Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 24 de julio de 2009

De nuevo, la vida (Diez)



(sigue el Martes, 11 de Abril de 2006)


No terminó la frase y yo fingí no haberle escuchado mientras me atareaba sacando de mi bolso una grabadora. Le miré interrogante por si ponía alguna objeción, pero si la había no lo demostró.

- Bien, cuando quiera podemos empezar, Paul.

Se limitó a asentir.

Empezamos hablando de sus comienzos. Era el hijo menor de una familia de posición media-baja que habitaba en un pequeño piso en las afueras de París. Su padre, pasante en un bufete de abogados soñaba con que su hijo lograse doctorarse en leyes para dedicarse a la abogacía, estaba convencido que si se lo proponía podía llegar a ser un buen letrado, fiscal o juez. Estaba muy unido a su madre, que en su juventud había hecho sus pinitos como bailarina clásica, hasta que contrajo matrimonio y se dedicó de pleno a cuidar de su familia y de su casa. Tenía una hermana mayor con la que apenas se relacionaba, debido seguramente a la diferencia de edad pues era trece años mayor que él. Era todavía un niño cuando ella contrajo matrimonio y emigró a Chile junto con su recién estrenado marido. Desde entonces sólo había vuelto a verla en tres ocasiones, cuando fallecieron sus progenitores y en su luna de miel, pues él y Dolores fueron a visitarla.

Ya en el colegio despuntaba en dibujo y fue uno de sus profesores el que le animó a seguir con aquello para lo que parecía tener buenas dotes. No hubo manera de convencer a su padre de que lo que quería era dedicarse a la pintura, aún cuando su madre estaba de su lado y no perdía ocasión para presionar a su marido, que se negó rotundamente a costearle los estudios de Bellas Artes. Para poder seguirlos Paul tuvo un sinfín de trabajos que combinaba con las clases de la Universidad. Fue nuevamente aquél profesor el que le ayudó en sus comienzos, moviendo algunos hilos para conseguirle su primera exposición, con la que obtuvo un gran éxito. Después, aunque con esfuerzo, todo vino rodado.

Cuando conoció a Dolores, Paul era un soltero cotizado que había desistido de encontrar a una mujer capaz de enamorarle, pero se equivocó, pues la atracción que sintió por ella fue casi instantánea. A pesar de la diferencia de edad existente, Dolores era una mujer madura y responsable, que sin embargo conservaba un punto de alegría, sinceridad, ternura e inocencia incluso, de una niña. Se casaron muy pronto y de mutuo acuerdo decidieron instalarse en este bonito pueblo que a los dos les enamoró. Dolores nunca pareció echar de menos su profesión. Le gustaba tocar el violín para él, en alguna de las fiestas que organizaban en contadas ocasiones con un grupo reducido de amigos, o en actos benéficos en que la invitaban a colaborar.

Mientras hablábamos Mari Cruz fotografiaba todo aquello que le parecía interesante, incluidos Paul y yo, desde diferentes ángulos. Paul tenía una manera de hablar pausada, y aunque no hacía muchos gestos con las manos, su rostro reflejaba las emociones que le provocaban algunos recuerdos.

Cuando llevábamos algunas horas de conversación, en las que habíamos pasado de las preguntas y respuestas, a una especie de monólogo, interrumpido apenas por pequeñas aclaraciones o puntualizaciones que yo le solicitaba, Paul después de guardar silencio unos minutos, propuso un descanso para comer, almorzar dijo él. Aunque yo hubiese preferido continuar pues sabía que no resultaría fácil volver a retomar la complicidad que habíamos conseguido, tuve que reconocer que a los tres nos vendría bien ese paréntesis.

Mientras Madame Eloïse preparaba la mesa, Paul me invitó a conocer la casa que todavía no había tenido ocasión de visitar. Toda la vivienda estaba decorada de forma muy sencilla, algunos de los muebles eran verdaderas antigüedades restauradas por Dolores. Según me contó su viudo al ver mi gesto de sorpresa, ella era un ferviente admiradora de los muebles de madera antiguos y dedicaba buena parte de su tiempo a devolverles el esplendor que el paso del tiempo les había robado. Fue al entrar en un enorme salón que parecía casi inmenso debido a la escasez de su mobiliario, cuando me quedé boquiabierta contemplando un precioso cuadro que presidía la pared principal, encima de una gran chimenea. Era Dolores, pero no parecía la misma Dolores que ví en muchas de las pinturas que había examinado, una y otra vez, mientras preparaba el reportaje. No sólo era el estilo, los colores e incluso la pose de la modelo lo que hacía que fuesen tan diferentes, se trataba más bien de lo que el pintor había visto en aquella mujer, era la mirada del artista lo que le hacía parecer distinta. Al mismo tiempo, yo había empezado a notar una especie de angustia presionándome el pecho que me desconcertaba. No era capaz de acostumbrarme a aquellos sentimientos que no entendía porque en realidad, y cada vez estaba más segura, no me pertenecían.

- ¿Le gusta? – me preguntó situándose a mis espaldas.

- Sí, no se parece a ninguno de los cuadros de Dolores que había visto hasta ahora ¿Lo ha expuesto alguna vez?

- No.

- ¿Puedo preguntarle por qué?

- Ya me lo ha preguntado, pero no tengo ninguna respuesta. Está aquí y aquí seguirá para siempre. Eso es todo.

Me pareció que por primera vez se encontraba incómodo. Como si hubiese leído mis pensamientos, me tomó del codo y me empujó ligeramente para darme la vuelta.

- El almuerzo está preparado, no hagamos esperar a Eloïse o jamás nos lo perdonará.

Le seguí sin oponer resistencia.

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