Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

miércoles, 13 de agosto de 2008

El último refugio (XIV)



Él sigue mirándome esperando una respuesta.

- Antón fue el primer hombre de mi vida aún cuando yo había tenido algún que otro flirteo antes de aquel verano en que le descubrí, pequeños amoríos de adolescentes. A su lado crecí como mujer y como persona, porque no sólo era el deseo físico lo que me hacía buscar su compañía, también su forma de hablarme, de escucharme… me trataba como a una mujer adulta. A él le confesaba lo que nunca había contado a nadie, ni a mis mejores amigas. Mi abuela y tu hermano han sido referentes en mi vida, las dos personas a las que más añoré en los malos tiempos.
- Y ¿tus padres?
- No, no vayas a pensar que soy la típica hija única “abandonada” por unos padres que sólo dedican su tiempo a las relaciones sociales o a sus negocios. Ellos me quieren, me brindaron una infancia muy feliz y me procuraron una educación basada en la libertad del individuo, la tolerancia, la ausencia de juicios gratuitos hacia el comportamiento o la forma de vida de los demás. Cuando “cai en desgracia” hicieron todo lo humanamente posible para sacarme de aquel lugar horrible, pero se tropezaron una y otra vez, con hostilidades, con un muro infranqueable que era imposible derribar. Quizá tú no sepas nada de todo esto, pero se que utilizaron toda su influencia y su fortuna, y a pesar de sus esfuerzos parecía que todos sus amigos y conocidos se habían puesto de acuerdo para dar al traste con cualquier propuesta que tuviese como finalidad mi liberación.
- Se bastante de tu paso por la mal llamada clínica de rehabilitación.
- ¿Lo sabes? ¿Cómo? Ni siquiera Antón conocía los detalles de esa parte de mi vida… la abuela… no, estoy segura que a ella también se lo ocultaron. Habría muerto de dolor…
- O habría cogido su escopeta liándose a tiros con todo el que se pusiera en su camino.
- ¡Jajajajajaja! Tienes razón la abuela era de armas tomar. Pero ¿dime qué sabes tú de todo esto?
- Entonces yo estaba en la Facultad, intentando terminar la carrera. Procuré pasar desapercibido, no meterme en líos, esa era mi única oportunidad de conseguir finalizar mis estudios sin problemas. Además se lo había prometido a tu abuela, aunque para ella no supusiera un gran esfuerzo económico, se lo debía, había confiado en mí ciegamente sin siquiera conocerme. Uno de los pocos amigos que hice en aquel tiempo estudiaba medicina y consiguió hacer sus prácticas en una de esas clínicas, exactamente en la que tú estuviste encerrada.
Su finalidad era ser testigo en primera persona de lo que allí ocurría para después, clandestinamente, denunciar las barbaridades que se perpetraban. Sabía que yo era hermanastro de Antón, y te conocía ¿quién no conocía a la señorita Eva?, así que me habló de ti, de cómo luchabas contra todos con uñas y dientes, de las batallas que protagonizabas contra los que intentaban doblegarte. Dime una cosa ¿nunca te preguntaste por qué los esfuerzos de tus padres se estrellaban siempre contra ese muro infranqueable? ¿por qué otros jóvenes salieron de allí gracias a la fortuna o las influencias de sus progenitores y tu no?

Un escalofrío me recorre el cuerpo al escuchar por boca de otro las mismas preguntas que me habían obsesionado durante mucho tiempo y que al fin había logrado acallar.

- Lo siento, perdóname, no soy quien para decirte todo esto. Lo importante es que gracias a tu marido lograste salir con vida de aquella locura.
- Sigue, por favor, quiero que me cuentes todo lo que sepas, todo lo que tu amigo te confío.
- Realmente en ese tema él no fue demasiado explícito, pero me dio a entender que alguien muy cercano al recién estrenado presidente abortó cualquier intento a favor de tu liberación, que sólo se haría realidad en el momento en que él lo ordenase.
- Ernesto… él… apareció de pronto después de varios años sin contacto alguno. ¿Fue él? ¿Hizo que sufriera toda aquella barbarie, vejaciones y humillación sólo para aparecer ante mí como el salvador?... ¡hijo de puta! Esperó pacientemente hasta que supo que estaba hundida física y moralmente, hasta que estuvo seguro de mi rendición… ¡cabrón! ¡le mataré! ¡juro que le mataré!

Sin darme cuenta he empezado a gritar y a llorar a un tiempo. Me siento engañada y llena de rabia. Lo había pensado tantas veces, tantas, pero inconscientemente me convencí a mí misma de que aquello no podía ser cierto, posiblemente por mi propia supervivencia.

- Eva, tranquilízate, no puedo saber si fue él realmente, mi amigo nunca pronunció su nombre.
- ¿Dónde está ahora tu amigo?
- En la ciudad. Todos los años vamos juntos a África, somos miembros de la misma organización. Es un médico afamado que seis meses al año deja su cómoda posición económica y laboral y se va a aquel país a seguir haciendo lo que más disfruta en la vida: el ejercicio de su profesión.
- ¿Podré hablar con él?... por favor, necesito que me cuente todo lo que sabe.
- Está bien, lo intentaré, te lo prometo. Eva… no respondiste a mi primera pregunta.

De repente, vuelve a hacerme sonreír con su semblante malicioso.

- ¿Me la repites, por favor? Ya no la recuerdo.
- Eres una mentirosa, pero está bien, no te vas a librar tan fácil de responder ¿qué sientes por Antón? ¿estás enamorada?
- No lo se, pero es lo más parecido al amor que sentí nunca. Y tampoco se por qué me encuentro aquí, contándote todo esto si apenas te conozco.
- Bueno, tú empezaste con las preguntas comprometidas así que ahora no te quejes.
- Hablando de preguntas comprometidas ¿no estarías hace unos días rondando donde el castaño?
- No suelo bajar a la casa – responde casi sin mirarme.
- Vamos, no mientas, estoy segura de que nos viste a Antón y a mí, no pensaba que te gustaba mirar – lo digo en plan de broma, sonriendo.
- ¡Serás mal pensada! Está bien, era yo, pero te juro que no tenía intención de espiaros. Tenía que bajar al pueblo y siempre que lo hago paso por la casa por si Antón necesita alguna cosa, sobre todo que le gestione algún papeleo. Al pasar cerca creí escuchar algo y me acerqué a ver quien andaba por allí.
- ¿Nos oíste hablar?
- No, yo diría que lo oí fueron tus gemidos, pero no te preocupes, me marché enseguida… haciendo un gran esfuerzo, claro, porque la visión de tu cuerpo tumbado sobre la piedra invitaba más bien… ¿a la contemplación?
- ¡Ja! ¿seguro que te marchaste?

Levanta los hombros en un gesto de “¿quién lo sabe?”. Para no reírme, pongo gesto de ofendida y tomo el último sorbo de café que queda en mi taza.
(Continuará)

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