Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

sábado, 13 de septiembre de 2008

El último refugio (XIX)


Durante todo el camino temo el momento en que nos encontremos con Antón. Es una tontería, lo se, pero no puedo dejar de sentirme como una niña que acaba de cometer una travesura y no se qué explicación puedo darle al hecho de que ambos, Mario y yo, estemos empapados. Quizá tenga la suerte de poder escabullirme escaleras arriba antes de que él me vea, pero ¿y Mario?, él tiene que cambiarse de ropa, no puede pasar la noche con esa mojadura o acabará pillando una pulmonía. Ensimismada en mis pensamientos casi no me doy cuenta que ya hemos llegado.

El patio está desierto y la casa en silencio. Las luces de la cocina y la entrada están encendidas y la puerta entreabierta. Me cuelo silenciosamente al tiempo que le hago una seña a Mario para que me siga escaleras arriba. Él pone cara de circunstancias, preguntándose seguramente a qué viene tanto sigilo. Por la puerta de la cocina aparece Antón que, al darse cuenta de nuestro aspecto, sonríe divertido.

- Ya era hora, estaba empezando a preocuparme ¿qué? ¿pensabais en pescar algo para la cena o es que os apeteció daros un baño?

Nos mira alternativamente a uno y a otro esperando alguna respuesta, pero la verdad es que en este momento no se me ocurre qué decir, creo que hasta he empezado a sonrojarme.

- No – dice Mario – nada de eso. La señorita Eva que no mira donde pone los pies y ha acabado en el agua, como siempre. No podía dejarla allí, aunque no ha sido por falta de ganas.
- Eva, rapacina ¿Cuándo dejarás de andar por los suelos? Empiezo a pensar que es tu manera natural de conquistar a los hombres… jajajajajaja.
- Sois los dos muy graciosos, será mejor que vaya a cambiarme ¿está preparada la cena?
- Claro que sí, señora – y pronuncia esta última palabra con cierto retintín, mientras desde su silla, hace una reverencia.
- Pues dejaros ya de cháchara que estoy muerta de hambre. Mario, puedo prestarte algún traje de Ernesto o una bata mía… lo que prefieras.
- No, ni pensarlo, ninguna de las dos cosas, prefiero quedarme así, mojado como un pollo.
- Pasa a mi habitación – le dice Antón – seguro que encuentras algo que puedas ponerte. Os espero en el comedor, tenéis cinco minutos.

Subo corriendo las escaleras a resguardarme en mi habitación de su irónica sonrisa. Me doy una ducha rápida y me visto a toda prisa, pero cuando llego al comedor ya están los dos sentados charlando alegremente. Durante la cena conversamos sobre las medidas a tomar en el caso de que Ernesto se presente a buscarme de improviso. Quedamos en que a la mañana siguiente iré a llevar mi coche, guardado en el garaje de la casa, a un parking de la ciudad. Si es necesario Antón hará creer a mi marido que me marché y aun no he vuelto, con lo que podríamos ganar algo de tiempo. Mario me acompañará en la moto y me traerá de vuelta. Después esperaremos la llegada de Ignacio, es importante saber el tiempo aproximado de que disponemos y si hay alguna forma de conocer con anticipación, aunque sea mínima, el momento en que debo desaparecer. Mario tiene en su casa un pequeño cuarto disimulado en el garaje, ese será mi escondite. Ernesto ni siquiera conoce la existencia de esa casa, así que confiamos en que le será difícil encontrarme.

- Mañana dispondremos de más información para acabar de organizarlo todo – dice Mario – ahora creo que ya es hora de irme a casa, estoy rendido ¿a qué hora quieres que pase a recogerte?
- ¿A las nueve está bien?
- Perfecto.
- Oye, a partir de ahora, acércate a la casa con precaución, no sea que él se presente de improviso y también tú corras peligro.
- No te preocupes, siempre lo hago. Desde allá arriba se ve perfectamente la casa y lo que la rodea, pero estaré atento. Buenas noches.
- Buenas noches, Mario – decimos Antón y yo a un tiempo.

Nos quedamos en silencio mientras oímos los pasos de Mario en el corredor, seguidos del ruido de la puerta al cerrarse tras él.

- ¿Tienes miedo? – me pregunta en un susurro.
- Un poco.

Estoy sentada a su lado y cojo su mano entre las mías.

- No temas, todo va a salir bien, te lo prometo.

Asiento lentamente.

- Y ahora ¿vas a decirme qué pasó con Mario en el río?
- ¡Eh! Eres un cotilla. Ya te lo ha dicho él, me caí, ya sabes que soy muy patosa.
- ¡Ja! Vamos, rapacina, que te conozco desde que eras una niña, a mí no me engañas. Ese brillo en los ojos, ese rubor, esos labios encendidos… ¿piensas que voy a creerme esa mentira tan burda? Dime ¿te gusta Mario?
- Estoy muy cansada, creo que me voy a la cama.
- Tramposa, vaya una forma de escabullirte. Está bien, dejaremos esta conversación para otro momento en que no tengamos tantas preocupaciones, aunque… quizá entonces ya no haga falta que me respondas, sólo tendré que mirarte fijamente a los ojos.
- Tengo que acordarme de buscar esas gafas oscuras que guardo por algún cajón, jajajajaja. Te prometo que hablaremos de eso, y te contestaré a todo lo que me preguntes, siempre que yo conozca la respuesta ¿de acuerdo? Buenas noches, que descanses.
- Tú también. Intenta dormir y no empieces a darle vueltas a la cabeza ¿lo prometes?
- Te prometo que lo intentaré.

Me acurruco un instante entre sus brazos, ese lugar que siempre fue para mí un cálido refugio.

(Continuará)

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