Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 2 de julio de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Final)


No se cuánto tiempo llevaba dormida, ni desde cuando estaba él allí mirándome, pero fue lo primero que vi cuando abrí los ojos. Estaba sentado en el suelo, frente a mi, con la espalda apoyada en un sillón. Una brisa fresca entra por la ventana del salón haciendo tintinear la cortina de abalorios que cuelga del techo. Durante unos interminables minutos no hacemos otra cosa más que mirarnos, sin pestañear apenas. Temo que si le pierdo de vista un instante, desaparecerá para siempre. Soy yo quien hace el primer movimiento. Sin apartar mis ojos de los suyos, me levanto del sofá para acercarme gateando hasta él y sentarme a horcajadas sobre sus piernas.



Intento adivinar que hay tras su mirada. Quisiera atravesar su retina hasta llegar al lugar donde esconde los pensamientos. Me parece ver asomar el miedo, un miedo irracional que compite con el deseo en una lucha feroz por hacerse con el control. Acaricio su pelo y muy despacio, acerco mis labios a los suyos. Intenta rechazarme, sin moverse, pero siento la rigidez en sus labios. Insisto. Acaricio su boca con la mía, besos ligeros, suaves, que son un roce apenas. Consigo controlar el deseo de violar su boca con mi lengua, de beber su saliva, de morder sus labios tibios hasta probar el sabor de su sangre caliente. Me contengo, asustada de pronto de mi misma. Su resistencia cede poco a poco. Sus manos, hasta ahora inmóviles empiezan a acariciar mi espalda, atrayéndome hacia él. Me besa. Y los dos damos rienda suelta al caudal de deseo acumulado. Nuestras bocas se buscan, se muerden, se succionan, las lenguas juguetean sin un instante de respiro.


– Quiero que toques para mi ese raro instrumento – le susurro al oído en un momento en que mi boca se libra de la suya. Me mira con gesto sorprendido. – Quiero que toques para mí, desnudo.


Y sin darle tiempo a reaccionar, empiezo a desabrocharle la camisa. Me demoro en su pecho sólo un momento, si le acaricio no podré contenerme. Nos levantamos los dos a un tiempo, y le quito el pantalón. No lleva ropa interior. Por el olor que desprende su piel debió darse una ducha al llegar a casa. No puedo evitar rozar con la punta de los dedos su pene casi erecto, rojo y brillante que parece querer llamar mi atención. Cojo esa calabaza con la que hace música y se la tiendo. Él se sienta en el suelo en la misma posición que el día que le espié por la ventana. Con la yema de los dedos empieza a desgranar una suave melodía.


Me aparto un poco de él y con los ojos cerrados empiezo a moverme al lento ritmo de la música. Imagino sus manos acariciándome y mis movimientos se vuelven más sensuales, me acaricio al tiempo que me voy desprendiendo de la ropa. Mis manos dibujan las curvas de mi cuerpo, se deslizan suavemente por las redondas lunas de mis pechos, deteniéndose un momento en los pezones que se yerguen altivos. Bajan las palmas por el centro hasta el ombligo y se abren en abanico para abarcar la amplitud de las caderas. Pasan por el pubis y los dedos juguetean con el pelo ensortijado que lo cubre.


Tomás ha dejado de tocar y me mira extasiado. Entre sus piernas, destaca su sexo, ahora sí, totalmente erecto. Deja a un lado la pequeña calabaza y se arrastra por el suelo hasta alcanzar mis pies. Sus manos reptan como serpientes por mis piernas, seguidas de su boca y de su lengua. Cuando sus dedos rozan mi sexo, abro las piernas adoptando una posición desafiante, en la que apenas aguanto unos minutos. Su lengua culebreando entre mis muslos, entrando y saliendo entre los labios, me hace temblar y desfallezco. Al darse cuenta, Tomás me sujeta mientras voy bajando al suelo hasta tumbarme. Hunde la cabeza entre mis piernas y me viene a la cabeza el pensamiento de que aquella vieja se salió con la suya y moriré en el preciso instante en que me corra.


Mientras mis piernas se abren en un ángulo casi imposible deseando que su boca acceda a los rincones más recónditos de mi sexo, lo que empezó como una suave brisa amenaza convertirse en viento huracanado que ha comenzado a soplar con fuerza.


Con una pirueta digna del mejor contorsionista me deshago de Tomás, le insto a que se tumbe de espaldas en el suelo y le monto, dejando que su sexo penetre totalmente en mi interior. Y el viento sigue silbando entre los árboles.


– Dime que me amas – he alzado la voz casi sin darme cuenta.



El miedo aflora a su ojos nuevamente. Cabalgo sobre él con ímpetu, me retuerzo para que sienta la carne caliente que envuelve su sexo.


– Dilo, dime que me amas. Confía en mi. Vamos, dime que me amas, fóllame y dime que me amas.

– Te amo – y su voz es un susurro ronco.

– Más fuerte, dilo más fuerte. Grita. Dime que me amas mientras te corres dentro de mi. ¡Grita! ¡Grita!

– Te amo, te amo, te amo…


Su voz va subiendo de tono, y el viento le acompaña. Silba sin parar, mientras nuestros cuerpo se mueven al unísono, intentando fundirse en uno solo.


Estamos a punto, en tan sólo unos segundos nos embargará el placer y caeremos exhaustos uno en brazos del otro, y como si nos hubiésemos puestos de acuerdo los dos gritamos a un tiempo.


– Te amo, te amo, te amo…


Es en ese momento cuando todas las ventanas de la casa se abren de par y en par y un remolino de tierra y hojas nos envuelve. Siento como un chorro de semen caliente se precipita en mi interior mezclándose con los juego que segrega mi sexo. El rugido del viento se asemeja al grito desgarrado de un amante celoso y despechado en el que nadie repara. Y vuelve a salir por las ventanas llevándose tras él lo que encuentra a su paso.


El aullido salvaje de Rufus precede al silencio.


Tomás y yo yacemos abrazados en el suelo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Enhorabuena

Des dijo...

Gracias.
Abrazos.