Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 15 de septiembre de 2008

Pintar una sonrisa


Hoy es una de esas noches en las que se, con total seguridad, que cuando me meta en la cama intentando dormir, me quedaré con los ojos abiertos como platos esperando que el sueño venga a visitarme. Daré vueltas y vueltas sin encontrar la postura cómoda que permita el descanso, y en mi cabeza se hilvanarán pensamientos sin conexión lógica alguna, pero que inexplicablemente encontrarán el modo de enlazarse como en una cadena.

Seguramente empezaré pensando en la comida que tengo que preparar antes de salir hacia el trabajo, y de paso seguiré con la lista de tareas de que me esperan en la oficina ordenándolas por importancia, contando con que no surja cualquier asunto urgente que venga a dar al traste con mi organizada agenda. Luego me asaltará la ligera preocupación de que mañana empieza mi hijo sus clases en el instituto y haré conjeturas del grado de responsabilidad y ganas de estudiar que tendrá durante el curso, contando con que está en esa difícil edad de revolucionadas hormonas que no le dejan concentrarse en nada, aunque últimamente está más centrado en algunas cosas y quizá me sorprenda. Como con la dieta médica que voluntariamente ha empezado con el ánimo de perder algunos de los kilos que le sobran, cosa con la que me sentí bastante escéptica por lo difícil que puede resultar para un adulto y no digamos para un niño preadolescente. Pero no, se come sus buenos platos de verduras acompañando pescados y carnes a la plancha y ha cambiado su postre de helado preferido por el yogur desnatado. Con este pensamiento que me alegra, me auto castigaré un poquito por mi falta de fe en el enano. Me preocuparé también porque mi hija no encuentre trabajo, que se desilusione, aun cuando nadie le meta prisa en casa. Ella está deseando construirse su futuro, independizarse, y esta maldita crisis ha venido a complicarlo todo. Pero me tranquilizaré confiando en su tremenda capacidad y en su excelente preparación para convertirse en una gran profesional. No importa el tiempo que tarde en conseguirlo, seguirá estudiando, creciendo como persona, mientras busca su oportunidad.

Luego decidiré concentrarme en mi ansiado proyecto para el nuevo año: el Camino de Santiago, ese deseo largamente postergado de hacer una buena parte del camino francés, desde León hasta Santiago. Pensaré en la fecha idónea para realizarlo contando con parte de mis vacaciones, repasaré mentalmente las etapas que descargué de internet y los días que necesitaré para hacerlas. Y el entrenamiento. Tendré que reservar algún rato todos los días para empezar a caminar, quizá podría ser a primera hora de la mañana, cuando mi hijo sale hacia el instituto, contando con que quede con los compañeros y no tenga que acercarle yo con el coche. Con media hora diaria tendría bastante, luego una ducha y a trabajar. El fin de semana haría alguna ruta más larga y preferiblemente por caminos con pendientes para ir acostumbrándome. Sonreiré pensando en mi nueva adquisición: unas botas Timberland que pillé baratas en ebay y que me quedan como un guante, ahora sólo tendré que usarlas lo suficiente para que se acoplen perfectamente a mis pies.

Es entonces cuando me asaltarán esos pensamientos que me hacen feliz y me duelen a un tiempo, esos que intento apartar de mi cabeza, pero que vuelven una y otra vez, incansablemente. Los mismos que invoco cuando Leo, el profesor de yoga dinámico, nos dice que pensemos en algo que nos haga felices, que nos queramos, que nos repitamos internamente esa frase positiva que nos tranquilice y nos pintemos en el rostro una sonrisa. Lo que vale este hombre. Siempre pensé que el yoga no iba a gustarme, pero está claro que para opinar de algo tenemos que conocerlo. Me sientan bien sus clases, que no son moco de pavo, jamás estiré mi cuerpo como lo hago en estas sesiones y ni por asomo pensé que iba a empezar a recuperar la flexibilidad que creía perdida, o que dejarían de darme problemas las cervicales o la espalda. Y si me hubiesen dicho que iba a sufrir más agujetas que con cualquiera de los deportes que he practicado anteriormente, me hubiese echado a reír a carcajadas. Pero además de todo eso, esas sesiones me enseñan a relajarme, a olvidarme de las tensiones diarias, de los pequeños contratiempos que acaban poniéndonos tristes o de mal humor. Y Leo adivina, con sólo mirarte a los ojos, que ese día vas cargada de tristeza o de preocupaciones y que necesitas una dosis extra de ternura, una inyección de autoestima. Entonces te regala un abrazo que te transmite un calor especial y reconfortante, o se acerca sigilosamente cuando estás tumbada siguiendo sus indicaciones para relajarte, y con manos expertas acaricia tu frente para borrar ese ceño fruncido que ni tú misma sabes que tienes dibujado, y no para hasta que consigue cambiar tu expresión. Un suspiro profundo se escapa entonces de tus labios y es tanta la paz y la alegría, es tan grande la sonrisa que dibujan tus labios que notas como los ojos se humedecen y las lágrimas resbalan dulcemente. Y toda la tensión desaparece.

En ese instante, pensaré que existen ciertas personas especiales que poseen esa tibieza en el abrazo que te hacen desear no salir nunca de ahí, de su refugio. O que tienen ese tacto liviano oculto en la yema de sus dedos capaz de transmitirte sensaciones que recorren de norte a sur la piel, de este a oste, y penetra por sus poros hasta el centro mismo de tu cuerpo. Y no se olvidan nunca.

Miraré el reloj y maldeciré al sueño que no llega, porque ya son las tres y dentro de unas horas tendré que ir a trabajar con unas ojeras tremendas y cierto malhumor. Pensaré que el tiempo siempre va a su puta bola y corre cuando no debe o todo lo contrario, y que últimamente se me escurre entre los dedos, esperando. Quizá me levante y me ponga en el ordenador a escuchar música, leer alguna cosa o jugar al solitario, deseando que la pantalla sea el remedio que consiga adormecerme. Me fumaré un cigarro y no podré evitar que otra vez mi pensamiento vuele hacia horas inolvidables que pintan en mi rostro una sonrisa y llenan de humedad mis ojos. Y ya no haré nada para espantarlos porque es como luchar contra lo inevitable.

Me acostaré de nuevo y dejaré que inunden mis neuronas, quizá consiga así dormirme y me sonría el alma.

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