Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 30 de septiembre de 2008

Mis más sinceras disculpas

Vengo a pedir disculpas, por si hay por ahí algún lector que esté siguiendo ese "interminable" relato que di en titular "El último refugio".


Discúlpenme, amigos lectores (y espero que también se sientan incluidas las féminas porque decir "y amigas lectoras" me parece una chorrada), pero ando últimamente un poco atareada. Cuando llego a casa después de una dura jornada de trabajo (que nadie se ría, lo juro por Snoopy que es verdad) además de las rutinarias y obligadas labores del hogar (cómo odio esta expresión) me espera mi retoño, invariablemente, para que le ayude con las tareas del instituto. Y en estos últimos días les ha dado a sus profesores por que los niños escriban cuentos.


Así que ahí estamos los dos, el chaval y yo, exprimiendo las neuronas para inventarnos alguna historia. Y no es lo mismo escribir la que una tiene en la cabeza y que además lo hace porque le viene en gana, que hacerlo bajo "coacción": "Mamá, por favor, yo te cuento el argumento y tú me ayudas a darle forma, anda, por favor..." con esa expresión de termerillo que pone. Y para más inri, cuentos infantiles, lo cual dicho sea de paso no se me da demasiado bien.


Pero como yo también tengo ganas de terminar con la historia del "Refugio" prometo terminarla esta semana... ¡palabra!... he encontrado un remedio que dicen que para el estrés es mano de santo y para que sepáis cuanto os aprecio voy a compartirlo con vosotros:



Besos.

jueves, 25 de septiembre de 2008

El último refugio (XX)


Me parece que es muy temprano cuando escucho tenues murmullos que llegan entrecortados del piso de abajo a través de la puerta entreabierta de mi habitación. Miro el reloj medio adormilada y me sorprendo de la hora, ya son las ocho de la mañana, me costó tanto anoche quedarme dormida que cuando por fin caí rendida debían ser las tres de la mañana.

Me levanto y me doy una ducha rápida. Ya vestida y de camino a la cocina, me envuelve el aroma a chocolate caliente haciendo que la saliva empiece a inundarme la boca. Sentados a la mesa están Antón y Mario, ante un gran tazón de desayuno de cuyo contenido ya han dado buena cuenta.

- Ya iba a decirle a Mario que subiese a llamarte – dice Antón – buenos días, rapacina ¿dormiste bien?
- Buenos días a los dos – respondo mientras me acerco a saludarles con un beso – ahora era cuando más a gusto estaba, me costó mucho anoche coger el sueño, di vueltas y más vueltas en la cama hasta que conseguí quedarme dormida.
- Anda, desayuna, y en cuanto termines bajáis a dejar el coche que si os descuidáis mucho igual llega Ignacio antes que vosotros.
- No creo – interviene Mario – quedó en que vendría sobre las once, tenemos tiempo de sobra. Tómate un buen tazón de chocolate, está buenísimo.
- ¿Lo hizo Carmina? – pregunto extrañada mirando a Antón mientras doy un sorbo de mi taza – porque tiene ese toque especial que le daba la abuela.
- No, que va, tu abuela me confió su secreto así que solo yo puedo hacerlo como ella.
- No me lo puedo creer, mira que le rogué que me contase cómo hacía para que resultase tan delicioso, y siempre salía con lo mismo: “Cuando seas un poco más mayor, hija, no tengas prisa, algún día te lo contaré”.
- Y seguramente lo hubiese hecho de habérsele presentado la ocasión.

Sus ojos se ponen tristes cada vez que recuerda a la abuela, sólo él estaba a su lado cuando ella murió y siempre le querré por eso.
- Bueno, cuando quieras podemos irnos ¿nos vemos en el parking?
- Sí, dice Mario, será mejor que nos encontremos allí y en cuanto dejes el coche salgamos pitando, cuanta menos gente nos vea, mucho mejor.
- Hasta luego, Antón, enseguida estamos de vuelta.
- Tened cuidado.

Cuando subo al coche, ya Mario arrancó la moto y sale a la carretera por el estrecho camino que lleva a la casa. Me siento más tranquila, o quizá es que aún estoy medio dormida, pero el caso es que desapareció esa tremenda desazón que me agitaba el estómago. Conduzco despacio por la sinuosa carretera que llega hasta la ciudad. Podría haber cogido la autovía pero el tráfico es mucho más intenso, sobre todo a estas horas de la mañana, y por aquí voy más tranquila.

Ya en la ciudad, voy directamente al parking en el que dejaré mi coche. Está en una calle bastante céntrica, próxima a un centro comercial con tiendas, cines, peluquerías, salones de belleza, cafeterías, etc., un lugar al que resultará creíble que pueda acercarme a pasar el día, aún en estas circunstancias. Si Ernesto se traga esa mentira, lo peor que puede pasar es que crea que me he vuelto loca, y ojalá eso le convenza para largarse sin mí, vaya donde vaya. Se nota la tensión en el ambiente y por todas partes quedan señales de los momentos de tensión que se viven casi cada noche: cristales rotos, contenedores quemados, basuras… contrariamente a lo que sería lógico, no se ven fuerzas del orden, quizá están concentradas guardando por la seguridad de los edificios públicos, políticos y miembros del gobierno. A pesar de tratarse del centro de la ciudad son pocas las personas que circulan por aquí. Un par de ancianos se sientan en un banco de un pequeño parque cercano, alguna joven madre con su hijo de la mano camina deprisa mirando hacia todas partes, como temiendo que de cualquier esquina le aceche algún peligro.

En la segunda planta del parking me está esperando Mario con la mota resguardada entre dos grandes vehículos que la ocultan de casuales miradas. Cuando salgo del coche y cierro las puertas, ya le tengo a mi lado subido en la moto mientras me tiende un casco negro con el que no me reconocería ni mi madre. Me subo tras él y me abrazo a su cintura, agarrándome bien fuerte en el mismo momento en que acelera y salimos a toda velocidad de vuelta a casa.

Paramos apenas un momento para que Antón sepa que ya hemos llegado, y a continuación seguimos subiendo por el viejo camino que atraviesa el monte hasta la casa de Mario, donde nos disponemos a esperar a Ignacio que no tardará en llegar.

Mientras Mario vuelve a meter la moto en el pequeño garaje de su casa, pienso con cierto alivio que el fin está próximo, y que pase lo que pase, deseo con toda mi alma que todo termine.

(Continuará)

lunes, 15 de septiembre de 2008

Pintar una sonrisa


Hoy es una de esas noches en las que se, con total seguridad, que cuando me meta en la cama intentando dormir, me quedaré con los ojos abiertos como platos esperando que el sueño venga a visitarme. Daré vueltas y vueltas sin encontrar la postura cómoda que permita el descanso, y en mi cabeza se hilvanarán pensamientos sin conexión lógica alguna, pero que inexplicablemente encontrarán el modo de enlazarse como en una cadena.

Seguramente empezaré pensando en la comida que tengo que preparar antes de salir hacia el trabajo, y de paso seguiré con la lista de tareas de que me esperan en la oficina ordenándolas por importancia, contando con que no surja cualquier asunto urgente que venga a dar al traste con mi organizada agenda. Luego me asaltará la ligera preocupación de que mañana empieza mi hijo sus clases en el instituto y haré conjeturas del grado de responsabilidad y ganas de estudiar que tendrá durante el curso, contando con que está en esa difícil edad de revolucionadas hormonas que no le dejan concentrarse en nada, aunque últimamente está más centrado en algunas cosas y quizá me sorprenda. Como con la dieta médica que voluntariamente ha empezado con el ánimo de perder algunos de los kilos que le sobran, cosa con la que me sentí bastante escéptica por lo difícil que puede resultar para un adulto y no digamos para un niño preadolescente. Pero no, se come sus buenos platos de verduras acompañando pescados y carnes a la plancha y ha cambiado su postre de helado preferido por el yogur desnatado. Con este pensamiento que me alegra, me auto castigaré un poquito por mi falta de fe en el enano. Me preocuparé también porque mi hija no encuentre trabajo, que se desilusione, aun cuando nadie le meta prisa en casa. Ella está deseando construirse su futuro, independizarse, y esta maldita crisis ha venido a complicarlo todo. Pero me tranquilizaré confiando en su tremenda capacidad y en su excelente preparación para convertirse en una gran profesional. No importa el tiempo que tarde en conseguirlo, seguirá estudiando, creciendo como persona, mientras busca su oportunidad.

Luego decidiré concentrarme en mi ansiado proyecto para el nuevo año: el Camino de Santiago, ese deseo largamente postergado de hacer una buena parte del camino francés, desde León hasta Santiago. Pensaré en la fecha idónea para realizarlo contando con parte de mis vacaciones, repasaré mentalmente las etapas que descargué de internet y los días que necesitaré para hacerlas. Y el entrenamiento. Tendré que reservar algún rato todos los días para empezar a caminar, quizá podría ser a primera hora de la mañana, cuando mi hijo sale hacia el instituto, contando con que quede con los compañeros y no tenga que acercarle yo con el coche. Con media hora diaria tendría bastante, luego una ducha y a trabajar. El fin de semana haría alguna ruta más larga y preferiblemente por caminos con pendientes para ir acostumbrándome. Sonreiré pensando en mi nueva adquisición: unas botas Timberland que pillé baratas en ebay y que me quedan como un guante, ahora sólo tendré que usarlas lo suficiente para que se acoplen perfectamente a mis pies.

Es entonces cuando me asaltarán esos pensamientos que me hacen feliz y me duelen a un tiempo, esos que intento apartar de mi cabeza, pero que vuelven una y otra vez, incansablemente. Los mismos que invoco cuando Leo, el profesor de yoga dinámico, nos dice que pensemos en algo que nos haga felices, que nos queramos, que nos repitamos internamente esa frase positiva que nos tranquilice y nos pintemos en el rostro una sonrisa. Lo que vale este hombre. Siempre pensé que el yoga no iba a gustarme, pero está claro que para opinar de algo tenemos que conocerlo. Me sientan bien sus clases, que no son moco de pavo, jamás estiré mi cuerpo como lo hago en estas sesiones y ni por asomo pensé que iba a empezar a recuperar la flexibilidad que creía perdida, o que dejarían de darme problemas las cervicales o la espalda. Y si me hubiesen dicho que iba a sufrir más agujetas que con cualquiera de los deportes que he practicado anteriormente, me hubiese echado a reír a carcajadas. Pero además de todo eso, esas sesiones me enseñan a relajarme, a olvidarme de las tensiones diarias, de los pequeños contratiempos que acaban poniéndonos tristes o de mal humor. Y Leo adivina, con sólo mirarte a los ojos, que ese día vas cargada de tristeza o de preocupaciones y que necesitas una dosis extra de ternura, una inyección de autoestima. Entonces te regala un abrazo que te transmite un calor especial y reconfortante, o se acerca sigilosamente cuando estás tumbada siguiendo sus indicaciones para relajarte, y con manos expertas acaricia tu frente para borrar ese ceño fruncido que ni tú misma sabes que tienes dibujado, y no para hasta que consigue cambiar tu expresión. Un suspiro profundo se escapa entonces de tus labios y es tanta la paz y la alegría, es tan grande la sonrisa que dibujan tus labios que notas como los ojos se humedecen y las lágrimas resbalan dulcemente. Y toda la tensión desaparece.

En ese instante, pensaré que existen ciertas personas especiales que poseen esa tibieza en el abrazo que te hacen desear no salir nunca de ahí, de su refugio. O que tienen ese tacto liviano oculto en la yema de sus dedos capaz de transmitirte sensaciones que recorren de norte a sur la piel, de este a oste, y penetra por sus poros hasta el centro mismo de tu cuerpo. Y no se olvidan nunca.

Miraré el reloj y maldeciré al sueño que no llega, porque ya son las tres y dentro de unas horas tendré que ir a trabajar con unas ojeras tremendas y cierto malhumor. Pensaré que el tiempo siempre va a su puta bola y corre cuando no debe o todo lo contrario, y que últimamente se me escurre entre los dedos, esperando. Quizá me levante y me ponga en el ordenador a escuchar música, leer alguna cosa o jugar al solitario, deseando que la pantalla sea el remedio que consiga adormecerme. Me fumaré un cigarro y no podré evitar que otra vez mi pensamiento vuele hacia horas inolvidables que pintan en mi rostro una sonrisa y llenan de humedad mis ojos. Y ya no haré nada para espantarlos porque es como luchar contra lo inevitable.

Me acostaré de nuevo y dejaré que inunden mis neuronas, quizá consiga así dormirme y me sonría el alma.

sábado, 13 de septiembre de 2008

El último refugio (XIX)


Durante todo el camino temo el momento en que nos encontremos con Antón. Es una tontería, lo se, pero no puedo dejar de sentirme como una niña que acaba de cometer una travesura y no se qué explicación puedo darle al hecho de que ambos, Mario y yo, estemos empapados. Quizá tenga la suerte de poder escabullirme escaleras arriba antes de que él me vea, pero ¿y Mario?, él tiene que cambiarse de ropa, no puede pasar la noche con esa mojadura o acabará pillando una pulmonía. Ensimismada en mis pensamientos casi no me doy cuenta que ya hemos llegado.

El patio está desierto y la casa en silencio. Las luces de la cocina y la entrada están encendidas y la puerta entreabierta. Me cuelo silenciosamente al tiempo que le hago una seña a Mario para que me siga escaleras arriba. Él pone cara de circunstancias, preguntándose seguramente a qué viene tanto sigilo. Por la puerta de la cocina aparece Antón que, al darse cuenta de nuestro aspecto, sonríe divertido.

- Ya era hora, estaba empezando a preocuparme ¿qué? ¿pensabais en pescar algo para la cena o es que os apeteció daros un baño?

Nos mira alternativamente a uno y a otro esperando alguna respuesta, pero la verdad es que en este momento no se me ocurre qué decir, creo que hasta he empezado a sonrojarme.

- No – dice Mario – nada de eso. La señorita Eva que no mira donde pone los pies y ha acabado en el agua, como siempre. No podía dejarla allí, aunque no ha sido por falta de ganas.
- Eva, rapacina ¿Cuándo dejarás de andar por los suelos? Empiezo a pensar que es tu manera natural de conquistar a los hombres… jajajajajaja.
- Sois los dos muy graciosos, será mejor que vaya a cambiarme ¿está preparada la cena?
- Claro que sí, señora – y pronuncia esta última palabra con cierto retintín, mientras desde su silla, hace una reverencia.
- Pues dejaros ya de cháchara que estoy muerta de hambre. Mario, puedo prestarte algún traje de Ernesto o una bata mía… lo que prefieras.
- No, ni pensarlo, ninguna de las dos cosas, prefiero quedarme así, mojado como un pollo.
- Pasa a mi habitación – le dice Antón – seguro que encuentras algo que puedas ponerte. Os espero en el comedor, tenéis cinco minutos.

Subo corriendo las escaleras a resguardarme en mi habitación de su irónica sonrisa. Me doy una ducha rápida y me visto a toda prisa, pero cuando llego al comedor ya están los dos sentados charlando alegremente. Durante la cena conversamos sobre las medidas a tomar en el caso de que Ernesto se presente a buscarme de improviso. Quedamos en que a la mañana siguiente iré a llevar mi coche, guardado en el garaje de la casa, a un parking de la ciudad. Si es necesario Antón hará creer a mi marido que me marché y aun no he vuelto, con lo que podríamos ganar algo de tiempo. Mario me acompañará en la moto y me traerá de vuelta. Después esperaremos la llegada de Ignacio, es importante saber el tiempo aproximado de que disponemos y si hay alguna forma de conocer con anticipación, aunque sea mínima, el momento en que debo desaparecer. Mario tiene en su casa un pequeño cuarto disimulado en el garaje, ese será mi escondite. Ernesto ni siquiera conoce la existencia de esa casa, así que confiamos en que le será difícil encontrarme.

- Mañana dispondremos de más información para acabar de organizarlo todo – dice Mario – ahora creo que ya es hora de irme a casa, estoy rendido ¿a qué hora quieres que pase a recogerte?
- ¿A las nueve está bien?
- Perfecto.
- Oye, a partir de ahora, acércate a la casa con precaución, no sea que él se presente de improviso y también tú corras peligro.
- No te preocupes, siempre lo hago. Desde allá arriba se ve perfectamente la casa y lo que la rodea, pero estaré atento. Buenas noches.
- Buenas noches, Mario – decimos Antón y yo a un tiempo.

Nos quedamos en silencio mientras oímos los pasos de Mario en el corredor, seguidos del ruido de la puerta al cerrarse tras él.

- ¿Tienes miedo? – me pregunta en un susurro.
- Un poco.

Estoy sentada a su lado y cojo su mano entre las mías.

- No temas, todo va a salir bien, te lo prometo.

Asiento lentamente.

- Y ahora ¿vas a decirme qué pasó con Mario en el río?
- ¡Eh! Eres un cotilla. Ya te lo ha dicho él, me caí, ya sabes que soy muy patosa.
- ¡Ja! Vamos, rapacina, que te conozco desde que eras una niña, a mí no me engañas. Ese brillo en los ojos, ese rubor, esos labios encendidos… ¿piensas que voy a creerme esa mentira tan burda? Dime ¿te gusta Mario?
- Estoy muy cansada, creo que me voy a la cama.
- Tramposa, vaya una forma de escabullirte. Está bien, dejaremos esta conversación para otro momento en que no tengamos tantas preocupaciones, aunque… quizá entonces ya no haga falta que me respondas, sólo tendré que mirarte fijamente a los ojos.
- Tengo que acordarme de buscar esas gafas oscuras que guardo por algún cajón, jajajajaja. Te prometo que hablaremos de eso, y te contestaré a todo lo que me preguntes, siempre que yo conozca la respuesta ¿de acuerdo? Buenas noches, que descanses.
- Tú también. Intenta dormir y no empieces a darle vueltas a la cabeza ¿lo prometes?
- Te prometo que lo intentaré.

Me acurruco un instante entre sus brazos, ese lugar que siempre fue para mí un cálido refugio.

(Continuará)

domingo, 7 de septiembre de 2008

Celuloide



- Dime con quien estás follando ¡zorra! Dímelo o te mato aquí mismo.
La voz del hombre era apenas una especie de silbido amenazante, mientras deslizaba el cañón de su pistola en la entrepierna de la mujer. Ella, por toda respuesta, le escupió en la cara al tiempo que le dedicaba una mirada cargada de desprecio.
El estampido resonó en la habitación.
- ¡Corten! ¡corten! Perfecta, ha quedado perfecta… quiero ese primer plano de la mirada de Carmen ¿me has oído Germán? Será la carta de presentación de la película. Habéis estado geniales. Carmen, Antonio… buen trabajo.
- Somos profesionales – respondió Antonio, mirando fijamente a su pareja de reparto que aún seguía sobre la cama esperando que alguien limpiase todo aquel estropicio de efectos especiales, mientras él, como en un descuido, acariciaba su cuerpo desnudo con la punta del arma.
Carmen pensó que el contacto con el frío metal era la causa de su repentino estremecimiento, hasta el instante en que sus ojos se cruzaron con los de Antonio.

(Octubre 2007)

viernes, 5 de septiembre de 2008

El último refugio (XVIII)



Llegamos hasta el río en completo silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Me quito las alpargatas y tomo asiento en una gran piedra para así poder sumergir los pies en el agua cristalina. Está helada, lo que hace que la circulación de mis piernas se revolucione de tal manera que un intenso hormigueo se extiende por ellas. Mario se sienta a mi lado. A nuestra espalda el sol ha empezado a esconderse tras las montañas bañando el paisaje con preciosos tonos naranjas y rojos. Sólo se escucha el rumor del agua y los sonidos que emiten los animales que agazapados pululan por los alrededores. Se respira una inmensa paz como si estuviésemos a miles de kilómetros de la civilización.

- Eva.
- Dime.
- Cuando todo esto termine ¿qué te gustaría hacer?
- ¿De verdad tienes la esperanza de que todo acabe algún día? ¿Y si todas estas acciones no dan resultado?
- Estoy seguro de que tarde o temprano se pondrá fin a esta locura. Imagina por un momento que eres libre, anda, haz un esfuerzo ¿qué harías?
- ¿Qué haría? Hace años que no veo a mis padres. Ernesto siempre está demasiado ocupado para un viaje de placer, siempre anda de acá para allá pero por política o negocios, y a mí nunca me dejó ir sola a Londres, sabe que no hubiese vuelto a su lado. Sí, lo primero que haría sería ir a verles y dejar que me mimasen y volviesen a tratarme como su niña. Después, no se, creo que me quedaría a vivir aquí, en la casona de la abuela. Quizá podría volver a la Universidad, aunque seguramente no me serviría de nada estudiar arquitectura, pero podría empezar cualquier otra cosa. Sí, creo que sería muy feliz aquí, con Antón, y… contigo. ¿Seguirías aquí?
- No conozco otro lugar mejor para vivir, esto y los meses que paso en África son toda mi vida, por supuesto que seguiría aquí.
- Te pareces mucho a tu hermano, eres como él cuando tenía tu edad. Quizá seáis algo diferentes físicamente, aunque no creas, esos ojos son idénticos a los suyos, pero no podéis negar que sois hijos del mismo padre.
- ¿Sabes cómo era la primera mujer de mi padre, la madre de Antón?
- La vi en las fotos que guardaba mi abuela, y siempre me pareció extraño que tu padre estuviese tan locamente enamorado de ella. Así a primera vista no parecía que tuviese nada especial, al contrario, no me pareció que fuese la clase de mujer que encandila a los hombres.
- Debe pesar una tremenda maldición sobre los hombres de mi familia.
- ¿Y eso?
- Sólo nos enamoramos una vez en la vida y es para siempre.
- Míralo, que seguro lo dice – y en verdad me hace gracia la seriedad que impregna sus palabras.
- Fíjate en mi padre, jamás olvidó a su único y gran amor… y ¿qué me dices de Antón?
- Pues… no se ¿qué tengo que decir de Antón?
- Enamorado de ti toda una vida, sin que se le haya conocido nunca ningún otro amor.
- Quizá es que es discreto.
- No, no digo que no haya tenido sus pequeños romances, sus aventuras, pero enamorarse… no, estoy seguro.
- ¿Y tú?
- También yo estoy maldito. Creo que me ocurrirá lo mismo que a ellos.
- ¿Te ocurrirá? ¿Estás enamorado?
- No estoy seguro, pero no puedo pensar en nada más que no sea ella y cuando la miro parece que algo vaya a estallarme en el pecho.

Durante un momento, no se qué decir, parece que las palabras se hayan quedado atascadas en algún lugar de mi garganta. No había caído en la cuenta de que Mario quizá tuviese novia, una relación seria.

- ¿Puedo saber quién es la afortunada?
- No.
- O sea, que yo ando revelándote secretos, abriéndote mi alma de par en par, mis más íntimos deseos y tú contestas tranquilamente con un “no”… pues ni falta que me hace. No vengas luego a pedirme consejo.
- ¡¡¡Jajajajajajaja!!!! Que buena actriz serías: “abriéndote mi alma de par en par” jajajajaja… a saber lo que tendrás en el alma, contando con que la tengas, claro.

Mientras está hablando y carcajeándose me agacho un poco y le tiro un buen manotazo de agua que recibe en pleno rostro. Me levanto a toda prisa dispuesta a salir corriendo antes de que reaccione y se vengue de mí, pero no encuentro las dichosas alpargatas y el camino está lleno de piedras. Estoy buscándolas desesperadamente cuando recibo un chorro de agua helada en la espalda que me deja la camiseta chorreando.

- ¡Ahora verás!

Me doy la vuelta dispuesta a empujarle pero el muy cabrón se ha bajado de la piedra y está de pie en el agua. Aprovecha los pocos segundos en que titubeo para cogerme la mano y estirarme hacia él. No tengo más remedio que saltar al río si no quiero caer. La batalla es encarnizada, nos tiramos agua a manos llenas entre risas, gritos y amenazas. De pronto me encuentro entre sus brazos, buscándonos la boca con desesperación. Estamos empapados pero mi piel despide tanto calor que temo que de un momento a otro empiece a salir vapor de mi ropa mojada. Deshacemos el abrazo con urgencia y nos quedamos inmóviles un instante sin saber muy bien qué hacer o qué decir.

- Ya es de noche, deberíamos volver a casa – digo con voz entrecortada.

Él no contesta, asiente lentamente mientras sube a la piedra y me tiende su mano para ayudarme a salir del agua.

- Malditas alpargatas, no se qué hice con ellas.
- Espera, creo que están ahí entre esas ramas.

Se acerca a mí con ellas en la mano y se arrodilla. Tomo asiento en la piedra de espaldas al agua y él me las calza muy despacio acariciando mis pies mojados. Luego se pone las suyas y emprendemos el regreso.

(continuará)

lunes, 1 de septiembre de 2008

Un hombre de palabra


Se jactaba de ser hombre de palabra.
Decía que a causa de nuestra pecaminosa relación estaba condenado al fuego eterno del infierno, pero nada le importaba: por mí iría voluntariamente hasta el mismísimo averno.
Juraba que me amaba.
Le creí a pie juntillas.
Aquel jueves de otoño en el que amarilleaban las hojas de los árboles bajo el sol del ocaso, se transformó de pronto en fría tarde invernal cuando él no acudió a nuestra cita. Esperé inmóvil sentada en nuestra mesa del café hasta bien entrada la noche.
Esperé aún durante días, alguna noticia, una disculpa, una tonta explicación a su abandono.
Agotada la paciente espera, llamé inútilmente a un teléfono apagado, al timbre desconectado de su casa. Pregunté en hospitales con los dedos cruzados a la espalda y suspirando aliviada ante la ausencia de respuestas.
Como último recurso pateé la ciudad de punta a punta atisbando cada rostro, cada gesto, cada sombra que se le pareciese vagamente. Nada.
Una noche, al volver a casa, arrastrando los pies, desecha, me paré ante la puerta de un garito, única señal de vida entre la absoluta oscuridad de la calle. Su nombre brillaba con luces de neón rojas y amarillas: “El Averno”.
De allí le vi salir entre dos putas, aferrando con manos lujuriosas aquel par de caderas.
Se jactaba de ser hombre de palabra.
No mentía.
PD. En unos días próximo capítulo de "El último Refugio".