Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 7 de julio de 2009

De nuevo, la vida (Tres)



Sábado, 18 de marzo de 2006

Al fin puedo salir de la cama. Hace unos días que el doctor me dio permiso para sentarme a ratos en un sillón de la habitación. Es un cambio de perspectiva de mi mirada el estar cara a cara con quien me habla. Ya sólo tengo un gotero conectado a mi brazo que pronto me quitarán. También me llevan a pasear por el pasillo en una silla de ruedas. Me gusta pararme ante los grandes ventanales desde los que se ve el jardín que rodea el hospital. Están herméticamente cerrados, pero veo los árboles mecidos por el viento, los pájaros que salen en busca de comida y vuelven a sus nidos, y las gentes que entran y salen del edificio. Y hoy he dado mis primeros pasos, lentamente. Después de tanto tiempo sin poner los pies en el suelo, no sé explicar lo que he sentido. Sí, me he visto más alta, mucho más alta.

Y ayer me miré en el espejo. Esto puede parecer una tontería, pero no lo es. No lo hacía desde que me arreglé en casa para venir hacia aquí. Lo hice con recelo, con miedo de no reconocerme en la imagen reflejada y he respirado tranquila cuando vi que seguía siendo yo, con mis rizos rojizos a los que no hay manera de meter el peine, mi rostro pecoso más delgado y pálido de lo habitual, y mis ojos grises. Eso me hizo sentir feliz.

El doctor dice que mi organismo ha aceptado perfectamente a su nuevo inquilino. Y yo no he podido evitar visualizar la imagen de mi cuerpo abrazando y haciendo suyo a un corazón extraño, un músculo que palpitaba con los últimos hálitos de vida de su antigua dueña. Pienso en femenino porque estoy convencida que era el cuerpo de una mujer la que albergaba ese corazón que ahora llevo en mi pecho. Pero callo y no digo nada de todo esto que pasa por mi cabeza.

Hace un rato que se fue Mari Cruz. Mari Cruz es mi mejor amiga, podría decir que mi única amiga cierta. Es mi otro yo. Con ella no necesitaría las palabras si no fuese porque a las dos nos gusta escucharnos mutuamente. Lo sabemos todo una de la otra. Hoy mismo había pensando en ella, en que ya era tiempo de vernos y contarle todo lo que me está ocurriendo. Iba a decirle a mi madre que la llamase después de comer, cuando se ha presentado sin previo aviso. Entró en la habitación y me abrazó. Ni ella me preguntó por qué he tardado tanto en querer ver a nadie que no fueran mi madre y Enrique, ni yo le pregunté porque vino sin haberla llamado. Yo estaba sentada en el sillón y ella acercó una silla a mi lado y empezó a contarme tonterías, como si nos hubiéramos visto ayer tomando un café. Aproveché su visita para mandar a Enrique a casa, necesita descansar y nosotras estamos mucho mejor solas. Él lo sabe, sabe que no queremos testigos de nuestras confidencias y se ha marchado sin protestar diciéndome que vendrá a la hora de la cena.

Cogidas del brazo hemos salido a pasear, y yo le he contado lo de las rosas y todas las sensaciones extrañas que tenía y a las que no era capaz de encontrar una explicación lógica y coherente. Ella asentía en silencio. De vuelta en la habitación, me tumbé un rato en la cama y ella ha cogido una revista. Pasaba las hojas distraídamente y yo sabía que estaba pensando en lo que yo le había dicho. Entonces he empezado a cantar. Lo hacía despacio pero ella ha alzado la cabeza y se ha quedado escuchándome. ¿Me habías oído cantar en francés alguna vez? – le dije cuando terminé. Ha negado con la cabeza. Yo tampoco. Pero llevo toda la mañana tarareando esta canción. Ella se ha levantado del sillón y ha venido hacia mí. Eugenia – me ha dicho – ahora concéntrate en recuperarte del todo, y luego nos encargaremos de todo lo demás.

Me ha tranquilizado ese “nos” que ella ha enfatizado para que no me pasase desapercibido, porque se que estará a mi lado en todo momento, pase lo que pase.

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