Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 26 de junio de 2009

Etapa 3: La Laguna-Samos


(Imagen: Monasterio de Samos)

Jueves, 11 de junio de 2009

Aún no son las siete cuando bajamos al bar, y ya está Divina trasteando. Nos prepara un exquisito desayuno: zumo de naranja, tostadas y café, y menuda cantidad de tostadas, creo que con eso voy bien servida hasta la hora de la cena. Les deseo buen camino a los ciclistas franceses, y agradezco la buena compañía al que me cayó del cielo, me quedo haciendo unos estiramientos antes de encarar las últimas cuestas hasta O Cebreiro.

A estas horas estoy descansada y no me cuesta mucho llegar arriba. Visito la Iglesia y me siento un poco a admirar el paisaje que se abre ante mis ojos. Se está tan bien allí con el frescor de la mañana que da pereza continuar caminando. Me tomo un café mientras remoloneo un poco y aprovecho para llamar a casa. Les doy un poco de envidia explicándoles dónde me encuentro y confirmo que ya todo está en orden: sin novedad en el frente.

Y otra vez dos altos maldigo entre dientes. Al de San Roque llego más o menos descansada y vuelvo a hacer una paradita en Hospital de la Condesa. Estoy decidida a parar las veces que haga falta, la etapa de hoy es larga y hay que tomarla con tranquilidad. El Alto del Poio es algo más duro, sobre todo porque el sol ha decidido hacernos compañía y empieza a calentar con ganas. Me encuentro con algunos peregrinos sudando y agotados, unos y otros vamos parando para tomar aliento después de cada cuesta. Puedo distinguir por fin la cumbre, creí que no llegaba.

Me siento en la terraza del bar que hay nada más llegar arriba, al lado de la carretera, y pido un bocadillo de jamón. A mi alrededor la gente bromea y ríe con satisfacción, sus rostros reflejan euforia después del esfuerzo. Un grupo de jóvenes ciclistas gaditanos acaban de tomar asiento muy cerca de mí, la subida por carretera no es una tontería y ellos comentan entre risas y quejas su dureza. Aún no han acabado de pedir sus bocatas cuando aparece una pareja de alemanes algo mayores, ella después confiesa haber cumplido los 72 años y el hombre 74. Saludan alegremente a los de Cádiz y ellos se hacen cruces. “Que no pue ser, me tienen desmoralizao” comenta uno con su gracejo andaluz, “que tienen que llevar un motor o algo”, dice otro. Todos estamos pendientes de ellos, los alemanes no dejan de sonreír y los jovencitos erre que erre: “Tos los días igual con la pareja, les pasamos como una máquina, y en cuanto paramos a descansar… zas, ya nos dieron alcance… mardita sea” Las sonrisas se convierten en puras carcajadas. Los chicos, aunque lo dicen bromeando, creo yo que en realidad se sienten un poquito tocados en su amor propio. Y yo me alegro por la pareja alemana, más que nada porque por edad estoy más cerca de ellos que de los otros, y admiro su tesón.

Mimos a mis pies y emprendo el camino hacia Triacastela. Aflojo un poco el paso para que me pasen otra vez la pareja del carro y su cuñado que como siempre van escandalizando, ahora están poniendo verde a una francesa que según ellos hace el camino mitad andando y mitad en coche, luego resultaría que estaban totalmente equivocados ¿por qué no mantendrán la boca cerrada?

La bajada a Triacastela se me hace algo pesada, el sendero está muy despejado y me da el sol de pleno, por su lado las rodillas se resienten, sobre todo la derecha en la que ya empiezo a sentir alguna molestia. Por fin, allá a lo lejos, distingo el pueblo. Cuando entro, tengo la sensación de que es un lugar turístico cualquiera de la costa, pero sin playa, la calle principal está plagada de terrazas llenas de gente. Sigo sin parar hasta la Iglesia. Allí, justo enfrente, en la sombra hay un banco de piedra. Dejo la mochila y entro en la Iglesia, fresca y en penumbra. A su alrededor, el cementerio está precioso, es la festividad del Corpus y las tumbas están llenas de flores. Me gustan estos cementerios, con su pequeña iglesia en el centro. Yo, que soy partidaria acérrima de la incineración me sorprendo pensando qué tranquilos deben estar aquí los muertos.

Me siento en el banco y me descalzo. Mientras como unas nueces y unas pasas, llamo a mi madre. Desde que me marché no hablé con ella y estaba preocupada porque venía sola. De haberlo sabido antes es capaz de colgarse la mochila a la espalda y venir acompañándome. Se alegra mucho al oírme y me paso más de media hora contándole donde estoy y lo que he hecho. Son las cuatro, podía quedarme hoy aquí, pero no, quiero pasar la noche en Samos, en el Monasterio. Recojo las cosas y me pongo en camino.

No pasa mucho tiempo y me doy cuenta que el dolor en la rodilla derecha se acentúa y empiezo a cojear. El sol calienta de lo lindo y sólo da un respiro cuando entro en algún sendero que lleva a los pueblos que hay en el camino. Hago otra parada en un bar para tomar un Aquarius, y Samos que no llega, se me está haciendo eterno. Llega un momento en que me canso de subir y bajar para pasar por pequeñas aldeas en que sólo me encuentro con algún perro dormitando en mitad del camino, y decido seguir por la carretera. No me doy cuenta de que el sol me da de lleno en la espalda y acabo con las pantorrillas tostadas como muslos de pollo.

Cuando por fin avisto Samos, estoy hecha polvo, quemada y cojeando debo dar lástima a los camioneros que pasan a mi lado a toda velocidad. El Monasterio, se alza imponente ante mis ojos. Me planto en la puerta y el hospitalero se levanta de la silla en que estaba sentado. No puedo más, le digo, y el hombre sonriendo me quita la mochila de la espalda. Tranquila, ya puedes descansar, me dice con voz amable. Y ese gesto, esa sencilla frase hacen que me olvide de un plumazo de todo el cansancio que arrastro. Son las 8 y media de la tarde.

Llevo mi mochila hasta la última litera, junto a una puerta. Debajo de mí está una chinita con la que coincidí en Villafranca, que me recibe con una sonrisa. Me doy una ducha y salgo a dar una vuelta. Saco dinero en un cajero para reponer existencias y ceno algo en un bar cercano. Luego me siento un rato en un banco, al lado del río, admirando el majestuoso Monasterio, mientras me fumo el último cigarrito de hoy.

Cuando estoy ya acostada en la litera, distingo las voces de Juan y la chica suiza de Villafranca. Mañana les saludaré, pienso antes de dormirme. Hoy no hay ronquidos ni ruidos que perturben mi sueño, estoy rendida. Y feliz.

2 comentarios:

Sakura dijo...

¡Qué gusto da leerte!
Besos

Des dijo...

Y a mí saber que andas por aquí, pero...hummm... no se yo si dirás lo mismo cuando empiece a poneros "verdes" jejejeje.
Un beso.

Pd: Esto lo digo para que te pique la curiosidad y no dejes de visitarme.