Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 2 de junio de 2008

Señora mía (Final)


Estaba tan hermosa. No podía apartar mis ojos de aquel sexo palpitante que se me ofrecía en todo su esplendor. Sentí de nuevo la presión de sus pies en mi espalda atrayéndome y al fin mi boca se hundió entre sus pliegues húmedos y cálidos. Mi lengua se perdió en su interior, mis labios apresaban su clítoris inflamado, succionándolo. Ella, la cabeza hacia atrás, gemía de placer, movía sus caderas empujando su sexo hacía mi rostro. Luego, flexionó las rodillas y apoyó los zapatos contra mi pecho. Me empujó con ellos de modo que parecía querer apartar mi boca de su sexo. Yo sentía sus tacones clavándose en la carne, y el placer que eso me provocaba desbocaba mis deseos haciendo que me hundiese más en ella. Al fin sentí que sus piernas se relajaban, que todos sus sentidos estaban concentrados en el estallido de un inminente orgasmo. Un ronco gemido de placer salió de sus garganta al tiempo que sus jugos inundaban mi boca.

Durante un rato permaneció inmóvil, desfallecida, con los ojos cerrados. Sus piernas descansaban otra vez sobre mis hombros y sus brazos se apoyaban, lánguidos, en el sillón. Abrió los ojos y nuestras miradas quedaron un momento prendidas, hablándose en silencio. Acuéstate, dijo suavemente. Me tendí en el suelo, boca arriba, con mi sexo empinado. Colocó un pie encima de mi estómago, con cuidado, buscando el equilibrio, apoyó un instante todo su peso en él y subió el otro. Se quedó quieta, sobre mí, escrutando mi rostro. Mis ojos se cerraban ante el placer de tenerla allí, de pie sobre mi cuerpo. Entonces ella empezó a caminar despacio, subiendo hacia el pecho, deshaciendo el camino hasta las piernas, presionando mis muslos. Con cada paso sus huellas se marcaban en mi carne dejando pequeñas marcas rojas. Y mi sexo se endurecía cada vez más, palpitando con movimientos incontrolados. La miré. Y la visión de su cuerpo desnudo, erguido sobre el mío, como una diosa cazadora dominando a su presa, fue suficiente para que un chorro de semen saliera despedido y salpicase mi estómago y sus piernas.

Se sentó entonces sobre mí con las piernas abiertas y empezó a besarme. Besos suaves, ligeros, rozando apenas su boca con la mía, entreabriéndola un poco, asomando la lengua sonrosada, para fundirse luego en un beso profundo bebiendo con ansía mi saliva. Luego siguió lamiendo cada una de las marcas sembradas por mi cuerpo, limpiando con la lengua las gotas de semen esparcidas por mi piel. De vez en cuando, volvía otra vez a mi boca, para beber de ella como si de una fuente se tratase. Después se acostó sobre mí y nos quedamos dormidos en el suelo.

Cuando la conocí, hace tres años, no pensé que se convertiría en el Ama más cotizada de la ciudad. Sigue viviendo en el barrio que la vio nacer y cada día, después de dejar recogida la cocina y la cena preparada para la noche, atraviesa la ciudad en metro y se transforma. Yo estoy siempre a su lado, esperando sus órdenes, dispuesto a complacerla, deseando servirla. Soy su esclavo y ella, mi señora.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado esa forma delicada y sensual de tratar esa relación. Un beso.