Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 24 de diciembre de 2009

Estamos en paz (Cuento de Navidad)


Deja las cosas sobre la cama y enciende la radio. Cuando salió de casa de la señora aún no habían cantado el gordo, parece que se hace esperar. Sigue escuchando la cantinela de la pedrea, así que todavía hay esperanza. Se saca de la cintura la bolsita que lleva siempre atada en la goma de la enagua, donde guarda lo que ha cobrado del trabajo de toda la semana y la papeleta que compró en los ultramarinos del señor Jesús. Díos sabe cuánto le costó ahorrar cada centavo. Mira otra vez el número que ya sabe de memoria y por enésima vez mira al cielo. Aunque sus ojos sólo puedan ver el techo desconchado, las manchas de humedad y la bombilla colgando solitaria, espera que alguien allá arriba la escuche. Si tuviese un poco de suerte, sólo un poco – piensa – todo sería distinto.

Se queda pensativa mientras busca con la mirada algún rincón donde esconder los regalos para los niños. Saca de una bolsa la muñeca de trapo que cosió para Julia con retales que le dio la señora, y para Martín tiene un precioso abrigo que le quedó pequeño al señorito, y una cartera para los libros. Quizá tenga que arreglárselo un poco, el niño está algo pequeño para su edad, pero ya se las apañará ella para que pueda usarlo. Se alegra de que no estén en casa, su cuñada se los llevó esa mañana al mercadillo.

Los niños de San Ildefonso siguen cantando números y premios. Si se pudiese ir de aquella casa, si pudiese salir de este cuartucho miserable donde apenas caben los tres, si pudiese perder de vista a esa … Sabe que debe estarle agradecida por acogerlos en su casa, cuando tuvo que marcharse del pueblo, después de que aquél cabrón la abandonase. Allí no podía alimentar a sus hijos, nadie necesitaba una chacha. Pero bien que se lo estaba cobrando, tenía criada gratis. No tenía compasión, no le importaba que ella viniese muerta después de trabajar todo el día y tuviese que ponerse a limpiar la casa mientras ella se pasaba las horas sentada escuchando la radio. Casi no tenía tiempo para estar con los críos.

Se sobresalta al oír el timbre. Ya están aquí, son ellos. Va hacia la puerta secándose las manos en el delantal. Cuando la abre, una bilis amarga le sube a la garganta. Ha vuelto. El hijo puta está allí, frente a ella. Se miran a los ojos un instante y justo en el momento en que percibe que él va a dar un paso, le cierra la puerta en las narices. El corazón bombea al mismo ritmo que los puños de él en la madera. Pilar, abre la puerta, déjame entrar –le dice – no seas tonta. ¿Qué coño hace aquí? ¿A qué ha vuelto? ¿Es esto lo que entiendes por unas navidades un poco más felices? – piensa mirando una vez más al techo.

Alguien está subiendo la escalera. Se oyen murmullos, cuchicheos. Pilar, soy Juana, abre la puerta. Está Martín aquí ¿lo has visto?, no es el mismo, ya lo verás, está arrepentido. Anda, abre, los niños necesitan a su padre, verás que bien estamos todos juntos, es Navidad, abre Pilar, no me obligues a llamar a la Guardia Civil para que echen la puerta abajo, es tu marido y tiene sus derechos. Sí, piensa Pilar, el mismo derecho que tenía a apalearme, a dejarme medio muerta cuando andaba preñada de Julia, mi pequeña. El mismo derecho que tenía a dejarnos tirados en la más puta miseria.

Lo oye. Se abre paso entre las voces de Martín y Juana. Lo ha oído, es su número. Le da voz a la radio, el locutor repite el número de nuevo. Me ha tocado, Dios mío, me ha tocado, pero él ha vuelto. Pilar ¿estás ahí?, no te lo digo más, abre la puerta. Me ha prometido que no te vuelve a poner la mano encima. Oye los lloros de Julia, está asustada. Los niños no pueden ver el miedo reflejado en sus ojos, debe tranquilizarse. Abre la puerta.

Julia corre a abrazarse a sus piernas y estira luego sus bracitos para que la coja, ella no sabe nada de su infierno, aún no había nacido cuando el hijo puta se largó. El pequeño Martín intenta disimular su miedo a duras penas, le traiciona el ligero temblor que sólo ella percibe. Le coge de la mano y se la aprieta.

Mientras prepara la comida siente sus ojos clavados en la espalda. Intenta parecer tranquila cuando pone sobre la mesa la botella de vino y un par de vasos. A su cuñada también le gusta beber con la comida. Quizá con un poco de suerte, la terminen. Antes, con la disculpa de quitarles los zapatos a los críos, cogió de un rincón de su armario unas pastillas que le dio la señora un día que se quejó de no poder pegar ojo por las noches. Echó cuatro o cinco en la botella.

Juana se ha quedado dormida en la silla, al calor de la estufa que hay bajo la mesa camilla. Mientras lava los platos y recoge la cocina, le sirve otro vaso a Martín, que intenta meterle la mano por debajo de la falda cuando la tiene a tiro. Ella le esquiva, y dirige la mirada hacia los niños. Ojalá él entienda que es mejor dejarlo para luego. Le ve levantarse y dirigirse al baño. Se apoya en las paredes del pasillo. Cuando vuelve los ojos se le cierran. Mientras le observa echarse en el sofá, nota como se le acelera el corazón. Duérmete ya, cabrón, grita en silencio.

Hace frío en la calle. Camina de prisa con Martín agarrado a su mano y la pequeña en brazos, aún dormida. No lleva más que una vieja caja de cartón donde guarda los pocos papeles importantes que posee, y la bolsita atada a la cintura. Se sientan en un banco, en un pequeño parque, hasta que Julia se despierte, está rendida de andar con ella en brazos. Más tarde entran en una chocolatería a merendar. Hoy se va a permitir ese lujo, un chocolate caliente y unos churros. Los pequeños sonríen con la boca manchada de ese brebaje dulce.

El pequeño Martín estira de su madre, no entiende por qué vuelven, por qué su madre camina hacia la casa sonriendo. Están a dos manzanas cuando Pilar se para y se sienta con sus hijos bajo la marquesina de un parada de autobús que ahí allí mismo. Parece ensimismada. Se oye de pronto un gran estruendo y los niños se agarran a ella, asustados. Algunos transeúntes corren hacía el lugar de donde parece que ha venido el ruido. Parece una explosión. Pilar se pone en pie y camina despacio hacia allí. Una columna de humo se levanta hacia el cielo. Se oye una sirena de bomberos. Donde estaba su casa, sólo queda un montón de escombros. Un trozo de su armario es pasto de las llamas. Ha sido un escape de gas, oye decir a un hombre.

Ojalá os pudráis en el infierno, piensa Pilar, mientras da media vuelta y se aleja de allí. Buscará una pensión para pasar la noche. Y mañana temprano irá al banco a cobrar su papeleta. Feliz Navidad, dice bajito mirando una vez más al cielo. No me tengas en cuenta lo de dejar el gas abierto, y yo tampoco te echaré en cara la vida miserable que llevé hasta ahora. Estamos en paz.


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