Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 25 de septiembre de 2008

El último refugio (XX)


Me parece que es muy temprano cuando escucho tenues murmullos que llegan entrecortados del piso de abajo a través de la puerta entreabierta de mi habitación. Miro el reloj medio adormilada y me sorprendo de la hora, ya son las ocho de la mañana, me costó tanto anoche quedarme dormida que cuando por fin caí rendida debían ser las tres de la mañana.

Me levanto y me doy una ducha rápida. Ya vestida y de camino a la cocina, me envuelve el aroma a chocolate caliente haciendo que la saliva empiece a inundarme la boca. Sentados a la mesa están Antón y Mario, ante un gran tazón de desayuno de cuyo contenido ya han dado buena cuenta.

- Ya iba a decirle a Mario que subiese a llamarte – dice Antón – buenos días, rapacina ¿dormiste bien?
- Buenos días a los dos – respondo mientras me acerco a saludarles con un beso – ahora era cuando más a gusto estaba, me costó mucho anoche coger el sueño, di vueltas y más vueltas en la cama hasta que conseguí quedarme dormida.
- Anda, desayuna, y en cuanto termines bajáis a dejar el coche que si os descuidáis mucho igual llega Ignacio antes que vosotros.
- No creo – interviene Mario – quedó en que vendría sobre las once, tenemos tiempo de sobra. Tómate un buen tazón de chocolate, está buenísimo.
- ¿Lo hizo Carmina? – pregunto extrañada mirando a Antón mientras doy un sorbo de mi taza – porque tiene ese toque especial que le daba la abuela.
- No, que va, tu abuela me confió su secreto así que solo yo puedo hacerlo como ella.
- No me lo puedo creer, mira que le rogué que me contase cómo hacía para que resultase tan delicioso, y siempre salía con lo mismo: “Cuando seas un poco más mayor, hija, no tengas prisa, algún día te lo contaré”.
- Y seguramente lo hubiese hecho de habérsele presentado la ocasión.

Sus ojos se ponen tristes cada vez que recuerda a la abuela, sólo él estaba a su lado cuando ella murió y siempre le querré por eso.
- Bueno, cuando quieras podemos irnos ¿nos vemos en el parking?
- Sí, dice Mario, será mejor que nos encontremos allí y en cuanto dejes el coche salgamos pitando, cuanta menos gente nos vea, mucho mejor.
- Hasta luego, Antón, enseguida estamos de vuelta.
- Tened cuidado.

Cuando subo al coche, ya Mario arrancó la moto y sale a la carretera por el estrecho camino que lleva a la casa. Me siento más tranquila, o quizá es que aún estoy medio dormida, pero el caso es que desapareció esa tremenda desazón que me agitaba el estómago. Conduzco despacio por la sinuosa carretera que llega hasta la ciudad. Podría haber cogido la autovía pero el tráfico es mucho más intenso, sobre todo a estas horas de la mañana, y por aquí voy más tranquila.

Ya en la ciudad, voy directamente al parking en el que dejaré mi coche. Está en una calle bastante céntrica, próxima a un centro comercial con tiendas, cines, peluquerías, salones de belleza, cafeterías, etc., un lugar al que resultará creíble que pueda acercarme a pasar el día, aún en estas circunstancias. Si Ernesto se traga esa mentira, lo peor que puede pasar es que crea que me he vuelto loca, y ojalá eso le convenza para largarse sin mí, vaya donde vaya. Se nota la tensión en el ambiente y por todas partes quedan señales de los momentos de tensión que se viven casi cada noche: cristales rotos, contenedores quemados, basuras… contrariamente a lo que sería lógico, no se ven fuerzas del orden, quizá están concentradas guardando por la seguridad de los edificios públicos, políticos y miembros del gobierno. A pesar de tratarse del centro de la ciudad son pocas las personas que circulan por aquí. Un par de ancianos se sientan en un banco de un pequeño parque cercano, alguna joven madre con su hijo de la mano camina deprisa mirando hacia todas partes, como temiendo que de cualquier esquina le aceche algún peligro.

En la segunda planta del parking me está esperando Mario con la mota resguardada entre dos grandes vehículos que la ocultan de casuales miradas. Cuando salgo del coche y cierro las puertas, ya le tengo a mi lado subido en la moto mientras me tiende un casco negro con el que no me reconocería ni mi madre. Me subo tras él y me abrazo a su cintura, agarrándome bien fuerte en el mismo momento en que acelera y salimos a toda velocidad de vuelta a casa.

Paramos apenas un momento para que Antón sepa que ya hemos llegado, y a continuación seguimos subiendo por el viejo camino que atraviesa el monte hasta la casa de Mario, donde nos disponemos a esperar a Ignacio que no tardará en llegar.

Mientras Mario vuelve a meter la moto en el pequeño garaje de su casa, pienso con cierto alivio que el fin está próximo, y que pase lo que pase, deseo con toda mi alma que todo termine.

(Continuará)

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