Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

sábado, 22 de agosto de 2009

Tenía trece años y estaba enamorada


Una historia antigua mientras llega el próximo capítulo...



(Imagen: Jim Goldberd)


Tenía trece años y estaba enamorada, locamente enamorada. Lo había olvidado.

Esta mañana me desperté temprano, demasiado para un domingo. No se si por culpa del insomnio o por ese extraño sueño que tuve justo antes de abrir los ojos. Siempre sueño historias tan surrealistas que no se de qué me sorprendo.


Decidí que antes de ir a desayunar saldría a pasear un rato con la perra. La calle estaba desierta y tranquila. Me fui con ella a un campo cercano para que corriese un rato y se desfogase de estar todo el día en el piso. En algún momento se metió bajo un naranjo y empezó a escarbar, la llamé y vino hacia mí llevando algo entre los dientes. Cuando conseguí que lo soltase vi que se trataba de una pequeña figurita tallada en piedra de unos cinco centímetros aproximadamente. Parecía una especie de ángel o de hada. Pensé que podría ser algún amuleto perteneciente a cualquiera de los inmigrantes que deambulan por esta zona. La guardé en el bolsillo pensando que quizá hoy era mi día de suerte. Una extraña sensación de algo parecido a la felicidad me cosquilleó el estómago.


Cuando entré en la cafetería le vi.


Estaba solo. Leía atentamente un periódico abierto sobre la mesa. Ni siquiera lo pensé: me dirigí hacia allí y, sin pedir permiso, me senté a su lado, al tiempo que apretaba con fuerza la piedra en mi bolsillo. Él me miró apenas un momento - ¿un café? – preguntó. Asentí.


Tenía trece años y estaba enamorada, recordé con nostalgia.


Sus ojos, rodeados ahora de pequeñas arrugas, tenían la misma profundidad de entonces. ¿Por qué no se extrañaba de mi presencia allí, a su lado? Apenas nos saludábamos cuando alguna vez coincidíamos, incluso intentábamos no mirarnos. Pero esta mañana todo era distinto, algo me empujaba a comportarme de esa forma que parecía que él encontraba del todo normal. No hablábamos, sólo nuestras miradas se cruzaban de tanto en tanto, como queriendo asegurarnos de que el otro seguía allí.


Cuando terminé mi café eché una ojeada al reloj y me levanté dispuesta a marcharme. Él cerró su periódico, dejó unas monedas sobre la mesa y salió tras de mí. Llegamos hasta mi coche, subimos y arranqué sin saber hacia dónde ir. Mientras conducía me sentía desazonada y tranquila, alternativamente. Él parecía sereno, aunque cuando le miraba de reojo podía percibir cierto temblor en la comisura de sus labios.


Tenía trece años y lo hubiese dado todo porque me besara.


Camino de la montaña, llegamos a una zona apartada y solitaria. Metí el coche bajo las ramas de un viejo árbol y apagué el motor. Imposible reprimir un intenso suspiro de alivio, como quien termina una engorrosa tarea y se siente profundamente satisfecho y tranquilo. Salimos del coche.


Y de pronto me encontré entre sus brazos que me apretaban fuerte, con mi nariz hundida en su cuello y un nudo en la garganta que amenazaba con hacerme llorar. Me besaba una y otra vez por toda la cara: las mejillas, los párpados, la nariz, la barbilla, la boca. Me quemaba su boca. Mi cuerpo ardía. Estaba segura de que mis piernas temblorosas acabarían por no poder sostenerme. Sus manos se perdieron bajo el jersey y sentí como mis pechos crecían con su contacto. Me apreté contra la dureza de su sexo, de puntillas, buscando el acople perfecto con el mío, palpitante. La ausencia de palabras, nuestras respiraciones entrecortadas, los gemidos, la premura del deseo mutuo, el peligro de que alguien nos sorprendiese en aquel paraje solitario, hacían que cada gesto, cada caricia, multiplicase por mil su efecto. Sentía mi sexo inflamado y húmedo. Me desprendí de los pantalones y al momento le tenía ante mí, arrodillado, con la boca metida entre mis piernas, provocando oleadas de placer que mojaban su rostro. Le cogí del pelo echándole hacia atrás. Se levantó al tiempo que se desabrochaba el pantalón. Me penetró con fuerza, de pie, abrazados. Lo hicimos como quien quiere en un momento resarcirse de todos esos años deseándonos, como quien salda una deuda postergada durante largo tiempo, como quien piensa que va a morir al día siguiente.


Después de vestirnos nos besamos largamente, con dulzura. Paré cerca de la cafetería, nos miramos por última vez y se apeó del coche. Recordé la pequeña figura que llevaba en el bolsillo. Parecía palpitar. La saqué del bolsillo y la metí en la guantera.


Tenía trece años y estaba enamorada.


(Del libro "Humedad Relativa")


Un regalito para que disfrutéis el fin de semana ¡Increible Shuarma! ahora en solitario, sin Elefantes, sorprende con una canción diferente llena de ritmo y en francés... me gusta este hombre.




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