: Juan, la madrileña de Alcobendas, Toni, Pepe, la pareja de Valencia, el ciclista salido de la nada, Enriqueta la alemana, y decenas y decenas de hombres y mujeres de todas las nacionalidades, con los que compartí albergues y camino, dolores y emociones, a los hospitaleros que supieron dedicarme el gesto amable que necesitaba y la sonrisa cálida... a todo ellos, gracias.
Y a vosotros, que habéis pasado por aquí estos días, manteniendo vivo el Patio.
Iré contando lo acaecido en estos días repletos de sensaciones, despacito... paso a paso.
Una vez más, gracias.

domingo, 7 de junio de 2009

Parecía tan lejano ese día...



... que pensaba, a veces, que nunca iba a llegar. Pero el tiempo, que domina el arte de la transformación y tan pronto parece alargarse haciéndonos la espera insoportable, como se vuelve escurridizo y adquiere la velocidad del rayo, permanece inmutable siguiendo su ritmo: segundo a segundo, hora tras horas... hasta que nos damos cuenta de que ya está ahí el momento esperado.

Dentro de poco tiempo, mi calendario de "cuenta atrás" se pondrá a cero. El lunes, a las ocho de la mañana, tomaré un autobús que me llevará hasta Madrid. Allí, estiraré un poco las piernas, buscaré un lugar bonito y tranquilo para comer, y volveré a emprender el viaje hasta Ponferrada. A la mañana siguiente empezaré a caminar en dirección a Santiago de Compostela.

Salgo sola. Esta circunstancia, que es la habitual para los amantes del Camino, causa extrañeza y cierta inquietud entre la familia y las personas que me rodean. También a mí, en un principio, me hacía tener ciertas dudas, e intenté convencer a alguna amiga para que se animase a hacerlo conmigo. Pero según pasaba el tiempo y me iba preparando: leía toda la información en internet, estudiaba etapas, compraba las cosas que pensaba que podría necesitar... empezó a gustarme la idea de caminar sola. Aunque resultará dificil estar sola en una Camino, según dicen, con una ligera masificación, una puede elegir en cada momento si quiere compañía o prefiere gozar de sus pasos en solitario.

No me mueve la religión, ni una promesa, ni una reto. En realidad no sabría explicar muy bien el motivo de mi elección. Quizá el disfrute de un tiempo sólo para mí. Unos días para desconectar de todo aquello que absorve casi por completo mi vida, año tras año. Sea como sea, todo está a punto, y os aseguro que llevo el firme propósito de exprimir cada segundo y disfrutar cada uno de mis pasos.

Espero encontraros aquí a mi vuelta, y amenazo con llegar cargada de historias que contar. Mientras tanto, hacedme el favor de ser felices.

Esta vez, y sin que sirva de precedente, os dejo un montón de besos y otros tantos abrazos.

PD. Gracias a mi hija que se queda de ama de casa y al cargo de esa pareja de "cafres" que son su padre y su hermano... de alguna forma tendré que recompensarla.

miércoles, 3 de junio de 2009

Hoy es noche de sombras (AUTOR: CLARIBEL ALEGRÍA)

Dedicado


HOY ES NOCHE DE SOMBRAS

Hoy es noche de sombras
de recuerdos-espada
la soledad me tumba.
Nadie que aguarde mi llegada
con un beso
y un ron
y mil preguntas.
La soledad retumba.
Quiere estallar de rabia
el corazón
pero le brotan alas.



 

Del por qué los recuerdos (Abril 2007)



(Imagen: Lilya Corneli)

Y es entonces, cuando te aferras a él como a tu última esperanza, el recurso contra lo absurdo y monótono de una vida que elegiste o te vino impuesta por las circunstancias. Una vida plana, sin accidentes geográficos, montañas que te obliguen a romperte las uñas agarrándote a las cortantes aristas de las rocas, o suaves valles para recuperar fuerzas tras la dura batalla. Él es el saliente del que pendes, con los pies colgando en el abismo. Un abismo mediocre. Si caes... estás muerta, como antes. Y tienes que alimentar ese amor, ilusión, esperanza, no importa el nombre. Porque él te miro como a una diosa, y fue esa mirada la que te transformó. Y fuiste diosa. Fuiste mujer y fuiste niña. Niña que descubría, con ojos asombrados y curiosos,  nuevos senderos por los que perderse. Mujer sintiendo nuevamente escalofrío y miedo. Sensaciones olvidadas que pensabas perdidas para siempre en una felicidad monótona. 

Y a lo mejor, no es él la pieza clave. No. Quizá hubiera podido ser otro cualquiera. Y lo que de verdad importa es lo que tú sientes. Y de igual modo, no es importante que tú sólo seas una más en su vida, a la que un día recuerde con cariño. Nostalgia, tal vez. Y esa evocación encienda la chispa del deseo y le haga recordar que fue él y no otro, aquel que te miró como a una diosa.

Y es para que no muera ese desasosiego, para seguir despertando cada día con la ilusión intacta, para que la incertidumbre no se vuelva certeza... es por eso que recuerdas. Inventas mil detalles que te hacen evocarle. Como en un juego, le recuerdas en el frío, en el calor, en la noche solitaria, en el día que comienza, en los posos del café, en las canciones, en un libro, en la ventana, en un color, una voz, una silueta. Y a lo mejor, no son eso los recuerdos, porque recordar significa “volver a acordarte”, pero lo que tú haces es una evocación constante. Como en los cines de sesión continua en los que las escenas se repiten una y otra vez. Por un momento, empiezas a pensar si aun existen. Es una de esas ideas tontas que se cuelan sin permiso, con el único objetivo de romper el grupo de círculos concéntricos que se forman en el cerebro y que parecen no tener fin. 

Y es por eso que te despiertas en la madrugada con un desasosiego que no entiendes y te das cuenta que él sigue ahí, en el lugar exacto en que lo dejaste cuando te venció el sueño. Te levantas y enciendes un cigarro, echándole la culpa a la abstinencia, a las ganas de fumar que te despiertan. Y sientes que te hace falta seguir alimentando una quimera, porque si desfalleces, si levantas los hombros y dejas de pensarle, todo volverá a ser como antes. Y eso nunca. No podrás soportarlo. Seguramente si eso sucediese, estallaría tu vida, desintegrándose en miles de partículas ardientes. 

Y piensas que si tuvieras el valor suficiente quizá saldrías corriendo sin destino para empezar de nuevo en otra parte. En el kilómetro cero de tu vida. O a lo mejor es que hay que ser valiente para quedarse. Y luchar sola contra esa voz que te grita que quizá mañana sea tarde, que pienses sólo en ti, en lo que sientes. Y lo otro sea de cobardes. Al fin y al cabo, piensas, eres feliz ¿de qué te quejas? 

Abandona su imagen encerrada dentro del espejo y se da cuenta que ya se le ha hecho tarde. Coge el bolso. Un portazo. Baja corriendo la escalera. Un traspiés. El tacón del zapato derecho que se rompe. Cae rondando. Un chasquido en el cuello. Y un vecino alarmado es testigo casual de la tragedia.

 

martes, 2 de junio de 2009

Soñar contigo (ZENET)

Esta noche estoy melancólica... paciencia.