Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 28 de julio de 2008

El último refugio (XI)



Es aún muy temprano cuando escucho ruidos en la casa, me levanto y me asomo por la ventana, abajo está aparcado el coche de Ernesto. Ya que estoy despierta me doy una ducha y bajo a desayunar. Al pasar por el antiguo despacho de papá oigo voces que hablan bajito, casi en un susurro y se silencian cuando golpeo suavemente con los nudillos.

- ¿Si? ¿Quién es?
- Eva

Es Ernesto quien abre la puerta. La habitación está casi en penumbra, sentados alrededor de la mesa cubierta de documentos están Pin y Pon, como yo me he acostumbrado a llamarles.

- Perdona ¿te hemos despertado?
- No, no importa. He bajado a desayunar… ¿Queréis alguna cosa o desayunas conmigo?
- Sí, voy enseguida, en cuanto terminemos de repasar unos papeles.
- Te espero.

Me dirijo a la cocina y pongo la cafetera en el fuego, mientras en una bandeja voy sacando tostadas, mantequilla, mermelada y zumo de manzana.

- Buenos días, rapacina, has madrugado mucho.
- Antón… qué susto me has dado ¿por qué eres siempre tan silencioso?
- Debe ser que no uso tacones – dice bromeando.
- Ha llegado Ernesto, estoy preparando el desayuno ¿nos acompañas?
- No, debe tener cosas que contarte, yo tomaré un café aquí mismo.
- Está bien, como quieras.

Espero en el salón. He notado a Ernesto cansado, con ojeras, no ha debido dormir en toda la noche. Estoy segura de que algo grave está pasando, quizá los disturbios están cobrando más importancia de la que imaginaban…

- Ya estoy aquí, me muero por un café.
- Ven, siéntate, come algo… no tienes buen aspecto.
- Eva… verás, no puedo quedarme, tengo que volver a Madrid. Todo se está saliendo de madre, se nos escapa de las manos. Aquí hay disturbios y sublevaciones pero allá hay heridos y muertos. El gobierno en pleno está reunido y tengo órdenes que no puedo desobedecer.
- Ya, bien, bien, no te preocupes, pero… yo no quiero irme, Ernesto. No quiero volver ahora. Hacía muchos años que no me sentía tan bien. No me obligues a volver, por favor, no lo hagas.

Me mira en silencio unos minutos que a mí se me hacen eternos.

- Está bien, sí, creo que estarás mejor en esta casa. De todas formas no podría permanecer mucho tiempo a tu lado. Pero… no te muevas de aquí, quiero que me estés esperando cuando vuelva a buscarte.

Hago un esfuerzo para que no perciba mi suspiro de alivio.

- Aquí estaré… ¿Cuándo tienes que irte?
- Enseguida.
- Voy a recoger tus cosas.
- Eva.
- ¿Qué?
- Te quiero, no lo olvides.

Salgo sin responder.

Me siento como aquella jovencita que venía aquí a pasar el verano: libre y feliz. No quiero saber nada de lo que está pasando, no quiero. Yo ya hice mi revolución y tuve mi castigo, ahora que sean otros los que luchen, los que se indignen, los que griten en las calles. No sé, no tengo esperanza en que se logre algo positivo, no sé, no quiero pensar en eso. Las únicas personas a las que amo, mis padres, hace dos o tres años que se marcharon a Londres, siempre les gustó esa ciudad en la que pasaron grandes temporadas por los negocios de papá. Antón está aquí. No tengo a nadie más.

(Continuará)

viernes, 25 de julio de 2008

El último refugio (X)


(Imagen: Philippe Pache)

Lo dice en su susurro y yo despego mi cabeza de su pecho para mirarle a los ojos.

- ¿Cómo se te ocurre que pudiera contárselo? Ojalá no vuelva nunca. No sabes lo que es vivir allí, Antón, no, no lo sabes, siempre fingiendo, rodeada de estúpidos títeres sin cerebro ni corazón ni entrañas. A veces, a veces tengo ganas de coger un cuchillo y abrirlos en canal sólo para ver qué coño tienen allí dentro. Odio a ese hijo de puta que los maneja a su antojo…
- Cálmate, rapacina, cálmate.
- ¿Sabes hasta qué punto le obedecen? Ernesto… él mataría a cualquiera, incluso a mí, si recibe la orden de ese cabrón de presidente.
- No, no digas eso, Ernesto te quiere, él no te haría daño… ¿o sí?... vamos, cuéntame eso que te hace odiarle tanto, algo hay ahí adentro que te está matando.
- Una noche Ernesto organizó en casa una gran cena. Invitados ilustres, altos cargos de la política, manipuladores de los medios de comunicación, los más importantes mandos del ejército… el poder en pleno. Ese hombre, el hombre de tan alta moral, el presidente… no dejó de mirarme durante toda la velada. Había algo en su mirada que a mí me helaba por dentro. Todo se arrastraban ante él como gusanos babosos, me hubiera gustado crecer y crecer como Alicia en el País de las Maravillas y aplastarlos en el suelo, pisar sus cuerpos repugnantes, notar su crujido bajo mis pies, clavarles los tacones en los sesos…pero, en lugar de eso, tenía que estar allí sonriente, pero no demasiado, atenta, pero con elegancia. Me dolían las mejillas de mantener esa pose forzada. Estábamos tomando el café cuando ese cabrón le hizo una seña a Ernesto que corrió a su lado babeante y ansioso. El otro le susurró algo al oído que por un momento cambió la expresión de mi marido. Ambos me miraron y noté una arcada amarga que me subía desde el estómago a la garganta. Al cabo de un rato los invitados salieron al jardín con sus copas de licor y sus cigarros. Hacía una hermosa noche, el cielo estaba plagado de estrellas, aunque creo que sólo yo las vi, los demás se habían olvidado de la emoción que se siente mirándolas. Ernesto se acercó a mí y me cogió suavemente por el codo llevándome con él al interior de la casa. Subimos a su habitación. Y cuando abrió la puerta, allí estaba él, sentado en la cama, intentando mantener una pose de hombre interesante y atractivo cuando sólo era un payaso. Ernesto se marchó y cerró la puerta.

o Acércate ¿quieres?... esta noche estás guapísima.
o ¿Qué quieres?
o Jajajajaja!! Tienes carácter, creo que en aquella clínica no consiguieron domarte, y mira, eso me gusta. Eres mucha mujer para el fantoche con el que te casaste.

- Se había levantado de la cama y lo tenía a mí lado, hablándome muy cerca del oído. Con un rápido movimiento me cogió fuerte del pelo con una mano, mientras con la otra me apretaba contra su cuerpo. Intenté soltarme pero él me tenía bien agarrada por el pelo haciendo que echase la cabeza hacia atrás, su cara frente a la mía.

o Ahora te vas a portar bien y harás lo que yo te diga. Tú aún tienes ese punto salvaje que me excita, seguro que ya se te empapó el coño… a lo mejor prefieres que llame a tu marido para que te sujete… Ernesto… Ernesto.

- Y Ernesto se asomó a la puerta. Estaba allí todo el tiempo, pero no para entrar a salvarme, no, si no para asegurarse de que yo hiciera lo que tenía que hacer. En ese momento me sentí una mierda, menos que una mierda. Dejé de forcejear y me dispuse a hacer cualquier cosa que a aquel cabrón se le antojase. Me puse de rodillas y le saqué la polla del pantalón. Se la mamé con ansia, gemí y grité para que Ernesto me oyese desde el otro lado de la puerta. Me tragué su asqueroso semen y se la limpié con la lengua hasta dejarla reluciente. Luego le desnudé y me desnudé. Le rogué que me follara, que follase a su puta, que me metiera su polla hasta partirme en dos. Abrí mi coño para él: cómetelo, cómetelo… es tuyo, mete la lengua, muérdelo. Y ahora llama al cornudo de mi marido, llámalo, quiero que vea cómo me haces gozar, cómo te follas a su mujer, llámalo para que me corra y grite de placer contigo – le gritaba excitándole. Le llamó con voz ronca y Ernesto asomó la cabeza. Me dio asco, asco y pena, creo que ya no podía albergar tanto odio, lo notaba saliéndome por los poros de la piel. Fingí el más maravilloso orgasmo imaginable, clavé las uñas en su asquerosa espalda hasta hacerle gritar. Cayó sobre mí exhausto y satisfecho.
- Díos mío, Eva, jamás imaginé a Ernesto capaz de algo así.
- Tampoco yo podía creerlo, pero te aseguro que cualquier otro hubiese hecho lo mismo. Sólo piensan en escalar y escalar peldaños de poder y por eso venderían su alma al mejor postor. Así que si se trata de vender a la mujer, la hija o la madre… no tiene importancia.
- ¿Qué pasó después?
- Nada, me levanté y me marché a mi habitación. A Ernesto no le ví en los días siguientes. Una mañana llamó a mi puerta, teníamos una recepción en casa de alguien importante y debía acompañarle. Como si nada hubiese pasado. Me vestí a la hora prevista y salimos hacia allá. En el camino le dije: Si se te ocurre hacerlo otra vez, me clavo un cuchillo allí mismo, delante de todos. No me respondió, pero nunca más volvió a pedirme nada igual.
- Nunca tenías que haber salido de aquí.
- Si me lo hubieses pedido no lo habría hecho.

Calla. Y yo sé que no debo insistir. Buenas noches, le digo, mientras le beso suavemente en los labios.

(continuará)


lunes, 21 de julio de 2008

El último refúgio (IX)



- Menos mal que has llegado, rapacina ¿dónde te has metido? ¿qué es eso de la frente? ¿te caíste?
- No es nada, Antón, no es nada. La yegua se asustó con una serpiente o no se con qué, se encabritó y salió al galope, en la carrera choqué contra un árbol y caí al suelo ¿Y Ernesto?
- Ha llamado hace una media hora, tuve que decirle que estabas dándote un baño, no sabía si le sentaría mal que salieses a pasear a caballo. No tardará en llamar de nuevo, dijo algo de que igual no subía hasta mañana.
- ¡Uf! Mejor.
- Ven aquí, rapacina, agáchate que te mire esa herida… ¡qué susto me has dado! No vuelvas a hacerlo.
- Si todos los golpes recibidos fueran como éste… voy a darme un buen baño, ahora de verdad, y hoy cenamos juntos, tienes que contarme algunas cosas.

Estaba entrando en la casa cuando oí el timbre del teléfono. Era Ernesto. Parecía que tenían problemas allá abajo. Había recibido órdenes directas del presidente de no moverse del centro de operaciones hasta que las cosas se calmasen un poco. Que lo sentía, le hubiera gustado pasar unos días tranquilos en mi compañía. Mentiroso. Era un jodido mentiroso. Él sabía muy bien a qué venía, pero tenía que traerme con él, esa era la única forma de mantenerme vigilada, qué equivocado estaba, me había traído justamente al único lugar de la tierra en el que me sentía otra vez libre, al único sitio en el que podía pensar y actuar como la Eva de entonces, como la Eva que siempre estuvo ahí, escondida en lo más profundo. Sin darse cuenta me había conducido al camino por el que quizá podría huir de su lado para siempre.

- No temas, cariño – le dije con mi voz más neutral – estoy bien. Quédate el tiempo que necesites, debes cumplir con tu deber. Estaré aquí… esperándote.
- Te quiero, Eva.

Eso era nuevo, hacía años que no escuchaba esas palabras de sus labios. Que no mentía al decirlo, también lo sabía, pero no era suficiente.

Cuando bajé al comedor Antón ya estaba esperándome. Esa noche disfrutaríamos de una cena tranquila, solos. Él se había encargado de decirle al servicio que podían irse a casa, el señor no estaba y nosotros dos podíamos apañarnos sin ellos. Las fuentes con los alimentos estaban dispuestas en una esquina de la mesa. Tomé asiento a su lado y serví un poco de ensalada para cada uno.

- ¿Quién es Mario?

La pregunta le pilló desprevenido.

- ¿Mario?... no, no conozco a ningún Mario.
- Vamos, Antón, que ya no soy una niña. Un hombre me recogió en el camino, me llevó a su casa y me curó la herida. Se llama Mario y está viviendo en una casa, en el monte, que yo jamás había visto. Y además se parece mucho a ti. Quiero saber quien es y qué hace aquí.
- Está bien. Lo siento, no merecía la pena hablarte de él porque no pensé que algo así podría ocurrir, que la casualidad te hiciese encontrarte con él. Mario es mi hermanastro.
- ¿Qué?
- Habían pasado más o menos dos años desde que pasaste aquí aquel último verano cuando apareció preguntando por mí, aún estaba bien tu abuela. Al parecer su madre era una de esas mujeres con las que mi padre intentó consolarse, una de las que más le duró. Mario nos contó que vivieron juntos algunos años y que ella le quería mucho. Un día mi padre despareció, como hacía siempre, y la mujer sacó al muchacho adelante como pudo. Cuando le pareció el momento adecuado le contó quien era su padre y que tenía un hermano mayor. No paró hasta que consiguió localizarme. A tu abuela le cayó en gracia y dijo que se quedase con la condición de que tenía que seguir estudiando… ya sabes como era ella. Lo mandamos a la Universidad donde estudió Biología…
- Mis padres… ¿lo saben?
- No, cuando vinieron al entierro de tu abuela, Mario estaba estudiando y sólo venía en vacaciones y vosotros ya no aparecisteis más por aquí. Luego se enteró que necesitaban un guardabosque y pidió la plaza. Aquella parte del monte donde hicimos la casa fue la que me dejó tu abuela en herencia. Le gusta la naturaleza, no sale de allí más que para ir a comprar una o dos veces al mes a la ciudad. Y una vez al año, a principios de otoño, cuando ya no hay peligro de incendio y los animales empiezan a prepararse para la hibernación, se va de viaje. África es su destino preferido.
- ¿Qué sientes por él?

Se queda un momento pensativo… carraspea.

- Al principio sentí una especie de rencor, no sé cómo explicarlo ¿qué cojones venía a buscar ese niñato? Si esperaba sacar tajada, iba listo. Me enfurecí y traté a su madre de furcia. Él me dejó desahogarme y luego me miró, sólo me miró con esos ojos grises, sin decir nada, aguantando mis insultos y mis gritos. Allá, en el fondo gris de sus pupilas había un enorme desamparo. Tu abuela lo había visto antes que yo y ya había tomado su decisión, como siempre acertada. Y luego… luego me salvó la vida.
- ¿Cuándo el accidente?
- Sí. Él fue quien me encontró tirado en aquel barranco, ni sé cómo pudo bajar por esas peñas gigantes y afiladas. No quiso tocarme al darse cuenta que tenía la columna destrozada. Volvió arriba, a su casa, a por una manta. Cuando me dejó tapado marchó al galope a buscar ayuda. Me sacaron de allí en helicóptero… y ya sabes el resto de la historia.

Lo dice mirando la silla de ruedas sobre la que está sentado. En ese momento sólo tengo ganas de abrazarle. Y lo hago. Me arrodillo entre sus piernas y me aprieto contra él aspirando el aroma de su piel, dejando que ese calor tibio que desprende me caliente los huesos. Él deposita suaves besos en mi pelo.

- No dejes que se entere tu marido, no le cuentes nada.

(Continuará)

miércoles, 16 de julio de 2008

El último refugio (VIII)


(Imagen: Gauguin)
- ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Por qué me has traído aquí?
- Estás en mi casa. Soy Mario. No tenía otro sitio más cerca donde llevarte. Y ahora si has terminado de hilvanar una pregunta tras otra, te miraré ese golpe de la frente. Toma este calmante, en cuanto te haga efecto hablaremos despacio.
- Ey!... eso duele.
- Ya lo sé, por eso te di el calmante. Si eres capaz de estarte quieta un momento y dejar de quejarte te limpiaré la herida.

Al momento, unos dedos suaves rozan apenas mi frente. La palma de su mano a escasos centímetros de mi nariz huele a hierba, a verde, a montaña. Cierro los ojos y espero pacientemente a que termine.

- Bien, esto ya está. No ha sido nada pero te saldrá un buen morado. Intenta incorporarte… déjame que te ayude.
- Ya me siento mejor… gracias.

Me quedo sentada en la cama esperando a que la cabeza deje de latir. Le observo: es un hombre alto, grande, de una edad aproximada a la mía. Tiene el cabello claro, tirando a rubio, y lo lleva recogido atrás en una especie de coleta, una barba rala y corta en plan descuidado. La boca es pequeña con labios no muy gruesos pero tampoco demasiado finos. Sus ojos grises me dejan un momento sin respiración. Son idénticos a los ojos de Antón: grandes, con largas pestañas, y de una profundidad que llega a producir algo de miedo si los miras detenidamente.

- ¿Qué pasó? ¿Viste lo que ocurrió?
- Vi que la yegua se asustó y salió al galope. Yo iba a caballo por un sendero que queda un poco más arriba. Cuando caíste al suelo bajé en tu ayuda. No había nada extraño que hiciera espantar al animal, quizá fue una serpiente que se escondió luego entre la maleza.
- ¿Dónde estoy?
- En mi casa.
- Sí, pero… ¿Dónde está exactamente?
- Un poco más arriba del camino por el que paseabas.
- Nunca antes la había visto.
- Bueno, me parece que se hizo después del último verano que pasaste en la casa, y además está algo escondida. No es fácil encontrarla para alguien que no conozca bien estas tierras.
- ¿Me conoces?
- Claro, señorita… bueno, en realidad no te conocía, pero oí hablar de ti.
- Ah! ¿y la yegua?
- No te preocupes, cuando caíste se quedó allí quieta, esperando. No fue difícil traerla hasta aquí. Está fuera pastando.
- ¿Trabajas aquí? Quiero decir si trabajas para la casa.
- No, no, soy una especie de guardabosques: vigilo que no se produzca ningún incendio, controlo el número de osos pardos que viven allá arriba en el monte, me cuido de las distintas especies de animales… esas cosas.
- Debo irme, si mi marido ha vuelto estará preocupado.
- Te acompaño.
- No, no, no hace falta, estoy bien.
- Déjame que vaya contigo hasta que estés cerca de la casa, puede darte un mareo o alguna cosa.
- Está bien… vamos.

Es verdad, aún no me sentía demasiado bien, el golpe había sido muy fuerte. Cabalgamos en silencio por el estrecho sendero. Yo notaba tras de mí su presencia, sus ojos clavados en mi espalda. En cuanto tuviera un momento hablaría con Antón, debía contestar muchas preguntas. Cuando llegamos a la casa ya estaba oscureciendo.

- Bien, creo que aquí ya estás a salvo.
- Sí, gracias, has sido muy amable… Mario… dijiste.
- Mario
- Eva

Alargué la mano y él la estrechó con suavidad pero con firmeza mientras nos mirábamos fijamente. Después dio media vuelta y se alejó a buen paso en su caballo.

Afortunadamente Ernesto aun no había llegado, pero Antón estaba esperándome en las cuadras, visiblemente preocupado.
(Continuará)

jueves, 10 de julio de 2008

Pamplona... allá voy.



Imagen: Miguel Ángel Antoñanzas

Siento dejaros a medias con la historia que estaba contando, pero me voy unos días a disfrutar de las fiestas de San Fermín y a visitar a algunos buenos amigos navarros a los que hace tiempo que no veo.

Hasta el próximo lunes. Sed felices.

miércoles, 9 de julio de 2008

El último refugio (VII)


La comida transcurre tranquila, escucho atentamente a mi marido que se empeña en contarme punto por punto las gestiones que le han llevado a la ciudad. Al parecer están apareciendo focos de rebeldía y resistencia al gobierno, sobre todo en las cuencas mineras. Éstos han visto mermados muchos de los derechos que les costó años de lucha conseguir y no están dispuestos a perderlos por los caprichos del presidente y su pandilla de ministros. Los universitarios están empezando también a alzar sus voces de protesta. Lo que me extraña es que hayan aguantado tanto, no son la clase de gente que se doblega ante la estupidez de unos pocos mandamases, el miedo llega un momento en que deja de ser efectivo porque uno se acostumbra a vivir con él y empieza a cuestionarse si vale la pena vivir así o pasar de una vez todo el terror, como un mal trago, e intentar acabar con el que lo provoca. Ahora comprendo su empeño en venir a pasar unos días a la casa de la abuela. Dice que después de comer tiene que volver a una importante reunión con las autoridades y yo me alegro de esos ratos de libertad que disfruto sin su presencia.

He decidido salir a dar un paseo a caballo. Antón empezó a poner excusas: que si igual me pierdo, que si la yegua no me conoce… creo que no quería que saliera sola, pero no le hice caso, ensillé la yegua y marché hacia el monte.

No recordaba la belleza de estas tierras, su grandiosidad. Las enormes montañas allá arriba como grandes colosos custodiando los bosques exuberantes, frondosos, plagados de árboles gigantes que en algunos momentos tapan completamente el cielo. Un olor a verde se extiende por doquier penetrando por la nariz hasta inundar los pulmones. De vez en cuando una inmensa pradera con algunas vacas, o un par de caballos pastando tranquilamente como si el tiempo se hubiese detenido hace cientos de años en esos parajes. Se escucha el fluir del agua fresca y cristalina de cualquiera de los muchos manantiales esparcidos por la montaña. Siempre pensé que esto debió ser el paraíso.

El relinchar de la yegua me saca del estado de éxtasis en que me había sumergido.

- Ehhhhh!!! Quieta bonita, tranquila, tranquila ¿qué ocurre?
Ella vuelve a relinchar al tiempo que se encabrita alzando las patas delanteras. Tengo que sujetarme fuerte a las riendas para no acabar en el suelo. Y menos mal, porque en el momento que vuelve a poner las pezuñas en la tierra sale galopando a una velocidad de vértigo por el estrecho sendero por el que paseábamos. De nada sirven mis esfuerzos para frenar su enloquecido galope. Pasamos rozando las ramas de los árboles y temo que va a acabar perdiéndome en su loca carrera. Un golpe seco en la frente y caigo en medio del camino… inconsciente.

Me duele la cabeza. Abro los ojos e intento moverme pero un dolor intenso en medio de la frente me impide hacerlo. Todo está oscuro y en silencio. Palpo mi cuerpo despacio por ver si tengo algo roto, alguna herida… pero no, parece que todo está en su sitio, sólo ese palpitar de la cabeza. Estoy sobre una cama o algo parecido. Es entonces cuando una pequeña franja de luz ilumina la habitación. Acaba de abrirse la puerta.

- ¿Estás bien? Quieta, quieta, no te muevas, te has dado un buen golpe.

Es una voz de hombre, una voz que no conozco.

(continuará)

lunes, 7 de julio de 2008

El último refugio (VI)



Me acerco a él despacio y me siento sobre sus piernas, a horcajadas. Busco su boca desesperadamente, necesito el sabor de sus besos. Él me besa como entonces, no ha perdido ni un ápice de su atractivo. Me remuevo apretando mi sexo sobre el suyo y me extraño al no sentir que algo se despierta entre sus piernas.

- No, rapacina, no te esfuerces, el accidente me dejó muerto algo más que las piernas, ahí ya no hay nada más que un aparato para mear.
- Lo siento, Antón, lo siento. Supe del accidente pero no podía venir a verte, no me sentía con fuerzas. ¡Vaya! Yo que pensaba aprovecharme de ti ahora que estás ahí sentado y no puedes moverte – lo digo riendo intercalando entre cada una de las palabras besos y jugueteos con la lengua e intentando quitarle hierro al asunto.

Él ha empezado a acariciarme entre las piernas y sus hábiles dedos apartan a un lado las bragas. Mi sexo está húmedo. Me incorporo un poco dejando que introduzca los dedos en él y me dejo resbalar otra vez hacia abajo mientras siento como me penetra profundamente. No deja de mirarme mientras mi respiración se agita con cada movimiento. Me separo de él y le veo llevarse la mano empapada de mis jugos a la boca y lamer uno a uno los dedos.
Detrás de nosotros hay una gran mesa de piedra. Doy la vuelta a la silla de forma que Antón queda de cara a ella y a continuación me tumbo de espaldas sobre la fría superficie al tiempo que alzo las piernas y las apoyo en sus hombros. Al momento siento su lengua abriéndose camino entre los labios rojos de mi sexo. Mete las manos por debajo de mis nalgas y me atrae hacia él hundiendo su rostro entre mis piernas. Me muerdo los puños para no gritar de placer. Así, bajo la frondosidad de los árboles que nos protegen de miradas ajenas me diluyo en su boca… como entonces.
Ya recuperado el aliento, me incorporo y me quedo allí sentada con Antón apoyado en mis rodillas.

- Nunca te dije que te quería ¿verdad?
- No, rapacina, no hacía falta… ¿de qué nos hubiera servido eso? Tú estabas hecha para vivir otra vida, claro que no podías imaginar lo que pasaría luego.
- Hubiera sido feliz aquí contigo, lo sé… ¿me echaste alguna vez de menos?
- Todos los días de mi vida.

No se qué decir y me quedo un rato en silencio. Un leve crujir de hojas y ramas secas nos hace levantar a ambos la cabeza.

- ¿Oíste eso?
- Shhhhhhhhhh.
- No han podido llegar ellos, hubiésemos visto los coches por la carretera.
- No, no temas, sería alguna rabosa, últimamente merodean por aquí.
- Anoche, antes de bajar a cenar, me pareció escuchar ruido fuera y algo como una sombra en el espejo.
- Imaginaciones tuyas, rapacina, estate tranquila, aquí nadie te hará daño. Y ahora volvamos a la casa, tu marido no tardará en volver.

Emprendemos el camino de regreso en silencio, cada uno enfrascado en sus pensamientos. Tengo la sensación de que algo está preocupando a Antón, pero le conozco lo suficiente para saber que no me lo va a contar. Debo concentrarme en aparentar delante de Ernesto y sus muñecos, tengo que matar mi corazón cuando ellos están cerca.

(Continuará)

viernes, 4 de julio de 2008

El último refugio (V)


Antón me escucha en silencio, asintiendo de vez en cuando.

- Entonces apareció “el elegido”… ya sabes, con su férrea dictadura, llena de leyes y prohibiciones. Había que cortar el mal de raíz. Y el mal era pensar, sentir. Se trataba de educar o reeducar convirtiéndonos en una especie de robots sin sentimientos, porque ese era el pecado. Comenzó la limpieza. Había que andarse con cuidado porque no sabías quien podía denunciarte, un simple rumor era más que suficiente para estar en el punto de mira de los que todo lo vigilan. Yo era joven y soñadora, rebelde. Había sido educada para pensar por mi misma, para hacer uso de mi libertad siempre que no inflingiese daño alguno. Me metí de lleno en uno de los grupos de lucha, minúsculos grupos de resistencia hacia aquella forma de vida. No hacíamos mucho, no podíamos, pero nos negábamos a vivir bajo sus normas. Un día me cazaron. A mí y a un amigo. Habíamos ido a un pequeño apartamento que él tenía en el barrio viejo, herencia de su abuela. Acabábamos de salir de una asamblea clandestina y estábamos los dos excitados y eufóricos. Follamos. Follamos con tanta vehemencia que los gritos debieron escucharse en todo el edificio. Algún hijo de puta nos denunció al tiempo que se la cascaba, seguramente envidioso de no ser el dueño de la polla que yo mamaba en el momento en que se abrió la puerta y aparecieron cuatro o cinco polis apuntándonos con sus pistolas.

- Jajajajajajaja!!! Ya sé, ya sé que no es para reírse, pero me imagino sus caras de sorpresa.

- No te imaginas cómo me miraban, si no hubiera sido por el miedo que tenían de las mutuas denuncias que se practicaban, me habrían pasado por la piedra uno tras otro. Pero en lugar de eso nos esposaron, después de ordenarnos con esas voces frías y metálicas que nos vistiéramos, y nos llevaron ante el juez. No volví a saber de aquel muchacho. Yo fui a parar a una de esas clínicas de reeducación. No te quiero contar lo que me hicieron en los pocos meses que estuve allí encerrada. Pero peor que sus técnicas para convertirme en poco más que una piedra, la infinidad de pastillas que me obligaban a ingerir, las porquerías que me inyectaban, era el sentirse vigilada cada segundo. Recuerdo una vez que estaba dormida y soñaba, uno de esos sueños tan reales que te hace gemir sin darte cuenta, cuando un chorro de agua helada me despertó de golpe…

- Sigue, continúa…

- Nada pudieron hacer mis padres por sacarme de allí, ellos eran muy liberales, ya sabes, y sus antiguas amistades les daban la espalda por miedo a que fuesen considerados igual. El miedo, el miedo era el dueño de cada minuto de nuestra existencia. Yo sólo deseaba terminar de una vez, terminar con mi vida como fuese, pero ni para eso era libre. Mi vida no era mía, no es mía, todo les pertenece. Hubieran podido acabar conmigo en cualquier momento, como hicieron con muchos, pero no, por algún motivo que yo no lograba adivinar se empeñaron en llevarme por el “buen camino”. Aquel motivo no era otro que Ernesto. Nos conocíamos desde niños, no teníamos demasiada relación pero habíamos coincido en algunos eventos a los que habían acudido ambas familias. Resultó que Ernesto se enamoró de mí en una de esas ocasiones y sin yo saberlo había estado siempre pendiente de mi vida, de lo que hacía, de mis amistades.

Llegó un momento, allá encerrada, en que les obligaba a castigarme cada día. Pensaba que esa era la única forma de sacarles de sus casillas y así conseguir que acabasen conmigo. Un error en la dosis inyectada, un castigo inflingido algo más de lo debido… y yo sería libre. Me negué a comer, a beber, me hacía mis necesidades encima, me provocaba vómitos cuando me obligaban a ingerir alimento, y me masturbaba, me masturbaba a todas horas. Cuando me ataron las manos lo hacía boca abajo sobre la almohada, o en el suelo frotándome con la pata de la cama, hasta aprendí a hacerlo abriendo y cerrando las piernas con la simple presión de los músculos. Me ponía ante la cámara… provocándoles. También me ataron las piernas. Tumbada sobre el colchón con correas que me inmovilizaban, supe que no podía vencerles. Y sentí pánico intentando imaginar que harían luego conmigo. Había visto a jóvenes como yo que caminaban por los pasillos como autómatas, no, por nada del mundo quería verme así. No podía consentir que me quitasen la libertad que guardaba en mi cabeza, ese era mi mayor tesoro. Estaba desesperada y apareció Ernesto.

Entró solo en mi habitación. No le reconocí hasta que él me contó quien era y como había estado siempre ahí, muy cerca, sin que yo le dirigiese jamás una mirada. Me hablaba con voz suave, me dijo que me amaba. Él podía sacarme de allí si yo empezaba a comportarme bien, se haría responsable de mí ante las autoridades. Debía hacerlo por mí, por él, por mis padres… me convenció. Y así acabé casada con él que ya entonces ostentaba un cargo de responsabilidad en las filas de nuestro loco presidente.

- Vaya, tengo que agradecerle que te salvase. Pensé que no te volvería a ver… nunca más.

- Antón… ¿viste si pusieron cámaras por la casa?No, quédate tranquila, nadie puso cámaras en ninguna parte, aquí estás a salvo.

(Continuará)

miércoles, 2 de julio de 2008

Labios dulces, garras afiladas.


(Imagen: Man Ray)


Ella se merece algo más que un enlace en mi lista de blogs amigos. Se lo merece por buena escritora y tremenda poetisa, pero sobre todo y por encima de su buen hacer en materia de literatura, se lo merece por su calidad humana. Marien es ante todo una gran amiga, yo diría que junto con mi Bruja Mim, es MI gran amiga, y estoy orgullosa y feliz de darle la bienvenida al mundo de la globosfera.
Por fín están al alcance de un click sus maravillosos poemas. Ella se mueve con exquisita y elegante soltura entre sonetos, redondillas, liras, coplas, romances o versos libres. Y lo hace de forma sencilla, sin necesidad de frases rebuscadas. Escribe con pasión, de dentro afuera. Es dificil no sentirse identificado con alguno de sus poemas. Es dificil no pensar que eso que ella escribe es precisamente lo que quisiéramos nosotros expresar así de bien, y de bonito.
Hoy nos trae sus poemarios y espero que muy pronto nos acerque también sus maravillosos cuentos.
Disfrutadla, no os arrepentiréis.
Te quiero, morena.


martes, 1 de julio de 2008

El último refugio (IV)



(Imagen: Joven echada - Angel Arias)

Me visto y bajo a desayunar a la cocina. Parece que la casa está desierta.

- Buenos días, señora ¿quiere que le sirva el desayuno? – esta mañana la joven criada parece más alegre y sonriente. Y yo supongo que es porque no está delante mi marido.
- No, gracias, sigue con lo que estabas haciendo. Ya me preparo cualquier cosa.

Ella desaparece y la oigo subir las escaleras. Imagino que irá a arreglar mi habitación. Destapo un puchero y me envuelve el dulce aroma del chocolate recién hecho. Me sirvo un buen tazón y rebusco por la despensa, llena a rebosar de variados botes de esos de hojalata en los que siempre te encuentras galletas o ricas magdalenas. Me siento a la mesa donde tantas veces desayuné con la abuela en aquellas mañanas, a veces soleadas, otras lluviosas, al calor de la cocina de carbón y acompañadas por el rítmico tintineo de los cencerros y algún que otro mugido de las vacas. Perdida en mis ensoñaciones no me di cuenta de la presencia de Antón, allí, en la puerta.

- Buenos días, rapacina, ¿dormiste bien?
- Hacía tiempo que no lo hacía así de bien.
- Cuando acabes ese tazón de chocolate te invito a dar un paseo, tienes muchas cosas qué contarme.
- ¿Sabes dónde está mi marido?
- Le vi salir temprano, supongo que iría a la ciudad.
- ¿Y Pin y Pon?
- ¡Jajajajajajaja! - la carcajada se le escapa de forma espontánea – supongo que te refieres a esos dos que parecen su sombra.
- Sí, esos mismos, creo que cuando va a cagar se pelean por limpiarle el culo.
- Pero… ¿qué modales son esos para una señora distinguida?
- Mejor no te contesto, anda… vamos.

Hago ademán de coger su silla, pero él me dice que no, que camine a su lado, se basta y sobra para manejarla él sólo y no quiere hablar sin poder mirarme a la cara. Sobre todo no quiere escuchar, pero eso no lo dice él, lo pienso yo. Caminamos en silencio un buen trecho, tengo la impresión de que quiere alejarse de la casa, hacía un lugar tranquilo. Llegamos a una pequeña explanada bajo un castaño… allí pasaba yo tardes enteras leyendo, desde donde podemos divisar todo el camino, resultando a la vez invisibles para cualquier observador. Está bien pensado, allí no podrán cogernos por sorpresa. Antón se queda un rato mirándome en silencio, parece que ninguno de los dos quisiéramos romperlo.

- Eva, Eva… ¿cómo fue que acabaste casada con ese fantoche?
- Me gusta oírte pronunciar mi nombre, siempre me llamas rapacina y ya ves, ya soy algo mayor para que sigas haciéndolo. Es una fea y larga historia.
- Cuéntamela.

Me acomodo a su lado y permanezco un rato en silencio intentando hallar el principio del ovillo para, como en un juego, ir desenredando la madeja de mi vida desde el último verano que pasé en la casa.

Aquellos tres o cuatro veranos después de mi estancia en Francia fueron los mejores de mi vida, Antón y yo seguíamos con nuestros encuentros furtivos en que él me enseñaba a gozar de mi cuerpo. Pasaba todo el tiempo excitada, con ganas, esperando con expectación poder estar a solas con él. Recuerdo una vez que le abordé en la cocina y cuando andaba con la mano metida bajo mi falda, nos pilló mi padre. Se enfadó e intentó mandarme de vuelta a casa, pero yo guardaba un as en la manga: estaba enterada de sus devaneos con la doncella de mamá, los había espiado más de una vez en el pajar. Se lo solté a bocajarro y le sometí a un chantaje descarado. Yo ya era mayor de edad y hacía lo que me daba la gana con quien me salía del coño. La verdad es que no tuvo mucho que decir y tampoco le daba excesiva importancia a las cosas del sexo.

- Vamos, rapacina ¿a qué esperas?
- Estaba saboreando recuerdos, Antón, desde que estoy aquí me asaltan todos de golpe… ¿sabes lo feliz que me hiciste? ¿lo pensaste alguna vez?

Me mira de esa forma que me quema el alma, como si abriera un inmenso boquete en el centro del corazón.

- No era sólo sexo, Antón, era esa necesidad permanente de ti, de escuchar tu voz, de mirarte, de saberte cerca… ver pasar tu sombra por la puerta ya era suficiente para provocarme.
- No podía ser, Eva, no podía ser. Yo era sólo un sirviente casi veinte años mayor que tú. No debía dejar que ninguna esperanza hiciese nido en mi pensamiento. Eso sí, no podía resistirme a tu hechizo, al deseo que me roía las entrañas… no podía. Pero, deja esa historia, déjala, quiero que me cuentes que pasó después.


- Está bien. Cuando salí de aquí ese último verano no pensaba que tardaría tantos años en volver. Seguí con mis estudios universitarios, me quedaban tres años para licenciarme en arquitectura y disfrutaba con lo que hacía. Fue un curso con mucha tensión, ya sabes todo lo que pasó en aquella época, aunque supongo que aquí no fue tan grave como en las grandes ciudades. Teníamos un gobierno blando y fácilmente coaccionable que se empeñaba en sacarse de la manga leyes inútiles en lugar de hincarles el diente a los graves problemas que empezaban a aquejar al país. En poco tiempo todo se salió de madre. La violencia aumentaba día a día: robos, asesinatos, secuestros, violaciones, terrorismo, tráfico de mujeres, de niños... Las ciudades fueron asaltadas por inmigrantes de todas las nacionalidades sin ningún tipo de control, éramos el paraíso para toda clase de delincuencia. Claro que había muchos de ellos que venían a trabajar, a forjarse un futuro, pero la vaca se estaba quedando sin leche que ordeñar y todos tenían hambre. Proliferaron las bandas callejeras armadas que se liaban a tiros por cualquier motivo. Los políticos se lanzaban insultos a todas horas, incluso hubo quien llegó a las manos, las autonomías se peleaban entre ellas por ver quien sacaba mejor tajada. Y luego vino la crisis económica, empresas que se declaraban en quiebra, cargos públicos que hacían su agosto, desempleo, huelgas, manifestaciones…

(Continuará)