Una noche más acudo a tu encuentro. Me esperas impaciente entre las cuatro paredes de tu pequeño apartamento. Paseas arriba y abajo, mirando el reloj a cada instante. La llave en la cerradura. Ya llego, amor, no desesperes. Me cuesta tanto robarle unas horas a mi otra vida.
El abrazo es largo, está lleno de ausencias y duele. Mi piel reconoce tu tacto y se emociona. Un ligero temblor sube por mis piernas y me recorre entera. Las bocas desesperadas se buscan. Se encuentran. El deseo se apodera de las lenguas, de los labios, de los dientes que mordisquean golosos. Tus manos rodean mi cintura, pegándome a tu cuerpo. Como en un juego de magia, nos despojamos de la ropa, sin que las bocas se separen. Tú ardes, yo me quemo.
Con una coreografía perfecta, nos poseemos. Ningún movimiento superfluo. Cada mirada, cada caricia, cada beso recibe la respuesta esperada. Tu boca en mi sexo. Tu sexo en mi boca. De nuevo las lenguas se encuentran. Se mezclan sabores, sudores, olores, fluidos. Las palabras huyeron, no hay sitio para ellas. Solo los gemidos, los gritos de placer, se hacen eco en la habitación. Ellas volverán más tarde, cuando se tranquilicen nuestros cuerpos y reposen satisfechos.
Estás en mí. Danzamos. El ritmo suave va ganando intensidad. Se vuelve rápido, potente. Te hundes en mi carne, que te atrapa y te succiona. Quiero seguir mirándote, guardar tu imagen en mi retina. Me invade el placer y los párpados se cierran. Mientras, de nuestras gargantas nace un grito que se ahoga con los besos.
¿Duermes?- me susurras al oído. Tu aliento me hace cosquillas y me eriza el vello de la nuca. No, no duermo- te respondo. Me acurruco, amoldándome a tu cuerpo. ¡Qué se pare el reloj, que se pare!- pienso. Como una niña cuando pide un deseo y cree que si pone todo su empeño acabará cumpliéndose. Tengo que irme- lo he dicho tan bajito que casi no me has oído. Pero lo intuyes, lo sabes. No te vayas, quédate conmigo- no quieres decirlo, pero las palabras escapan de tus labios. Y yo deseo morir, allí mismo, en ese preciso instante.
Me visto lentamente. Y lloro. Lloramos. Yo, por mi cobardía y mis miedos. Tú, por la rabia y la impotencia de no ser capaz de retenerme. Los dos, por este amor adúltero, silencioso y secreto. Condenado a vivir en las sombras sin ver la luz del día. Un amor que, poco a poco, va ganando terreno al otro. Al que está hecho de costumbre y rutina, de manso cariño, de debes y haberes.
Te beso. Me abrazas. Escapo de ti. Salgo a la calle oscura y solitaria. Camino rápido con la cara mojada. No hay luna, ella también se esconde- pienso. En un banco, una pareja se besa. Los miro y no se dan cuenta, están en otro mundo, en su mundo. Durante un momento, estoy parada a su lado, sin verlos. Desando el camino recorrido. Vuelvo.
Otra vez ante tu puerta, noto tu respiración al otro lado. Tiemblo. Voy a acariciar la madera, segura de que a través de ella sentiré tu calor. Abres, me miras un instante y te haces a un lado. Un paso cambiará mi vida. Vuelvo la mirada atrás, como en cámara lenta. Corto el hilo invisible que estira de mí. Entro y cierro la puerta. Y si se acaba el mundo ahí afuera...
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