Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 5 de septiembre de 2008

El último refugio (XVIII)



Llegamos hasta el río en completo silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Me quito las alpargatas y tomo asiento en una gran piedra para así poder sumergir los pies en el agua cristalina. Está helada, lo que hace que la circulación de mis piernas se revolucione de tal manera que un intenso hormigueo se extiende por ellas. Mario se sienta a mi lado. A nuestra espalda el sol ha empezado a esconderse tras las montañas bañando el paisaje con preciosos tonos naranjas y rojos. Sólo se escucha el rumor del agua y los sonidos que emiten los animales que agazapados pululan por los alrededores. Se respira una inmensa paz como si estuviésemos a miles de kilómetros de la civilización.

- Eva.
- Dime.
- Cuando todo esto termine ¿qué te gustaría hacer?
- ¿De verdad tienes la esperanza de que todo acabe algún día? ¿Y si todas estas acciones no dan resultado?
- Estoy seguro de que tarde o temprano se pondrá fin a esta locura. Imagina por un momento que eres libre, anda, haz un esfuerzo ¿qué harías?
- ¿Qué haría? Hace años que no veo a mis padres. Ernesto siempre está demasiado ocupado para un viaje de placer, siempre anda de acá para allá pero por política o negocios, y a mí nunca me dejó ir sola a Londres, sabe que no hubiese vuelto a su lado. Sí, lo primero que haría sería ir a verles y dejar que me mimasen y volviesen a tratarme como su niña. Después, no se, creo que me quedaría a vivir aquí, en la casona de la abuela. Quizá podría volver a la Universidad, aunque seguramente no me serviría de nada estudiar arquitectura, pero podría empezar cualquier otra cosa. Sí, creo que sería muy feliz aquí, con Antón, y… contigo. ¿Seguirías aquí?
- No conozco otro lugar mejor para vivir, esto y los meses que paso en África son toda mi vida, por supuesto que seguiría aquí.
- Te pareces mucho a tu hermano, eres como él cuando tenía tu edad. Quizá seáis algo diferentes físicamente, aunque no creas, esos ojos son idénticos a los suyos, pero no podéis negar que sois hijos del mismo padre.
- ¿Sabes cómo era la primera mujer de mi padre, la madre de Antón?
- La vi en las fotos que guardaba mi abuela, y siempre me pareció extraño que tu padre estuviese tan locamente enamorado de ella. Así a primera vista no parecía que tuviese nada especial, al contrario, no me pareció que fuese la clase de mujer que encandila a los hombres.
- Debe pesar una tremenda maldición sobre los hombres de mi familia.
- ¿Y eso?
- Sólo nos enamoramos una vez en la vida y es para siempre.
- Míralo, que seguro lo dice – y en verdad me hace gracia la seriedad que impregna sus palabras.
- Fíjate en mi padre, jamás olvidó a su único y gran amor… y ¿qué me dices de Antón?
- Pues… no se ¿qué tengo que decir de Antón?
- Enamorado de ti toda una vida, sin que se le haya conocido nunca ningún otro amor.
- Quizá es que es discreto.
- No, no digo que no haya tenido sus pequeños romances, sus aventuras, pero enamorarse… no, estoy seguro.
- ¿Y tú?
- También yo estoy maldito. Creo que me ocurrirá lo mismo que a ellos.
- ¿Te ocurrirá? ¿Estás enamorado?
- No estoy seguro, pero no puedo pensar en nada más que no sea ella y cuando la miro parece que algo vaya a estallarme en el pecho.

Durante un momento, no se qué decir, parece que las palabras se hayan quedado atascadas en algún lugar de mi garganta. No había caído en la cuenta de que Mario quizá tuviese novia, una relación seria.

- ¿Puedo saber quién es la afortunada?
- No.
- O sea, que yo ando revelándote secretos, abriéndote mi alma de par en par, mis más íntimos deseos y tú contestas tranquilamente con un “no”… pues ni falta que me hace. No vengas luego a pedirme consejo.
- ¡¡¡Jajajajajajaja!!!! Que buena actriz serías: “abriéndote mi alma de par en par” jajajajaja… a saber lo que tendrás en el alma, contando con que la tengas, claro.

Mientras está hablando y carcajeándose me agacho un poco y le tiro un buen manotazo de agua que recibe en pleno rostro. Me levanto a toda prisa dispuesta a salir corriendo antes de que reaccione y se vengue de mí, pero no encuentro las dichosas alpargatas y el camino está lleno de piedras. Estoy buscándolas desesperadamente cuando recibo un chorro de agua helada en la espalda que me deja la camiseta chorreando.

- ¡Ahora verás!

Me doy la vuelta dispuesta a empujarle pero el muy cabrón se ha bajado de la piedra y está de pie en el agua. Aprovecha los pocos segundos en que titubeo para cogerme la mano y estirarme hacia él. No tengo más remedio que saltar al río si no quiero caer. La batalla es encarnizada, nos tiramos agua a manos llenas entre risas, gritos y amenazas. De pronto me encuentro entre sus brazos, buscándonos la boca con desesperación. Estamos empapados pero mi piel despide tanto calor que temo que de un momento a otro empiece a salir vapor de mi ropa mojada. Deshacemos el abrazo con urgencia y nos quedamos inmóviles un instante sin saber muy bien qué hacer o qué decir.

- Ya es de noche, deberíamos volver a casa – digo con voz entrecortada.

Él no contesta, asiente lentamente mientras sube a la piedra y me tiende su mano para ayudarme a salir del agua.

- Malditas alpargatas, no se qué hice con ellas.
- Espera, creo que están ahí entre esas ramas.

Se acerca a mí con ellas en la mano y se arrodilla. Tomo asiento en la piedra de espaldas al agua y él me las calza muy despacio acariciando mis pies mojados. Luego se pone las suyas y emprendemos el regreso.

(continuará)

No hay comentarios: