Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 3 de agosto de 2009

De nuevo, la vida (Trece)


Antes de leer el siguiente capítulo de la historia ¿por qué no pasas por el post anterior y dejas tu sugerencia?... vamos, no seas tímido, hazlo y no te arrepentirás.



Jueves, 13 de Abril de 2006

Nos dieron las tres de la mañana ordenando todo el material que había en la bolsa. Resultó difícil adivinar el orden en el que habían sido escritos, ninguno de ellos tenía fecha, así que tuvimos que utilizar la lógica para poder ir descifrando la historia.

Había algo importante que debíamos hacer antes de dar crédito a todo lo que habíamos leído. Según la información que pudimos extraer de las últimas notas de Dolores, Igor debía encontrarse en una especie de residencia para personas con problemas mentales ubicada en un pueblo a unos diez kilómetros de Saint Cirque. Nos sorprendió leer que ese hombre cuya belleza resultaba casi dolorosa a la vista podía sufrir una retraso mental elevado sin que nada en su apariencia física lo delatase. Pero así lo afirmaban aquellos papeles.

Nos encontrábamos con un grave problema ¿cómo íbamos a hacer para poder hablar con Igor? Según Dolores fue Paul quien le internó y casi con total seguridad el personal de la clínica no iba a dejarnos visitarle sin una autorización suya, así que teníamos que inventarnos alguna historia creíble para poder entrar allí, y si teníamos la suerte de que Igor no estuviese recluido en alguna habitación, quizá podríamos localizarle.

Me obligué a estar en la cama hasta las diez, aunque permanecía despierta desde las ocho. Mari Cruz y yo habíamos quedado en tomarnos el día con calma, ocuparíamos la mañana en buscar en internet todo lo que pudiésemos encontrar sobre la clínica y documentarnos sobre el complicado mundo de las enfermedades mentales. Por la tarde, si la mañana había sido fructífera, llamaríamos por teléfono a la clínica para concertar una cita para el día siguiente.

Después de ducharme y antes de ir al comedor a desayunar, llamé a Enrique para ponerle al día de los últimos descubrimientos. Me echaba de menos, me dijo, y yo me sentí egoísta por estar allí, husmeando en una historia ajena, cuando debía estar a su lado haciendo todas esas cosas que antes me estaban vetadas. Él pareció darse cuenta de mi estado de ánimo y me bombardeó a preguntas sobre el tesoro que habíamos encontrado en el jardín. Eso me hizo olvidarme de esa sensación de malestar y le conté punto por punto lo que Mari Cruz y yo pensábamos que había ocurrido durante los años en que Igor convivió con el matrimonio, y que llevó al desenlace final que conocíamos, y por el que, quizá, yo seguía con vida. Luego escuché atentamente y sin rechistar todas las recomendaciones de Enrique, como una niña que ha sido pillada en falta, y prometí seguirlas al pie de la letra.

Mari Cruz estaba sentada en la terraza del jardín dando buena cuenta de un exquisito desayuno. Si seguíamos comiendo la deliciosa bollería que nos preparaba Clarisse, volveríamos a España con unos cuantos kilos de más. Con el café empezamos el trabajo, de la clínica no había mucha información en la red, no tenía página web y sólo pudimos encontrar alguna referencia de poca importancia. Decidimos preguntar a Clarisse si había oído hablar de ella. Nos dijo que hacía dos años un huésped del hotel le comentó que iba a hacer una visita a un familiar que tenía allí recluido, creía recordar que padecía algún tipo de esquizofrenia. Aquello no nos servía de nada, teníamos que echar mano de nuestra imaginación y confiar en la suerte.

Buceando en Internet se nos hizo la hora de comer y dejamos el trabajo aparcado durante un rato. Para olvidarnos momentáneamente de aquel asunto, nos pusimos a recordar viejos tiempos. Me parecía que había pasado mucho tiempo desde aquellos días en que cualquier esfuerzo podía acabar con mi vida, el cuidado que debía tener para no enfermar, no emocionarme, no andar demasiado, no disgustarme, no, no, no… La muerte de Dolores había sido mi salvación, y debía estar contenta porque los sueños habían dejado de importunarme y salvo en contadas ocasiones, en las que me parecía que era ella la que gobernaba aquél músculo que le pertenecía, no había sentido nada extraño. Perduraba mi especial forma de hablar, la costumbre de tararear aquella canción francesa y el olor de las rosas que parecía haberse pegado en mi piel. Sin embargo, sentía una amarga tristeza por la suerte de aquella mujer a la que había empezado a estimar, seguramente en el mismo momento en que recibí su corazón como un póstumo regalo.

Volvimos al trabajo. Después de desechar algunas de las ideas que se nos iban ocurriendo, acordamos que lo mejor era que llamásemos para concertar una cita alegando buscar información para el posible internamiento de un familiar de Mari Cruz aquejado de alguna de las enfermedades mentales de las que habíamos encontrado amplia información. Ante el hecho que pudiese parecer extraño elegir esa clínica siendo nosotras españolas, alegaríamos que el familiar en cuestión, podía ser una prima hermana, vivía desde hacía varios años en París y no tenía más parientes que la propia Mari Cruz.

Así lo hicimos, y después de una corta conversación telefónica quedamos citadas a las diez de la mañana del día siguiente. Pude comprobar una vez más la capacidad de improvisación de mi querida amiga que capeó de forma inteligente las formalidades que la persona que atendió la llamada le exigía para concertar la cita, sobre todo en lo referente a la presentación de los informes de los médicos que habían tratado al supuesto paciente. Mari Cruz, argumentó que habíamos acudido de forma precipitada al recibir una llamada de un compañero de trabajo de Carine, que así se llamaba la hipotética prima, avisándonos de la crisis que padecía, y antes de tomar una decisión quería asegurarse de que el lugar en cuestión contase con los medios más adecuados para que la estancia allí de un familiar querido fuese lo más agradable posible. Si quedaba satisfecha presentaría toda la documentación necesaria en el momento oportuno.

Antes de cenar, dimos un paseo por la orilla del río, admirando un cielo estrellado que parecía estar casi al alcance de la mano. Pensé que bien podía pedir un deseo a alguna de aquellas estrellas luminosas, pero Mari Cruz me distrajo con su cháchara y sólo me dio a tiempo a pensar que ojalá a Paul no se le ocurriese visitar a Igor a su vuelta de París.


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