(Imágen: Verónica Risalde)
No, no corren buenos tiempos. Y yo no debería haber vuelto. Si ya me resulta difícil vivir esta situación allí, entre los fríos e inalterables ciudadanos muertos en vida ¿cómo me las voy a apañar en esta casa llena de recuerdos de otros tiempos?
- Cariño ¿te has dormido? En media hora está lista la cena ¿vienes?
- Sí, sí, Ernesto, me visto y bajo enseguida.
En cuanto me vuelva a poner la máscara de indiferente frialdad estoy contigo – pienso mirándome al espejo.
Estoy terminando de peinarme cuando tengo la sensación que algo como una fugaz sombra acaba de reflejarse en el espejo. Siento una extraña congoja. Me acerco al ventanal, lo abro, y miro hacia fuera. Las ramas de los árboles se mueven con el viento. Eso debió ser, pienso, el viento.
La gran mesa del comedor está ya preparada y mi marido me espera sentado a su cabecera. Seremos sólo dos comensales: él y yo, y una joven criada a la que no conozco sirviendo la cena. ¡Vaya! Estás muy guapa, me dice cuando tomo asiento a su lado, parece que te sentará bien pasar aquí unos días. Asiento levemente: sí, será el viento del norte y este olor a hierba… tengo hambre. Cenamos casi en silencio, sólo alguna frase de cumplido por la exquisitez de la carne o la calidad del vino. Cuando casi hemos terminado Ernesto le pide a la joven que haga el favor de llamar a Antón por si quiere tomar el café en nuestra compañía. Al cabo de un momento se oye el sonido característico de las ruedas sobre la vieja madera encerada. Mi marido aparta la silla a su izquierda para dejar sitio a Antón que le da las gracias con un movimiento de cabeza. Conversan sobre la casa, las tierras y yo sigo atenta sus palabras intentando no pensar en otra cosa, siento sobre mí la mirada de Ernesto, a la vez que me doy cuenta que Antón no me ha mirado ni una sola vez. Sé que lo hace por mí, y quizá también por él.
Me levanté temprano, afortunadamente hace ya tiempo que mi marido y yo no compartimos lecho ¿para qué? Desde que ese loco y sus fanáticos seguidores se hicieron con el país todo ha cambiado: el sexo está prohibido, perseguido, castigado. Las emociones, los sentimientos son el mal de la humanidad, la perdición, por ellos pecábamos, robábamos, matábamos, engañábamos… ahora todo es frío, aséptico, organizado. El acto sexual sólo se realiza para procrear y única y exclusivamente entre un hombre y una mujer unidos legalmente en matrimonio. Y para que así se cumpla existen miles, millones de cámaras esparcidas por todas las casas, ciudades y pueblos. Y lo que es aun peor: los ciudadanos se vigilan unos a otros para encontrar cualquier atisbo de desobediencia que pueda ser denunciado y recibir así su premio. Al “pecador” se le interna de inmediato en una de las clínicas de cura y rehabilitación, donde le realizan un intenso lavado de cerebro a base de drogas o métodos aun peores del que salen como seres totalmente incapacitados para sentir emociones. En las escuelas los niños aprenden como autómatas: no ríen, ni juegan, no lloran, no se pelean, ni se enamoran. Me alegro, me alegro tanto de no haber podido tener hijos con Ernesto. Él lo intentó una y otra vez, sin querer darse por vencido. Todas las noches se acercaba a la cama y me destapaba. Yo abría las piernas y dejaba que me follase conteniendo la respiración. Al principio cuando pensé que le amaba, hacia esfuerzos para que no se notase mi deseo… está prohibido ¿recuerdas?... luego me esforzaba tan solo por no morirme de asco. Un día dejó de hacerlo y yo respiré tranquila. Y él se dedicó a medrar en política hasta convertirse en la mano derecha del puto loco que nos gobierna y que amenaza hacerse con el poder en media Europa.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario