Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 26 de junio de 2009

Etapa 4: Samos-Mirallos


(Imagen: Convento de la Magdalena)

Viernes, 12 de junio de 2009

Mientras acabo de colocar mis pertenencias en la mochila, anoto mentalmente la necesidad de comprar una toalla, ayer cuando iba a ducharme me di cuenta, la olvidé en La Laguna. Maldigo mi despiste, era una de esas de fibra, que ni pesan ni ocupan nada de espacio. Tuve que apañarme para secarme con un pareo que, afortunadamente, metí a última hora.

Antes de salir converso un rato con Juan y la suiza, piensan llegar a Ferreiros, así que posiblemente allí nos vemos. También me despido del hospitalero y le doy las gracias por su acogida, me dice que esta mañana tengo mejor aspecto, y me hace reír.

Desayuno tranquilamente en el bar de enfrente, creo que allí hay también un albergue privado. Me atiende una chica muy simpática y me tomo mi tiempo para disfrutar de la tostada y el café. Como todas las mañanas el día amanece con niebla y lo agradezco, son las mejores horas para caminar, hasta las 11, más o menos, en que el sol empezará a despuntar hasta brillar en todo su esplendor.

Hago unas cuantas fotos del Monasterio, que se alza entre la niebla, y a la salida de Samos me entretengo otro rato con un grupo de peregrinos en piedra muy logrados. Camino a buen ritmo, aunque siento molestias en la rodilla derecha, me puse un poco de pomada que llevaba en el botiquín, pero en cuanto llegue a Sarria buscaré una farmacia y compraré una rodillera.

Aún vuelvo a parar en una taberna de Aguiada, como algo, tomo otro café y sello. Y de ahí, de un tirón hasta Sarria. Me encuentro con las parejas de novios que en La Faba buscaron un taxi para las chicas. Serán sobre las 11 y media y dicen que se quedan allí, en el albergue. Nos deseamos mutuamente “buen camino” y sigo. Encuentro una farmacia y le explico a la chica que me atiende lo que me pasa en la rodilla. Me aconseja una pomada anti-inflamatoria y que para caminar me ponga una rodillera. Cuando salgo me siento en una escalinata y paso un buen rato masajeando la rodilla. Luego me coloco la rodillera y… listo, mano de santo, me siento como nueva.

Saliendo de Sarria paro un momento en un bonito mirador, allá en lo alto, corre una brisa fresca y hago un poco de tiempo fumando un cigarrito. Veo pasar a la chinita que levanta la mano en señal de saludo y luego a dos chicas que me pareció ver en Samos y con las que he ido coincidiendo en algunos bares en los que fui repostando estos días. Echo a andar tras ellas. Me llama la atención, antes de emprender el camino que me saca definitivamente del pueblo, un gran edificio a mi derecha. Dudo entre acercarme a verlo o seguir el camino. Finalmente puede más mi curiosidad y me acerco a admirar su fachada.

En eso estaba cuando se abre la puerta y aparece un hombrecito delgado y muy pequeño “¿Quieres ver la Iglesia?” me pregunta “¿Puedo?” Contesto un poco sorprendida, pues pensaba que no estaría abierta. “Sí, hasta la una”. Antes de entrar miro el reloj de mi teléfono, pasan unos minutos de las doce y media, y me fijo en el nombre, es el convento de la Magdalena. Cuando abro la puerta me quedo boquiabierta: ante mí un precioso claustro, o así creo que se llama, cuadrangular, en el centro una fuente y un bonito jardín, rodeado de precioso arcos. El suelo es un magnífico empedrado formando dibujos circulares que hace que abra la boca aún más si cabe. Camino muy despacio dejando a mi izquierda puertas con carteles en los que se prohíbe la entrada, hasta que llego a una puerta entreabierta, es la Iglesia.

Se me escapa en voz alta: “Díos mío, es preciosa”, y no tengo ojos suficientes para mirarlo todo. Está en penumbra y se siente tal frescura dentro que noto como se me eriza la piel. El techo está trabajado en madera. En la parte de atrás, arriba, un bonito órgano se alza majestuoso. Creo que allí dentro deben estar todos los santos, por la cantidad de imágenes que hay por todas partes, me acerco a mirarlos, uno a uno. Y frente al altar, de pie, con la mochila a cuestas, empiezo a llorar como una Magdalena, nunca mejor dicho. No entiendo por qué las lágrimas empezaron de pronto a brotar de esta manera, no lo entiendo. Y empiezo una especie de discusión conmigo misma: pero ¡qué tonta eres! Y ahora ¿por qué lloras? Ante la falta de alguna respuesta congruente, opto por sentarme en un banco y dejar que el llanto pare por sí sólo. Cuando consigo calmarme un poco, me paro un momento ante una pequeña imagen de Santiago y le beso.

Cuando voy a enfilar el camino nuevamente aún secándome las lágrimas, aparece otro peregrino, un hombretón grande que me mira extrañado “¿va bien el Camino?” me pregunta. Sí, va muy bien, contesto, y como buscando una excusa le cuento que acabo de visitar una preciosa Iglesia. Me dice que si es tan bonita quiere verla y se dirige hacia allí.

Llevo unos quince minutos caminando cuando vuelve a alcanzarme, no ha podido verla, me comenta, ya estaba cerrada. Es una pena, si vuelves algún día, no te la pierdas. Seguimos charlando y caminando, se llama Toni y … ¡qué casualidad! es de Valencia, así que la conversación se centra en lugares que ambos conocemos. En el área de descanso de Vilei paramos un momento. No está mal el lugar pero todo son máquinas expendedoras y ninguno de los dos llevamos suelto ni billetes pequeños que podamos cambiar. Toni se queda picando algo de lo que lleva en la mochila, pero yo prefiero seguir a ver si encuentro algún bar, necesito ir al servicio, ese es un handicap que tenemos las mujeres. Nos veremos en Ferreiros.

Voy haciendo fotos, la iglesia de Barbadelo y alguna de pequeñas aldeas cuyo nombre no recuerdo. Me encuentro con un bonito hostal, rodeado de un gran césped, con un hórreo y grandes bancos de piedra. Anuncian comida y cama, pero no veo bar por ninguna parte, aún así me acerco a preguntar si puedo tomar algo fresco y utilizar los lavabos. Una amable jovencita me sirve un aquarius y me dice que puedo tomarlo donde quiera. Elijo el banco de piedra, a la sombra, y aprovecho para descalzarme un rato y posar mis pies sobre la fresca hierba. Después de ir al servicio y agradecer a la chica su simpatía emprendo la última parte del camino hasta el albergue.

Alcanzo a un peregrino venezolano que vive en Francia y caminamos juntos. No se por qué pensaba que iba acompañado de una señora inglesa, algo mayor, con la que lo había visto algunas veces. Me extraña su calzado, son zapatos, y me cuenta que es el segundo par, empezó en Francia y hace tiempo ya que tiró los primeros. Es viernes y quiere llegar el sábado en la noche a Santiago, va a tener que correr, me pregunta si el restaurante que da de comer gratis a los 20 primeros peregrinos que llegan a Santiago estará el domingo abierto. Ni puñetera idea, es la primera vez que oigo algo así. No debe andar sobrado de dinero porque dice que cuando llegue se echará a dormir en la misma puerta para ser el primero. Dicen que “pa gustos se hicieron los colores”.

Llegamos juntos al kilómetro 100, y al poco rato se empeña el chaval en que ya debimos pasar Ferreiros, lleva un mapa, pero por lo visto no lo entiende. Para salir de dudas pregunto a un viejito que encontramos en una aldea. “Un kilómetro y medio” nos dice, y le pregunto ¿de los de verdad o los gallegos? El hombre nos muestra una sonrisa desdentada.

Ahí está Ferreiros. En la puerta del albergue la hospitalera nos dice que está lleno, las últimas literas las cogieron dos chicas de Madrid… maldita sea. Andan por allí Juan y la suiza que han tenido más suerte. Nos dice la mujer que un poco más abajo hay un restaurante que deja dormir en el suelo. Como si tengo que dormir en medio la pradera, pienso, no doy un paso más. El venezolano le pide si le deja ducharse y seguir luego caminando, yo tomo la dirección del restaurante. Deben ser ya casi las 5 de la tarde.

“O Mirallos” se llama, y al acercarme a la puerta una negrita sonriente sale a mi encuentro. Le pregunto si dejan dormir en el suelo, “en colchones, mi niña” me responde. Estoy a punto de soltar un grito como el de Homer Simpson. Pasamos para adentro y cuando abro la puerta de una soleada nave en la parte de atrás del restaurante, me encuentro con Toni y las dos chicas que en Sarria caminaban delante de mí. La nave tiene lavabos y duchas, y un montón de ventanas por la que entra la luz a raudales. Toni me presenta a sus dos compañeras, con las que ya ha coincidido en alguna ocasión, son Nuria y Eva, dos amigas madrileñas. Por su edad podrían ser mis hijas, pero pronto me siento identificada con ellas.

Natalia, la joven dueña del restaurante, coloca los colchones en el suelo y nos da una funda limpia a cada uno. Nuria pregunta a la negrita (no recuerdo su nombre) dónde hacer la colada y ésta le señala una pila que hay fuera, y un tendedero al sol. “Cuidado con el kiko” le dice. No acaba de salir Nuria a lavar su ropa cuando la vemos correr gritando como loca, mientras un gallo pequeño de preciosos colores la persigue revoloteando intentado picarla. Nos partimos de risa. El maldito gallo no nos dejó tranquilas, sólo Toni podía pasear tranquilamente sin que el bicho le mirase siquiera.

Duchaditos y frescos, nos sentamos en la calle, ante el bar, dispuestos a saborear una cerveza. Al momento aparece una chica alemana, blanca como la leche, que al vernos nos pregunta con gestos si se puede dormir. Sí, le gritamos todos a un tiempo y palmotea feliz como una niña. Toni nos cuenta que la conoce pues los dos empezaron el Camino juntos en La Virgen del Camino, en León. Le llamamos Enriqueta, que al parecer es la traducción de su nombre al español.

Hacemos tiempo hasta la hora de la cena, y del albergue se acercan: Juan, y las otras dos madrileñas: Tere y Mariví. Llega la señora Julia, madre de Natalia, que se dedica a perseguir a Kiko que se ha escapado y corretea por la pradera. La mujer consigue atraparlo y mantiene al gallo cogido por las patas, en su regazo, como un niño pequeño. Bromea con soltarlo y saltamos de la silla entre risas, sobre todo Nuria que ya tuvo con el bicho sus más y sus menos.

Cenamos juntos Toni, Nuria, Eva y yo. Toni es un hombre de aspecto fuerte y grande, ya tiene nietos, fue paracaidista, al parecer sufrió un infarto hace algún tiempo, y es por eso que las cuestas las toma con calma, pero en llano y cuesta abajo no hay quien le pille. Me sorprenden las chicas tan distintas y cómo se complementan. Nuria es muy vital, y parece que le gustan los deportes de riesgo: voló en parapente, se tiró en paracaídas y practica el buceo. Eva por su parte parece más tranquila, habla unos cuantos idiomas, entre ellos el japonés. Tienen algo especial que me gusta.

A última hora, llegan dos hombres extranjeros que se mantienen un poco al margen de nosotros. Agotados nos vamos a la cama, felices y contentos, no sin antes prometerle a la señora Julia tocarle a la puerta si por la mañana nos levantamos antes que ella.

3 comentarios:

Pedro M. Martínez dijo...

Cuantos recuerdos
Espero que tu camino fuera bueno
En Ferreiros –buen albergue- pasé un día maravilloso.
Y comí en ese restaurante que dices
En mi segundo Camino
Gracias por venir a ni blog
Un saludo
Seguiré leyendo.

Anónimo dijo...

Un placer leerte, gracias.
K

Des dijo...

Gracias por tu visita, Pedro, me alegra que esta crónica te haya traído tan buenos recuerdos.
Un saludo.

K, para mí sí que es un placer saber que me lees, no sabes cuanto.
Dune.