Tengo frío, mucho frío. Ya no siento mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Tengo la boca reseca, sin saliva. Hace horas que no bebo. Ya no siento dolor en mi hambriento estómago, sólo un vacío inmenso, como si tuviese las tripas pegadas. La mujer que yace a mi lado se remueve, con su bebé apretado contra el pecho. Intento percibir la respiración del pequeño y no lo consigo. Quizá esté muerto y ella no se ha dado cuenta. Estamos hacinados, pegados unos a otros; pero el calor de nuestros cuerpos no es suficiente para atenuar este frío en los huesos. Tiemblo. ¡Cuánto silencio! Ya no se escuchan murmullos, ni quejidos. Nada. Todo está negro y helado. Tengo miedo. Debe ser de noche, pero no estoy seguro: he perdido la noción de los días. Han abierto la puerta. ¿Estaremos llegando a nuestro destino? Quieren que salgamos fuera, pero nos cuesta levantarnos. Las piernas no me responden: están anquilosadas. Debo hacer un esfuerzo. Pronto estaré bien: a salvo. El bebé ha empezado a llorar y eso me tranquiliza: no está muerto. Comenzamos a salir lentamente, apretujados, intentando respirar aire puro. Voces alteradas, gritos, empujones. ¿Qué está ocurriendo? Es noche cerrada: todo está oscuro. Me empujan. No, no me voy a tirar al agua. Dicen que estamos cerca de la playa, que aquí se termina el viaje. Oigo chapoteos. El llanto del bebé se eleva por encima de nosotros. Miro hacia abajo y no veo nada: una profunda oscuridad lo inunda todo. Gritos de socorro, súplicas, lloros, lamentos. Voces ásperas que ordenan y amenazan. Estoy al borde del abismo y tengo miedo. Un fuerte golpe en la espalda me hace perder el equilibrio y caigo al mar que, con sus fauces abiertas, espera para tragarme. Tengo miedo.
Patio Casa Lobato
Imagen: Manuel García
domingo, 8 de junio de 2008
Aguas Negras
Tengo frío, mucho frío. Ya no siento mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Tengo la boca reseca, sin saliva. Hace horas que no bebo. Ya no siento dolor en mi hambriento estómago, sólo un vacío inmenso, como si tuviese las tripas pegadas. La mujer que yace a mi lado se remueve, con su bebé apretado contra el pecho. Intento percibir la respiración del pequeño y no lo consigo. Quizá esté muerto y ella no se ha dado cuenta. Estamos hacinados, pegados unos a otros; pero el calor de nuestros cuerpos no es suficiente para atenuar este frío en los huesos. Tiemblo. ¡Cuánto silencio! Ya no se escuchan murmullos, ni quejidos. Nada. Todo está negro y helado. Tengo miedo. Debe ser de noche, pero no estoy seguro: he perdido la noción de los días. Han abierto la puerta. ¿Estaremos llegando a nuestro destino? Quieren que salgamos fuera, pero nos cuesta levantarnos. Las piernas no me responden: están anquilosadas. Debo hacer un esfuerzo. Pronto estaré bien: a salvo. El bebé ha empezado a llorar y eso me tranquiliza: no está muerto. Comenzamos a salir lentamente, apretujados, intentando respirar aire puro. Voces alteradas, gritos, empujones. ¿Qué está ocurriendo? Es noche cerrada: todo está oscuro. Me empujan. No, no me voy a tirar al agua. Dicen que estamos cerca de la playa, que aquí se termina el viaje. Oigo chapoteos. El llanto del bebé se eleva por encima de nosotros. Miro hacia abajo y no veo nada: una profunda oscuridad lo inunda todo. Gritos de socorro, súplicas, lloros, lamentos. Voces ásperas que ordenan y amenazan. Estoy al borde del abismo y tengo miedo. Un fuerte golpe en la espalda me hace perder el equilibrio y caigo al mar que, con sus fauces abiertas, espera para tragarme. Tengo miedo.
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