Llegué tarde, pero, según oí, un hombre sin escrúpulo, con músculos poderosos y tenido en la comarca por bonachón, no hacía mucho había rajado, y vaciado del todo, con la más absoluta sangre fría, el vientre de un animal, llenándolo luego de rocas. Por lo visto el hombre se daba maña y el animal no murió, al menos en el acto.¿Lo haría el hombre para que animal sufriera más? ¡Quién sabe!Luego —según— el animal se arrastró como pudo por el polvo hacia el estanque más cercano.
¿Quiso allí calmar su sed? ¡Quién sabe! Pero lo único que logró es caerse. Y el estanque parecía profundo. Desde la orilla el hombre con sonrisas observaba como el animal se ahogaba. La escena debía de ser dantesca.Por encima del agua se veía salir, a veces, sólo a veces, nada más que las puntas de las grandes orejas del animal. Otras veces se llegaba ver la gran boca que, en su desesperación, emergía abriéndose casi hasta el descoyunte, era entonces cuando se veían aquellos enormes dientes, y cuando el animal abría aún más sus ya de por sí grandísimos ojos, que miraban al hombre como suplicándole: ¡ayuda, ayuda! Esos ojos miraban al hombre y también parecían preguntar: hombre ¿me torturas así sólo por saciar mi apetito? Pero el hombre, que permanecía con las manos en los bolsillos, y que ni le quitaba ojo, se sonreía muy satisfecho. Al lado del hombre, aunque todavía algo asustadas, también se veía satisfechas a la abuela, y a la hija. Esta última seguía regañando, y dando algún que otro coscorrón, por no haberla hecho caso y entretenerse en el bosque, a Caperucita.
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