Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 22 de junio de 2009

Pre-etapa: Valencia-Ponferrada

(Castillo de Ponferrada)

Lunes, 8 de junio de 2009

He puesto el despertador a las 6 de la mañana, total para nada, no he pegado ojo en toda la noche, como quien dice. A las 5 y media estoy en pie. Me ducho, desayuno y aprovecho para dar un último repaso a la mochila y a lo que llevo en el pequeño bolso de bandolera: documentación, dinero, tarjeta, móvil, cámara de fotos…

Todos en casa se han despertado ya, andan nerviosos, sobre todo mi hijo que tampoco ha dormido bien esta noche, le noto angustiado y no puede contener las lágrimas. No es que él me vaya a echar más de menos que su padre o su hermana, es sólo que aún no sabe controlar las emociones. Tiene catorce años y está en plena efervescencia. Se que les preocupa que pueda pasarme algo, no saben que a donde voy no es frecuente que pase nada. Puedo entenderles, también yo siento un pellizco de temor, quizá, al embarcarme sola en esta aventura.

Me despido de mis hijos, les abrazo, intento tranquilizar al enano. No quiere preocuparme pero es incapaz de contenerse “no puedo evitarlo, mamá” me dice, y le entiendo. Mi marido me lleva a la estación. Esperamos a que llegue el autobús mientras tomamos un café. Nos despedimos y tomo asiento, él se va antes de que se ponga en marcha.

Pensé en coger algún libro o el mp3 para escuchar música, pero lo descarté, en parte por no llevar peso extra en la mochila, y también porque cuando llegue a los albergues prefiero observar, escuchar, charlar con los otros peregrinos. También tenía la intención de escribir cada noche la crónica diaria y tampoco lo hice. En el trayecto que me lleva a Madrid me distraigo mirando el paisaje y perdiéndome en mis pensamientos.

Hacemos una parada de media hora y aprovecho para tomar un café. No acabamos de arrancar cuando a un pasajero le sobreviene una urgencia. Siento lástima del pobre hombre que se acerca abochornado al conductor para pedirle que pare en alguna gasolinera para ir al servicio. La gente murmura, y a alguno se le escapa una protesta ¿qué más les dará llegar cinco minutos antes o después? Me gustaría verles en su lugar.

Llegamos a Madrid y me acerco a consigna para dejar la mochila. Tengo tres horas libres y no me apetece quedarme allí. Las estaciones de autobuses me deprimen, todo lo contrario de lo que me sucede con las de trenes. Una vez libre del peso de la mochila, salgo a la calle. Tampoco puedo ir muy lejos, así que me dirijo por la Avenida Méndez Álvaro arriba sin una dirección determinada. Me siento en el banco de un pequeño parque y llamo a casa. Mi hijo no se encontraba bien y han tenido que ir a recogerle al instituto. Mi hija me dice que no me preocupe: se le pasará. Hablo con él un rato y parece que ya está más tranquilo. Cuando cuelgo el teléfono tengo un nudo en la garganta y unas inmensas ganas de llorar. No puedo evitar preguntarme ¿qué estoy haciendo aquí? Una voz interior me responde: haciendo tu deseo realidad.

Encuentro un pequeño bar que me gusta por su agradable aspecto. La Fuente, se llama. Entro y pido el menú del día: ensalada y rodaballo. No me equivoco en mi apreciación, al poco rato se llena de grupos de trabajadores, la cocina es muy buena y los precios asequibles. Es hora de volver a la estación.

Recojo la mochila y busco el autobús que me llevará hasta Ponferrada. El viaje se hace un poco largo pues tiene paradas en muchos pueblos. Cuando por fin llego a mi destino son casi las nueve de la noche. Ahora tengo que encontrar el albergue de peregrinos, y para ello atravieso toda la ciudad. Cerca del Castillo se encuentra la Parroquia de nuestra Señora de la Encina, y allí mismo está el albergue.

Es un edificio rectangular con un bonito jardín donde conversan algunos peregrinos. Los hospitaleros son alemanes. La mujer me pide la credencial y estampa con mucho cuidado mi primer sello mientras alza el pulgar con una sonrisa. Tiene capacidad para doscientas plazas, así que no tengo problema para dormir allí. El hombre me acompaña a la sala donde se alinean un montón de literas y me indica cual es la mía. Como estoy un poco perdida, hago lo que veo hacer a todo el mundo. Extraigo mi saco de dormir de la mochila y lo extiendo sobre la cama, luego voy a darme una ducha. Después me acerco a un pequeño bar que está casi enfrente y ceno algo antes de volver al albergue a acostarme. A las 10 de la noche se cierran las puertas, y a las 10 y media se apagan las luces.

Tardo un rato en coger el sueño, hasta que poco a poco todo se va quedando en silencio y consigo dormir a trompicones, hasta las 5 de la mañana en que empiezan a verse algunas linternas. Me obligo a quedarme un rato más en la cama, y sobre las 6 comienzo también a prepararme para empezar realmente el Camino. No he necesitado despertador, esa será la tónica habitual de cada día.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ir a una estación de autobuses, a encontrarse con una ciberamiga, invitarla a comer, regalarla en mano una rosa inocente y moderadamente rosa, también puede ser un gran viaje, un hermoso viaje, pensé, bueno, tal vez algún día.
K

Des dijo...

Aún con toda la ilusión que me producía ese viaje, ciertamente no fue un gran día, y en algún momento tuve la tentación de volverme a casa, así que posiblemente hubiese sido un gran aliciente pasar esas horas en agradable compañía... tal vez algún día.
Besos.