(Imagen: Gauguin)
- ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Por qué me has traído aquí?
- Estás en mi casa. Soy Mario. No tenía otro sitio más cerca donde llevarte. Y ahora si has terminado de hilvanar una pregunta tras otra, te miraré ese golpe de la frente. Toma este calmante, en cuanto te haga efecto hablaremos despacio.
- Ey!... eso duele.
- Ya lo sé, por eso te di el calmante. Si eres capaz de estarte quieta un momento y dejar de quejarte te limpiaré la herida.
Al momento, unos dedos suaves rozan apenas mi frente. La palma de su mano a escasos centímetros de mi nariz huele a hierba, a verde, a montaña. Cierro los ojos y espero pacientemente a que termine.
- Bien, esto ya está. No ha sido nada pero te saldrá un buen morado. Intenta incorporarte… déjame que te ayude.
- Ya me siento mejor… gracias.
Me quedo sentada en la cama esperando a que la cabeza deje de latir. Le observo: es un hombre alto, grande, de una edad aproximada a la mía. Tiene el cabello claro, tirando a rubio, y lo lleva recogido atrás en una especie de coleta, una barba rala y corta en plan descuidado. La boca es pequeña con labios no muy gruesos pero tampoco demasiado finos. Sus ojos grises me dejan un momento sin respiración. Son idénticos a los ojos de Antón: grandes, con largas pestañas, y de una profundidad que llega a producir algo de miedo si los miras detenidamente.
- ¿Qué pasó? ¿Viste lo que ocurrió?
- Vi que la yegua se asustó y salió al galope. Yo iba a caballo por un sendero que queda un poco más arriba. Cuando caíste al suelo bajé en tu ayuda. No había nada extraño que hiciera espantar al animal, quizá fue una serpiente que se escondió luego entre la maleza.
- ¿Dónde estoy?
- En mi casa.
- Sí, pero… ¿Dónde está exactamente?
- Un poco más arriba del camino por el que paseabas.
- Nunca antes la había visto.
- Bueno, me parece que se hizo después del último verano que pasaste en la casa, y además está algo escondida. No es fácil encontrarla para alguien que no conozca bien estas tierras.
- ¿Me conoces?
- Claro, señorita… bueno, en realidad no te conocía, pero oí hablar de ti.
- Ah! ¿y la yegua?
- No te preocupes, cuando caíste se quedó allí quieta, esperando. No fue difícil traerla hasta aquí. Está fuera pastando.
- ¿Trabajas aquí? Quiero decir si trabajas para la casa.
- No, no, soy una especie de guardabosques: vigilo que no se produzca ningún incendio, controlo el número de osos pardos que viven allá arriba en el monte, me cuido de las distintas especies de animales… esas cosas.
- Debo irme, si mi marido ha vuelto estará preocupado.
- Te acompaño.
- No, no, no hace falta, estoy bien.
- Déjame que vaya contigo hasta que estés cerca de la casa, puede darte un mareo o alguna cosa.
- Está bien… vamos.
Es verdad, aún no me sentía demasiado bien, el golpe había sido muy fuerte. Cabalgamos en silencio por el estrecho sendero. Yo notaba tras de mí su presencia, sus ojos clavados en mi espalda. En cuanto tuviera un momento hablaría con Antón, debía contestar muchas preguntas. Cuando llegamos a la casa ya estaba oscureciendo.
- Bien, creo que aquí ya estás a salvo.
- Sí, gracias, has sido muy amable… Mario… dijiste.
- Mario
- Eva
Alargué la mano y él la estrechó con suavidad pero con firmeza mientras nos mirábamos fijamente. Después dio media vuelta y se alejó a buen paso en su caballo.
Afortunadamente Ernesto aun no había llegado, pero Antón estaba esperándome en las cuadras, visiblemente preocupado.
- Estás en mi casa. Soy Mario. No tenía otro sitio más cerca donde llevarte. Y ahora si has terminado de hilvanar una pregunta tras otra, te miraré ese golpe de la frente. Toma este calmante, en cuanto te haga efecto hablaremos despacio.
- Ey!... eso duele.
- Ya lo sé, por eso te di el calmante. Si eres capaz de estarte quieta un momento y dejar de quejarte te limpiaré la herida.
Al momento, unos dedos suaves rozan apenas mi frente. La palma de su mano a escasos centímetros de mi nariz huele a hierba, a verde, a montaña. Cierro los ojos y espero pacientemente a que termine.
- Bien, esto ya está. No ha sido nada pero te saldrá un buen morado. Intenta incorporarte… déjame que te ayude.
- Ya me siento mejor… gracias.
Me quedo sentada en la cama esperando a que la cabeza deje de latir. Le observo: es un hombre alto, grande, de una edad aproximada a la mía. Tiene el cabello claro, tirando a rubio, y lo lleva recogido atrás en una especie de coleta, una barba rala y corta en plan descuidado. La boca es pequeña con labios no muy gruesos pero tampoco demasiado finos. Sus ojos grises me dejan un momento sin respiración. Son idénticos a los ojos de Antón: grandes, con largas pestañas, y de una profundidad que llega a producir algo de miedo si los miras detenidamente.
- ¿Qué pasó? ¿Viste lo que ocurrió?
- Vi que la yegua se asustó y salió al galope. Yo iba a caballo por un sendero que queda un poco más arriba. Cuando caíste al suelo bajé en tu ayuda. No había nada extraño que hiciera espantar al animal, quizá fue una serpiente que se escondió luego entre la maleza.
- ¿Dónde estoy?
- En mi casa.
- Sí, pero… ¿Dónde está exactamente?
- Un poco más arriba del camino por el que paseabas.
- Nunca antes la había visto.
- Bueno, me parece que se hizo después del último verano que pasaste en la casa, y además está algo escondida. No es fácil encontrarla para alguien que no conozca bien estas tierras.
- ¿Me conoces?
- Claro, señorita… bueno, en realidad no te conocía, pero oí hablar de ti.
- Ah! ¿y la yegua?
- No te preocupes, cuando caíste se quedó allí quieta, esperando. No fue difícil traerla hasta aquí. Está fuera pastando.
- ¿Trabajas aquí? Quiero decir si trabajas para la casa.
- No, no, soy una especie de guardabosques: vigilo que no se produzca ningún incendio, controlo el número de osos pardos que viven allá arriba en el monte, me cuido de las distintas especies de animales… esas cosas.
- Debo irme, si mi marido ha vuelto estará preocupado.
- Te acompaño.
- No, no, no hace falta, estoy bien.
- Déjame que vaya contigo hasta que estés cerca de la casa, puede darte un mareo o alguna cosa.
- Está bien… vamos.
Es verdad, aún no me sentía demasiado bien, el golpe había sido muy fuerte. Cabalgamos en silencio por el estrecho sendero. Yo notaba tras de mí su presencia, sus ojos clavados en mi espalda. En cuanto tuviera un momento hablaría con Antón, debía contestar muchas preguntas. Cuando llegamos a la casa ya estaba oscureciendo.
- Bien, creo que aquí ya estás a salvo.
- Sí, gracias, has sido muy amable… Mario… dijiste.
- Mario
- Eva
Alargué la mano y él la estrechó con suavidad pero con firmeza mientras nos mirábamos fijamente. Después dio media vuelta y se alejó a buen paso en su caballo.
Afortunadamente Ernesto aun no había llegado, pero Antón estaba esperándome en las cuadras, visiblemente preocupado.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario