Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 23 de abril de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Diez)


Me despierto dos o tres veces durante la noche maldiciendo no haber traído un puñetero despertador. Quiero levantarme pronto y esperar a que Tomás pase hacia el campo para acompañarle. No se trata solamente de que ya he vagueado bastante y es hora de hacer algo de provecho, es que necesito mantenerme ocupada, a ver si dejo de darle vueltas a la cabeza y me olvido de todas las sensaciones que despierta en mi ese hombre.

La luz de la mañana se cuela en mi habitación a través de la ventana que dejé abierta anoche, es hora de levantarse. Me doy una ducha y me dedico a preparar un buen desayuno, echando un vistazo de vez en cuando hacia el camino por ver si veo acercarse a Tomás. Es Rufus el primero que aparece en mi campo de visión, con su andar cachazudo gira la cabeza de tanto en tanto para asegurarse de que su amo le sigue. Saco las tostadas del fuego y salgo a saludarles.

– Buenos días, madrugadores – les digo, esforzándome por olvidar la imagen de ese cuerpo desnudo que mi pensamiento evoca a cada momento.

– Buenos días, tu sí que has madrugado hoy.

– Acabo de preparar el desayuno ¿me acompañas?

– ¡Vaya! Si lo llego a saber… ya he desayunado, pero te acepto un café.

Lo dice mientras deja en el suelo el capazo que cuelga de su hombro y se acerca a tomar asiento en el porche. Rufus se acuesta a sus pies.

– ¿Te ayudo? – le oigo preguntar.

– No, ya está listo – respondo desde la cocina, levantando la voz.

Me acomodo frente a él y le miro de reojo mientras unto de margarina una tostada. Parece distraído mientras remueve su café.

– ¿Qué tal el paseo de ayer?

– Bien, muy bien, el paisaje es precioso y la vista desde allá arriba, espectacular.

– ¿No se te hizo muy pesado?

– No, que va, descansé un buen rato junto a la cascada.

– Volviste tarde ¿no? – al oírle casi se me atraganta el café.

– Un poco, se me fue el santo al cielo ¿me oíste llegar?

– No – y me mira directamente a los ojos al responder – pero tardé en ver luz en la casa. Estaba preocupado por si te habías perdido.

– Gracias. ¿Puedo ayudarte en el campo? – pregunto intentando cambiar de tema.

– Sí, claro. Precisamente hoy tengo cosecha para recoger y encajar. Hay un pedido pendiente de servir. Voy yo haciendo marcha, te espero allí.

– Recojo todo esto y en un momento estoy contigo.

Asiente con la cabeza.

Recojo un poco la casa, hago la cama y lavo los platos y tazas del desayuno. Estoy nerviosa, siento una especie de cosquilleo en la boca del estómago. Esa mirada, cuando me ha dicho que no me oyó llegar, me dejó en vilo. ¡A la porra! Da igual si me vio por la ventana, da igual si me oyó. No tienes que dar explicaciones a nadie, Cristina, métete eso en la cabeza de una vez por todas.

Me explica como tengo que recolectar los tomates para meterlos luego en un cajón de los que tiene en una pequeña caseta. Luego les toca el turno a los pepinos, lechugas, calabacines… De vez en cuando desaparece por el camino empujando una carretilla en la que los ha ido apilando según se llenaban. Trabajamos en silencio, parando a beber agua cuando sentimos la boca reseca por el calor. Noto las gotas de sudor resbalando por la espalda y colándose entre los pechos. En uno de sus primeros viajes con la carretilla trajo un gran sombrero de paja para cubrirme la cabeza. Agradecí su gesto, aunque me hizo sentir un poco idiota, exponiéndome a coger una insolación. Menos mal que me acordé de ponerme protector para la piel antes de salir de casa o corría el peligro de acabar roja como una gamba.

Debe ser mediodía cuando da por terminada la recogida.

– Ya hemos terminado, podemos comer y descansar un rato.

– ¿Qué tienes que hacer ahora con todo esto? – le pregunto.

– Esta tarde lo distribuiré en cajas pequeñas y luego vendrán a recogerlas.

– ¿A recogerlas? ¿Cómo?

– En un todo terreno. Viene Mario a por ellas, y él se encarga de hacerlas llegar a su destino.

– No sabía que los coches podían llegar hasta aquí.

– No cualquier coche y no por el camino que conoces. Hay otro que viene a enlazar con el que cogiste ayer para subir a la montaña, detrás de la casa. ¿Vienes a comer?

– ¿Contigo? – no se por qué lo pregunto, y me arrepiento de haberlo hecho. Me ha salido una extraña entonación entre sorpresa y temor.

– No soy tan mal cocinero, si es eso lo que crees.

– No, no, perdona, se que ha sonado rara la pregunta, es sólo que… estaba pensando en otra cosa. Gracias, pero prefiero prepararme cualquier cosa y tumbarme un rato ¿Cuándo quieres que me acerque para ayudarte?

– Cuando te parezca, si no estoy en casa, estaré en la parte de atrás, en el almacén, ya verás la puerta abierta.

– Nos vemos luego.

Me doy una ducha para refrescarme y salgo luego al porche, con el plato de ensalada que me acabo de preparar. Más que un plato es una enorme ensaladera llena a rebosar, donde los colores se disputan entre sí el protagonismo: tomate, lechuga, zanahoria, rabanitos, pepino, remolacha, cebolla tierna, espárragos, pasas y nueces que traje cuando vine, huevo cocido y queso fresco… hum… deliciosa. Después del festín, me quedo dormitando en la mecedora, mientras disfruto del frescor de la brisa que viene del mar.

Cuando entro en el almacén, Tomás está sentado en una pequeña silla de madera distribuyendo la verdura en cajas. Son de madera, pequeñas, de unos cinco kilos aproximadamente, y en cada una de ellas coloca un número determinado de las distintas variedades que hemos recogido por la mañana. Le observo un rato fijándome en la forma en que las coloca y le imito. No hemos intercambiado más que el saludo que nos dirigimos cuando llegué. Cuando las cajas están llenas, les coloca una tapa, también de madera, que clava ayudándose de una pistola de grapas a presión. Luego pega una etiqueta con la dirección de envío.

Cuando ya casi está terminando, se escucha el ruido de un coche acercándose, y al momento un hombre saluda desde la puerta.

– Buenas tardes, ya estoy aquí ¿cómo va eso?

Me parece reconocer esa voz, pero antes de que me de tiempo a asociarla a un rostro, el hombre está ante mí, saludándome.

– ¿Qué tal? ¿Cómo le va? ¿La hace trabajar muy duro este sinvergüenza?

Es el camarero del pequeño bar de Arriete. Debo tener la sorpresa reflejada en la cara, porque se echa a reír con ganas.

– No me mire así que no soy un fantasma.

– Lo siento, no esperaba verte aquí. Y bien, me va muy bien. Y otra cosa, deja de hablarme de usted, por favor.

– De acuerdo. Soy Mario, señorita…

Y me tiende la mano.

– Cristina.

– Es un placer verte de nuevo.

– Lo mismo digo.

– ¿Has acabado con las presentaciones? Deberías empezar a cargar todo esto en el coche.

El tono de su voz parece brusco pero una sonrisa burlona se dibuja en su rostro. Mario le devuelve la sonrisa y me parece intuir cierta complicidad entre los dos, que parece relegarme a un rincón oscuro del almacén.

– ¿Te quedas a cenar? – le pregunta Tomás.

– Pues claro, es lo menos que puedes hacer.

– ¿Nos acompañas? – pregunta dirigiéndose a mí.

– No, gracias, estoy cansada y quiero acostarme temprano.

Es la segunda vez en el día que rechazo su invitación. Deseo decir que sí, y digo que no, debo ser idiota. Bien pensado, no es una posibilidad, soy idiota.

(Continuará)

jueves, 8 de abril de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Nueve)


(Imagen: Susana Vacas Pérez)


Se me hace pesado el primer tramo del sendero, casi es mediodía y el sol calienta con ganas, pero, poco a poco, la vegetación se va haciendo más abundante y las copas de los árboles amortiguan con sus grandes sombras la fuerza del astro rey, que es apenas un punto luminoso allá en lo alto. Sorprendentemente mi mente está tranquila, no pienso en nada en particular, ando concentrada en los sonidos de mi alrededor y mis pasos van adquiriendo un ritmo regular. Me fijo en el contraste de colores, verdes de todas las tonalidades, hojas rojizas que destacan entre ellos, y aquí y allá, desperdigadas a lo largo del camino, flores amarillas, blancas, moradas. No conozco su nombre ni tampoco las de los árboles bajo los que me cobijo, soy una urbanita acostumbrada al asfalto y todo esto es demasiado novedoso para mí. Tanto, que me cuesta asimilar este silencio.


No he cogido reloj, pero debo llevar andando dos o tres horas. Al final de una revuelta me paro a otear el horizonte y distingo allá abajo la casa de Tomás. Bebo un poco de agua y prosigo la ascensión hasta llegar, después de otras dos horas, más o menos, hasta el nacimiento del río. Hace rato que oigo el murmullo del agua, que ha ido creciendo en intensidad según me acerco. En un claro, entre rocas, una potente cascada de agua cristalina, cae con estrépito formando remolinos de espuma. Me acerco hasta un roca y me siento a contemplarla. Desde allí se puede ver el fondo de pequeñas piedras blanquecinas, cerca de la orilla hay otras más planas, como losas, con un ligero manto de musgo verdoso. Me descalzo y sumerjo los pies en el agua helada, y de inmediato siento como la circulación se acelera hormigueando mis piernas. Demasiado fría para darse un baño, pienso cuando la idea de hacerlo me ronda por la cabeza.


Saco de la mochila un sanwich vegetal que me había preparado y lo como despacio, saboreando cada bocado. Luego me tumbo a descansar a la sombra de un árbol, y me entretengo mirando los fragmentos de cielo que puedo entrever entre sus ramas. Caigo en la cuenta de que en todo el día no pensé en Juan Luis, ni en los pollos. Y me alegro, me alegro tanto que no puedo evitar reír. Y mientras río y río, siento que algo en mi interior está rompiendo ataduras con cada carcajada.


Se me ha ido el santo al cielo y tengo que acelerar el paso para que la noche no me pille de camino, aún así, cuando llego al final del sendero, junto a la casa de Tomás, reina un absoluto silencio. Estoy a punto de llamar a su puerta, pero me arrepiento en el último momento temiendo molestarle. Quizá se ha acostado ya, cansado después de un largo día de trabajo, me digo. Y echo andar hacia la pequeña cabaña que es ahora mi casa. Cuando estoy a medio camino, me parece escuchar una suave melodía y vuelvo sobre mis pasos. Me acerco con sigilo, intentando no hacer ruido. No está bien espiarle, pienso, pero no puedo evitar sentir cierta curiosidad. Y de todas formas, Rufus no tardará en notar mi presencia.


Me acerco a una ventana iluminada por una tenue luz azulada. Cuando pasé por aquí no estaba encendida, estoy segura. Quizá estaba en la ducha, o en la cocina preparando la cena. Como en una película de espías me quedo en cuclillas, esperando el momento oportuno para levantar la cabeza y mirar por los cristales, mientras esa música extraña no deja de sonar. Me decido por fin y me yergo lentamente hasta ver qué pasa allá dentro. Tomás está sentado de espaldas al lugar en el que me encuentro. En un primer momento parece que estuviese haciendo meditación o algo parecido, pero me doy cuenta de que sus brazos se mueven de forma casi imperceptible, como si manipularan algún objeto que tuviese entre las piernas.


El corazón me da un vuelco cuando se levanta de repente, pienso en agacharme, pero la visión de su cuerpo desnudo me deja inmóvil, con los ojos clavados en su piel que parece pintada de azul al reflejarse en ella, la luz de una pequeña lámpara que hay sobre la mesa. Afortunadamente no se da la vuelta, sólo deposita algo sobre una silla y sale de la habitación. Desde mi posición no puedo verlo bien, pero parece una calabaza partida por la mitad, con una especie de finas hojas de metal encima que brillan con la luz. Me escondo justo en el momento en que vislumbro la sombra de Tomás a punto de entrar en mi campo de visión. Cuando vuelvo a mirar, está nuevamente sentado de espaldas tocando otra vez esa mágica música.

Me obligo a apartarme de la ventana y encaro el camino a casa. No he visto a Rufus por ningún sitio, seguramente andará en una de sus escapadas en busca de aventuras. Sólo después de ducharme el cansancio se hace presente. Me preparó un café y salgo a sentarme en el porche mientras lo tomo. La imagen de Tomás, desnudo, asalta mis pensamientos, una y otra vez. Mi sexo se humedece. Por primera vez en mucho tiempo me dejo llevar por las sensaciones que esa visión me produce. Y me acaricio, me acaricio lentamente imaginando que son sus manos las que rozan mi piel. Mis pezones reaccionan ante el estímulo y se hacen visibles a través del fino tejido de la camiseta que los cubre. Mi mano se desliza lentamente bajo la goma del pantalón del pijama hasta rozar el pubis. Se agita mi respiración cuando los dedos toman contacto con el clítoris y siento como mi sexo segrega ese líquido tibio que hace que resbalen suavemente hacía su interior. No hago nada por contener mis jadeos, que son claramente audibles en el silencio de la noche. Muevo rítmicamente mis caderas que aceleran su vaivén haciendo que mis dedos penetren más profundamente con cada embestida, hasta que siento ese latigazo fugaz e intenso que hace vibrar cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo, como el último estertor antes de morir. Tan intenso que me deja agotada con la palma de la mano cubriendo mi sexo que aún palpita con los coletazos finales del placer.


Acurrucada en la cama pienso en cuánto tiempo hacía que no me masturbaba. Jamás lo hice mientras estuve con Juan Luis, ni luego. Alguna vez lo deseé, es cierto, pero me hacía sentir culpable, como si estuviese traicionándole… ¡qué tontería!. Y me duermo, con los labios curvados por una sonrisa.


(Continuará)


martes, 6 de abril de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Ocho)


(Imagen: Miriam Schulman)

Cuando abro los ojos, la luz del sol incide directamente sobre mi cama. Mi primera intención es salir de un salto de debajo de las sábanas, pero recuerdo que estoy de vacaciones en un casa perdida sobre una colina, que nadie espera que le prepare el desayuno, nadie, nadie me espera. Y lo que hace unos días podía ser frustrante, me provoca hoy una sensación de ligereza, como si de pronto a mis pies les hubiesen crecido un par de alas. Me desperezo no sin cierta voluptuosidad y aspiro los olores que se cuelan por la ventana abierta, hasta que por fin me decido a poner los pies en el suelo.


Lo primero es lo primero, aquí y en el fin del mundo, un café bien cargado es el combustible que necesito para empezar el día, así que pongo la cafetera al fuego mientras voy al baño. Al poco tiempo, un reconfortante aroma se extiende por la casa. Con una buena tostada crujiente en una mano, y una taza de café en la otra, salgo al porche y lo deposito todo sobre la mesa. El sol ya está muy alto, pero allí, con el mar al fondo sopla una ligera brisa. Miro hacia las tierras de cultivo y distingo a Tomás, recolectando tomates, me parece. Como si hubiese detectado mi presencia, levanta la cabeza, tocada con un gran sombrero de paja, y mira hacia la casa. Levanto la taza de café en señal de ofrecimiento, y es entonces cuando me doy cuenta de que estoy en bragas.


Recuerdo que después de disfrutar del fantástico amanecer, me quité el pantalón del pijama y esta mañana ni me acordé de él. Entro disparada a por él, rogando mentalmente que Tomás no se haya dado cuenta. Cuando vuelvo a salir está subiendo el par de escalones de entrada al porche.


– Buenos días ¿has dormido bien?

– Sí… bueno, no del todo. Me costó un poco coger el sueño por eso se me han pegado las sábanas ¿te apetece un café? ¿un zumo? ¿agua?

– Tomaré un café con un poco de hielo, gracias.


Parece inmutable, como siempre. Le sirvo el café y me siento frente a él, que ha acercado una mecedora y permanece en silencio, con la mirada perdida en el horizonte.


– ¿Y Rufus? Es raro no verle junto a ti.

– No creas, desaparece de vez en cuando, a veces se pierde por la montaña, otras baja hasta el pueblo. Seguramente busca compañía de su misma especie. Luego vuelve hambriento y cansado, hasta la próxima.

– ¿Y tú? ¿No te aburre estar solo?... bueno, ya se que viene gente, como yo ahora, pero no me refiero a eso.


Permanece un rato pensativo.


– A veces.


Es escueto y deduzco que no le apetece hablar de ello, así que me limito a asentir en silencio.


– Me gustaría dar una vuelta por los alrededores ¿crees que puedo subir hasta esa montaña del fondo?

– Sí, claro que sí. Hay un sitio precioso, el nacimiento del río que se ve desde aquí. Es una buena subida pero no tienes prisa y los días son largos. Coge el sendero que sale de la parte de atrás de mi casa y síguelo, no tienes pérdida.

– Mañana, si quieres, puedo echarte una mano. Hoy me apetece estar sola, caminar, conocer un poco todo esto.

– No tienes que darme explicaciones. No te olvides de llevar agua y algunas provisiones. Que lo disfrutes, y gracias por el café.


Se levanta, vuelve a colocarse el sombrero que había dejado sobre la mesa y se dirige otra vez al campo. Recojo las tazas del desayuno y voy a vestirme y preparar la mochila.


Cuando salgo de la casa preparada para mi excursión le veo otra vez agachado, rebuscando algo en la tierra. Silbo, e inmediatamente levanta la cabeza. Agito la mano en señal de despedida.


(Continuará mañana)

jueves, 1 de abril de 2010

Es tiempo de... CICLONES


Mi buen amigo Wolffo, excelente y simpático bloguero, se presenta con su grupo de música LOS CICLONES a lgtelleva buscando la oportunidad de participar en el festival de Rock in Río que se celebra este verano en Madrid. ¿Qué necesitan para ver cumplido su sueño?... nuestros votos, nada más fácil y sencillo. Si queréis echarles una manita (basta con algunos clicks), pincháis aquí y el propio Wolffo os explica de forma amena y sencilla el mecanismo de votación.
Y si os apetece escuchar algunas de sus canciones, ésta es su página de youtube donde podéis deleitaros con los vídeos de sus interpretaciones.
¡Vamos, chicos! votar es gratis y los chavales (cuarentones, pero chavales) se lo merecen.

Aprovecho para desearos felices vacaciones. A la vuelta encontraréis nuevos capítulos de "el Santón" que espero disfrutéis.

Buen regreso.