Me visto y bajo a desayunar a la cocina. Parece que la casa está desierta.
- Buenos días, señora ¿quiere que le sirva el desayuno? – esta mañana la joven criada parece más alegre y sonriente. Y yo supongo que es porque no está delante mi marido.
- No, gracias, sigue con lo que estabas haciendo. Ya me preparo cualquier cosa.
Ella desaparece y la oigo subir las escaleras. Imagino que irá a arreglar mi habitación. Destapo un puchero y me envuelve el dulce aroma del chocolate recién hecho. Me sirvo un buen tazón y rebusco por la despensa, llena a rebosar de variados botes de esos de hojalata en los que siempre te encuentras galletas o ricas magdalenas. Me siento a la mesa donde tantas veces desayuné con la abuela en aquellas mañanas, a veces soleadas, otras lluviosas, al calor de la cocina de carbón y acompañadas por el rítmico tintineo de los cencerros y algún que otro mugido de las vacas. Perdida en mis ensoñaciones no me di cuenta de la presencia de Antón, allí, en la puerta.
- Buenos días, rapacina, ¿dormiste bien?
- Hacía tiempo que no lo hacía así de bien.
- Cuando acabes ese tazón de chocolate te invito a dar un paseo, tienes muchas cosas qué contarme.
- ¿Sabes dónde está mi marido?
- Le vi salir temprano, supongo que iría a la ciudad.
- ¿Y Pin y Pon?
- ¡Jajajajajajaja! - la carcajada se le escapa de forma espontánea – supongo que te refieres a esos dos que parecen su sombra.
- Sí, esos mismos, creo que cuando va a cagar se pelean por limpiarle el culo.
- Pero… ¿qué modales son esos para una señora distinguida?
- Mejor no te contesto, anda… vamos.
Hago ademán de coger su silla, pero él me dice que no, que camine a su lado, se basta y sobra para manejarla él sólo y no quiere hablar sin poder mirarme a la cara. Sobre todo no quiere escuchar, pero eso no lo dice él, lo pienso yo. Caminamos en silencio un buen trecho, tengo la impresión de que quiere alejarse de la casa, hacía un lugar tranquilo. Llegamos a una pequeña explanada bajo un castaño… allí pasaba yo tardes enteras leyendo, desde donde podemos divisar todo el camino, resultando a la vez invisibles para cualquier observador. Está bien pensado, allí no podrán cogernos por sorpresa. Antón se queda un rato mirándome en silencio, parece que ninguno de los dos quisiéramos romperlo.
- Eva, Eva… ¿cómo fue que acabaste casada con ese fantoche?
- Me gusta oírte pronunciar mi nombre, siempre me llamas rapacina y ya ves, ya soy algo mayor para que sigas haciéndolo. Es una fea y larga historia.
- Cuéntamela.
Me acomodo a su lado y permanezco un rato en silencio intentando hallar el principio del ovillo para, como en un juego, ir desenredando la madeja de mi vida desde el último verano que pasé en la casa.
Aquellos tres o cuatro veranos después de mi estancia en Francia fueron los mejores de mi vida, Antón y yo seguíamos con nuestros encuentros furtivos en que él me enseñaba a gozar de mi cuerpo. Pasaba todo el tiempo excitada, con ganas, esperando con expectación poder estar a solas con él. Recuerdo una vez que le abordé en la cocina y cuando andaba con la mano metida bajo mi falda, nos pilló mi padre. Se enfadó e intentó mandarme de vuelta a casa, pero yo guardaba un as en la manga: estaba enterada de sus devaneos con la doncella de mamá, los había espiado más de una vez en el pajar. Se lo solté a bocajarro y le sometí a un chantaje descarado. Yo ya era mayor de edad y hacía lo que me daba la gana con quien me salía del coño. La verdad es que no tuvo mucho que decir y tampoco le daba excesiva importancia a las cosas del sexo.
- Vamos, rapacina ¿a qué esperas?
- Estaba saboreando recuerdos, Antón, desde que estoy aquí me asaltan todos de golpe… ¿sabes lo feliz que me hiciste? ¿lo pensaste alguna vez?
Me mira de esa forma que me quema el alma, como si abriera un inmenso boquete en el centro del corazón.
- No era sólo sexo, Antón, era esa necesidad permanente de ti, de escuchar tu voz, de mirarte, de saberte cerca… ver pasar tu sombra por la puerta ya era suficiente para provocarme.
- No podía ser, Eva, no podía ser. Yo era sólo un sirviente casi veinte años mayor que tú. No debía dejar que ninguna esperanza hiciese nido en mi pensamiento. Eso sí, no podía resistirme a tu hechizo, al deseo que me roía las entrañas… no podía. Pero, deja esa historia, déjala, quiero que me cuentes que pasó después.
- Está bien. Cuando salí de aquí ese último verano no pensaba que tardaría tantos años en volver. Seguí con mis estudios universitarios, me quedaban tres años para licenciarme en arquitectura y disfrutaba con lo que hacía. Fue un curso con mucha tensión, ya sabes todo lo que pasó en aquella época, aunque supongo que aquí no fue tan grave como en las grandes ciudades. Teníamos un gobierno blando y fácilmente coaccionable que se empeñaba en sacarse de la manga leyes inútiles en lugar de hincarles el diente a los graves problemas que empezaban a aquejar al país. En poco tiempo todo se salió de madre. La violencia aumentaba día a día: robos, asesinatos, secuestros, violaciones, terrorismo, tráfico de mujeres, de niños... Las ciudades fueron asaltadas por inmigrantes de todas las nacionalidades sin ningún tipo de control, éramos el paraíso para toda clase de delincuencia. Claro que había muchos de ellos que venían a trabajar, a forjarse un futuro, pero la vaca se estaba quedando sin leche que ordeñar y todos tenían hambre. Proliferaron las bandas callejeras armadas que se liaban a tiros por cualquier motivo. Los políticos se lanzaban insultos a todas horas, incluso hubo quien llegó a las manos, las autonomías se peleaban entre ellas por ver quien sacaba mejor tajada. Y luego vino la crisis económica, empresas que se declaraban en quiebra, cargos públicos que hacían su agosto, desempleo, huelgas, manifestaciones…
(Continuará)
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