Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 4 de julio de 2008

El último refugio (V)


Antón me escucha en silencio, asintiendo de vez en cuando.

- Entonces apareció “el elegido”… ya sabes, con su férrea dictadura, llena de leyes y prohibiciones. Había que cortar el mal de raíz. Y el mal era pensar, sentir. Se trataba de educar o reeducar convirtiéndonos en una especie de robots sin sentimientos, porque ese era el pecado. Comenzó la limpieza. Había que andarse con cuidado porque no sabías quien podía denunciarte, un simple rumor era más que suficiente para estar en el punto de mira de los que todo lo vigilan. Yo era joven y soñadora, rebelde. Había sido educada para pensar por mi misma, para hacer uso de mi libertad siempre que no inflingiese daño alguno. Me metí de lleno en uno de los grupos de lucha, minúsculos grupos de resistencia hacia aquella forma de vida. No hacíamos mucho, no podíamos, pero nos negábamos a vivir bajo sus normas. Un día me cazaron. A mí y a un amigo. Habíamos ido a un pequeño apartamento que él tenía en el barrio viejo, herencia de su abuela. Acabábamos de salir de una asamblea clandestina y estábamos los dos excitados y eufóricos. Follamos. Follamos con tanta vehemencia que los gritos debieron escucharse en todo el edificio. Algún hijo de puta nos denunció al tiempo que se la cascaba, seguramente envidioso de no ser el dueño de la polla que yo mamaba en el momento en que se abrió la puerta y aparecieron cuatro o cinco polis apuntándonos con sus pistolas.

- Jajajajajajaja!!! Ya sé, ya sé que no es para reírse, pero me imagino sus caras de sorpresa.

- No te imaginas cómo me miraban, si no hubiera sido por el miedo que tenían de las mutuas denuncias que se practicaban, me habrían pasado por la piedra uno tras otro. Pero en lugar de eso nos esposaron, después de ordenarnos con esas voces frías y metálicas que nos vistiéramos, y nos llevaron ante el juez. No volví a saber de aquel muchacho. Yo fui a parar a una de esas clínicas de reeducación. No te quiero contar lo que me hicieron en los pocos meses que estuve allí encerrada. Pero peor que sus técnicas para convertirme en poco más que una piedra, la infinidad de pastillas que me obligaban a ingerir, las porquerías que me inyectaban, era el sentirse vigilada cada segundo. Recuerdo una vez que estaba dormida y soñaba, uno de esos sueños tan reales que te hace gemir sin darte cuenta, cuando un chorro de agua helada me despertó de golpe…

- Sigue, continúa…

- Nada pudieron hacer mis padres por sacarme de allí, ellos eran muy liberales, ya sabes, y sus antiguas amistades les daban la espalda por miedo a que fuesen considerados igual. El miedo, el miedo era el dueño de cada minuto de nuestra existencia. Yo sólo deseaba terminar de una vez, terminar con mi vida como fuese, pero ni para eso era libre. Mi vida no era mía, no es mía, todo les pertenece. Hubieran podido acabar conmigo en cualquier momento, como hicieron con muchos, pero no, por algún motivo que yo no lograba adivinar se empeñaron en llevarme por el “buen camino”. Aquel motivo no era otro que Ernesto. Nos conocíamos desde niños, no teníamos demasiada relación pero habíamos coincido en algunos eventos a los que habían acudido ambas familias. Resultó que Ernesto se enamoró de mí en una de esas ocasiones y sin yo saberlo había estado siempre pendiente de mi vida, de lo que hacía, de mis amistades.

Llegó un momento, allá encerrada, en que les obligaba a castigarme cada día. Pensaba que esa era la única forma de sacarles de sus casillas y así conseguir que acabasen conmigo. Un error en la dosis inyectada, un castigo inflingido algo más de lo debido… y yo sería libre. Me negué a comer, a beber, me hacía mis necesidades encima, me provocaba vómitos cuando me obligaban a ingerir alimento, y me masturbaba, me masturbaba a todas horas. Cuando me ataron las manos lo hacía boca abajo sobre la almohada, o en el suelo frotándome con la pata de la cama, hasta aprendí a hacerlo abriendo y cerrando las piernas con la simple presión de los músculos. Me ponía ante la cámara… provocándoles. También me ataron las piernas. Tumbada sobre el colchón con correas que me inmovilizaban, supe que no podía vencerles. Y sentí pánico intentando imaginar que harían luego conmigo. Había visto a jóvenes como yo que caminaban por los pasillos como autómatas, no, por nada del mundo quería verme así. No podía consentir que me quitasen la libertad que guardaba en mi cabeza, ese era mi mayor tesoro. Estaba desesperada y apareció Ernesto.

Entró solo en mi habitación. No le reconocí hasta que él me contó quien era y como había estado siempre ahí, muy cerca, sin que yo le dirigiese jamás una mirada. Me hablaba con voz suave, me dijo que me amaba. Él podía sacarme de allí si yo empezaba a comportarme bien, se haría responsable de mí ante las autoridades. Debía hacerlo por mí, por él, por mis padres… me convenció. Y así acabé casada con él que ya entonces ostentaba un cargo de responsabilidad en las filas de nuestro loco presidente.

- Vaya, tengo que agradecerle que te salvase. Pensé que no te volvería a ver… nunca más.

- Antón… ¿viste si pusieron cámaras por la casa?No, quédate tranquila, nadie puso cámaras en ninguna parte, aquí estás a salvo.

(Continuará)

2 comentarios:

Rosario dijo...

Me gustan tus relatos, mantienes la emoción.

Des dijo...

Gracias Rosario, eso es lo que intento.
Bienvenida.
Des.