Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 26 de agosto de 2008

El último refugio (XVI)


- ¿Hola?
- Eva, Eva, soy Ernesto, espera que hay mucho ruido aquí, espera un momento… ahora ¿me oyes bien?
- Sí, Ernesto, te oigo ¿cómo va todo?
- Bien, bien, no te preocupes ¿cómo estás tú?
- ¿Cómo estoy? Como cuando era una niña pequeña, paseo a caballo, leo, duermo, como y poco más.
- Me alegro que te siente tan bien estar en la casa de tu abuela, creo que te hacía falta una temporada tranquila para reponer fuerzas. Oye, escúchame una cosa…
- Dime
- Creo que en una semana o quizá menos estaré por ahí. Quiero que estés preparada por si tenemos que salir de viaje.
- ¿Salir de viaje? ¿Dónde? No me dijiste nada de ningún viaje.
- No lo se, Eva, todavía no lo se, no puedo decirte más, sólo que estés preparada. Si puedo te llamaré antes pero no te lo aseguro. No vayas a la ciudad, no quiero llegar ahí y no encontrarte.
- ¿Estoy secuestrada en la casa o algo así?
- No, por favor, no he querido decir eso, es que no quisiera tener que perder el tiempo buscándote por ahí, entiéndeme, por favor. No puedo decirte más por teléfono, sólo haz lo que te digo.
- ¿Y si ocurre algo imprevisto? ¿Si me pongo enferma? ¿Si le pasa algo a Antón? No puedo estar aquí día y noche sin salir esperando a que tú llegues.
- En ese caso, puedes llamarme a este teléfono, aunque espero que no sea necesario.
- Está bien, de acuerdo, haré lo que dices. No pensaba salir a ningún lado de todas formas.
- Entonces ¿por qué discutes?... Eva, Eva… no cambiarás nunca.
- Seguramente porque no me gusta obedecer órdenes, lo entiendes ¿verdad?
- Sí, lo entiendo. Eva, en realidad, sólo quería escuchar tu voz y saber que estás bien, sólo eso.
- ¿Hay algún problema Ernesto? ¿Algo que deberías contarme?
- No, te lo contaré cuando nos veamos, no quiero que te preocupes. Ahora tengo que dejarte, el trabajo me espera. Cuídate. Y no olvides lo que te he dicho.
- Cuídate tú también.

Cuelgo el teléfono y me dirijo al comedor. Antón está esperándome. Me mira con ojos preocupados pero no pregunta, espera pacientemente a que yo me sienta preparada para hablar. Cuando entra Carmina para servir la mesa le digo que no hace falta, ya lo hago yo. Durante un rato comemos en silencio. Me cuesta tragar cada bocado mientras mi cabeza no deja de darle vueltas a todo lo sucedido esta mañana. Entonces empiezo a contárselo a Antón, hablo y hablo quedándome casi sin aliento. Él me escucha atentamente asintiendo de vez en cuando. Le cuento también la conversación con Ernesto. Le digo que es lo que yo me temía, está pensando en huir del país y piensa llevarme consigo. Le miro con ojos suplicantes:

- ¿Qué voy a hacer, Antón? ¿qué voy a hacer?
- Tranquilízate, debes serenarte para pensar de forma coherente. Si no quieres ir con él no dejaremos que te lleve a la fuerza.
- ¿No dejaréis? ¿Quiénes? ¿Mario y tú? ¿Carmina? No sabes lo que dices, no, no lo sabes. Ernesto no vendrá solo, no, vendrá rodeado de sus matones de tres al cuarto que no dudarán en pegaros un tiro, Antón. Y a ti más que a nadie. Él sabe lo que significas para mí, sabe que haré lo que me pida antes que consentir que te haga daño. No le conoces, Díos mío, no le conoces.
- Eva… cállate y escúchame. Pareces una cría ¿no has aprendido nada en todos estos años? Pensaba que por fin sabías dominar esos arrebatos cuando hace falta, pero parece que volver a casa te ha hecho olvidar la vida que has tenido que llevar todo este tiempo. Ten confianza en ti misma y en nosotros, no me decepciones.
- Lo siento, tienes razón, pero es que me horroriza la idea de tener que marcharme con él, me asusta tanto que no me deja pensar con claridad.
- Ven aquí, siéntate a mi lado, y deja de dar vueltas arriba y abajo como una leona en el zoológico. Lo primero que hay que hacer es hablar con Ignacio, él puede aclararte algunas cosas sobre el tiempo que pasaste ingresada. Luego, pensaremos en como sacarte de aquí, o donde esconderte para que Ernesto no te encuentre cuando venga a buscarte. Estoy seguro de que Ignacio podrá ayudarnos también en eso, están bien organizados y son de fiar. También cabe la posibilidad de que si las cosas pintan tan mal para el gobierno como parece, Ernesto no pueda escapar ¿has pensado en eso?
- Eso sería un milagro.
- Los milagros no existen, rapacina, somos nosotros quienes hacemos que sucedan. Puede ocurrir que Ernesto llegue hasta aquí y se encuentre con una bonita sorpresa.
- ¿Me estás diciendo que le traicione? ¿Qué le deje en manos de la justicia?
- ¿Lo harías?
- Sí.
- Son sólo hipótesis que debemos tener en cuenta. Ahora será mejor que descanses un rato ¿por qué no te acuestas unas horas? Cuando te levantes seguimos hablando si te apetece.
- Está bien, y tú ¿te vas a acostar?
- Quiero hacer unas llamadas a ver si averiguo alguna cosa.
- Cuando termines ¿querrás acostarte a mi lado?
- Me cuesta un poco subir las escaleras… ¿recuerdas? – y me dirige una irónica sonrisa.
- Pensaba echarme en tu cama, listo – le saco la lengua como cuando era una niña.

Antes de encaminarme hacia la puerta, me inclino hacia él y le beso en la boca.

Me despierto al sentir movimiento al otro lado de la cama. No me doy la vuelta, no quiero que Antón se sienta cohibido si le miro mientras se traslada desde su silla de ruedas. No se cuanto tiempo he dormido, ahora sólo espero sentir a mi lado el tibio calor que desprende su cuerpo. Me abraza por detrás cogiéndome por la cintura mientras yo me arrimo a él hasta pegarme contra su pecho. Es la primera vez que me acuesto con él. Quise hacerlo el último verano que pasé aquí, pero él no me dejó. Aún recuerdo como me cogió en brazos, me sacó de su cama y me puso de patitas en la puerta. Estuve unos días enfurruñada, sin apenas hablarle, y si lo hacía era para ordenarle alguna cosa como una señorita déspota y consentida, siempre a escondidas de la abuela que me hubiese echado una buena regañina por portarme de esa forma. Antón obedecía y callaba ante mi caprichosa actitud, hasta el día en que entré en el establo y le ordené que cepillase a Zeus, el caballo de mi padre, pretendiendo montarlo. Muy serio y tranquilo me respondió que no era labor suya el cepillar caballos y que no pensase ni por un momento que iba a dejarme montar a Zeus. Enfadada y herida en mi orgullo le contesté que él no era quien para decir qué caballo debía o no montar, y fui, echa una furia a colocarle a Zeus la montura. Antón me cogió por un brazo y yo le golpeé con la fusta que llevaba en la mano. Entonces vi la furia reflejada en sus ojos.

(Continuará)

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