Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 15 de diciembre de 2008

Ginés, yo y otras circunstancias (Dos)


Ilustración: Ainara G.M. Santurtzi
Llegaron entonces las amigas de toda la vida a consolarme, y a aconsejarme, que si tenía que dejarle más tieso que a una mojama, que si la otra era una guarra, que si debería hacerles pagar por su traición, y un largo etcétera de opiniones que rezumaban odio y venganza por todas partes, menos mal que no eran ellas las engañadas. Yo me limité a cobrar mi mitad de los bienes comunes, coger mis objetos personales y largarme, tan ricamente, a un coqueto apartamento que alquilé lo más lejos posible de mi antiguo domicilio. Pensé en cambiar de ciudad, empezar de nuevo en otra parte, pero me gustaba mi trabajo regentando una pequeña, pero importante, galería de arte y no entraba en mis planes el abandonar esa parte esencial de mi vida.

Claro que no pude menos que alegrarme cuando al cabo de unos meses mi antiguo ex se largó con una jovencita veinteañera, dejando tirada a la traidora. No valió de nada que aquellas que antes me regalaban tan sabios consejos, abogasen ahora por la compasión hacia la que antes tildaban de guarra, me reí bien a gusto el primer día que apareció en la reunión de los jueves toda compungida. Luego me dio un poco de lástima y la consolé contándole todos los defectos, reales e inventados, que adornaban al cabrón que acababa de abandonarla, no en vano yo había pasado diez años soportándole. No sabía bien la suerte que había tenido librándose de él. No le duraría mucho su nueva amante, pero esta vez sería ella quien le abandonase como a una colilla, después de dejarle la cuenta corriente en número rojos... si es que en el fondo no era más que un pobre infeliz y un fantasma.

Me gustaba mi nueva forma de vida. Tenía un bonito apartamento, un trabajo agradable e interesante que me proporcionaba una situación económica holgada, lo suficiente para vivir bien y concederme algún capricho de vez en cuando. En el plano sentimental no tenía ningún compromiso serio, sólo unas cuantas relaciones que iba alternando según mis apetencias. No eran hombres con los que me acostaba, eran ante todo amigos con los que además de compartir gustos y aficiones, practicaba sexo. Me distancié un poco de mi antiguo círculo de amistades y también de mis padres, a los que veía de vez en cuando en las obligadas celebraciones familiares. Fue en una de ellas, precisamente en el cumpleaños de mi madre, cuando apartándome de los demás invitados me confesó que pensaba separarse. Pensé que se había cansado ya de los tejemanejes de papá, pero por qué esperar tanto tiempo, precisamente ahora que el hombre parecía haberse reformado, sobre todo porque ya no estaba en edad de merecer.

Pero no, la buena mujer quería empezar una nueva vida. Yo no supe muy bien a qué se refería, ni como se podía hacer eso a los sesenta años. No se si esperaba mi apoyo, mis objeciones o sólo me anunciaba una decisión ya tomada, así que opté por levantar los hombros y hacer mutis por el foro. Al fin y al cabo, tenían edad suficiente (qué digo suficiente, les sobraban años) para tomar sus propias decisiones.

A mamá no pareció costarle mucho eso que yo consideraba complicado a sus años: una nueva vida. Claro que, si lo analizaba objetivamente, no encontraba ningún cambio significativo en ella, salvo que no tenía que atender y cuidar a su ya añoso marido. Fue ella quien siguió ocupando la casa familiar, mientras que papá se buscó un piso más céntrico cerca del despacho de abogados que dirigía. Recibía una suculenta pensión con la que hubiese podido subsistir una familia numerosa al completo. Continuaba frecuentando las mismas amistades que no se por qué regla de tres, se decantaron por arroparla y consolarla como si hubiese sido ella la abandonada.

Papá tuvo que buscar una asistenta que se ocupase de él y de su nuevo hogar, mamá se buscó un novio.

Y tuvo que presentármelo precisamente el día en que yo empezaba a recuperarme de una horrible gripe que me mantuvo metida en la cama casi una semana entera, entre sudores, toses y fuertes calenturas. Mi coqueto apartamento parecía una leonera, había ropa tirada por todas partes, platos sucios, vasos con restos de leche, frascos de jarabe, dos dedos de polvo, y un olor a sudor que tiraba de espaldas.

Esa mañana en que me disponía a poner en orden todo aquel desbarajuste, hacer una buena limpieza y darme luego un baño relajante, se le ocurrió a mamá llamarme por teléfono anuncíandome su visita. Me disculpé diciéndole que no estaba para nada, aún seguía convaleciente y no me apetecía ver a nadie, ni siquiera a ella. Tenía que haber inventado otro motivo porque al saber que había estado enferma, afloró su sentimiento materno y no hubo manera de convencerla para que nos viésemos al día siguiente. Antes de colgar me anunció una sorpresa.

No había transcurrido ni meda hora desde nuestra conversación cuando sonó el timbre de la puerta. Acudí a abrir arrastrando los pies, ataviada con un viejo pijama, una horrible bata que saqué del arcón de la ropa-basura en los días en que tiritaba de frío metida en la cama, y el pelo revuelto y aplastado en la parte de atrás de la cabeza, como esas ancianas que sólo se peínan la parte que ven en el espejo.

Y allí estaba ella, rejuvenecida gracias a la última intervención quirúrgica a la que se había sometido, enfundada en un espectácular traje de firma, y cogida del brazo de Ginés.
(No, no voy a hacerlo largo, el desenlace en la próxima entrega... aún me dura la resaca)


2 comentarios:

Tania Alegria dijo...

Por mí puedes hacerlo largo, cuanto más largo mejor, ahora que ya me conformé en tomarlo en gotas. Vamos que de tu mano eso da para más que tres capítulos. Estoy delirando con la trama.
Sigo aquí, toda ojos.
Ojos y abrazos.

Des dijo...

No, muy largo no, que acabaré harta de Ginés y de mi misma.
Gracias por tus siempre amables palabras.
Besos.
Des.