Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 9 de marzo de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Cinco)


En el trayecto de vuelta no dejo de pensar en lo que voy a hacer, y sobre todo, en que es la primera vez que tomo una decisión pensando sólo en mi. Siento que toda mi vida he estado preocupándome por actuar como los demás esperaban que lo hiciese, poniéndome en el lugar de los otros para entender su punto de vista, eludiendo las discusiones, tratando que las personas que me rodeaban no encontrasen en mi un motivo para entristecerse o enfadarse. Siempre, desde que tengo uso de razón. Cuando era niña y me tentaba hacer pellas con las amigas, automáticamente pensaba en mis padres, en lo mal que les iba a hacer sentir. Si alguna vez, durante la adolescencia, respondía bruscamente, me arrepentía de inmediato y corría a pedir perdón. Y no es que fuese una santa, no… si alguien hubiese podido escuchar mis pensamientos…más bien debía tratarse de algún gen defectuoso que me hacía anteponer siempre el bienestar de los demás al mío propio.


Y lo mismo con Juan Luis. Me plegaba a sus deseos, y lo más gracioso es que no lo hacía forzada, no, lo hacía con gusto. Ahora pienso que en realidad estaba reprimiendo mis propios deseos. Le convertí en el centro de mi vida. Poco a poco dejé de frecuentar a los amigos, sólo porque a él parecía que ninguno de ellos le caía bien. En realidad ni siquiera lo suyos le resultaban agradables, aunque nos veíamos de vez en cuando. Siempre decía que los amigos le quieren a uno para beneficiarse de alguna forma y que mantener las distancias era la mejor forma de evitar que te pidiesen favores. ¿Qué favores iban a pedirle a él? Dinero, seguro que no, pobre desgraciado. Me daría de hostias por estúpida y cretina.


Catalina fue la única que peleó por nuestra amistad con uñas y dientes, sin importarle los desprecios que recibía no pocas veces de Juan Luis. En esas ocasiones, ella le miraba de una forma especial y luego siempre hacía el mismo gesto, ese que hacemos cuando nos quitamos un pelo o una mota de polvo que se nos ha posado en el hombro. Luego me guiñaba un ojo y siempre me hacía sonreír. A pesar de su mutua antipatía, se que siente lo que ha pasado, ni siquiera ella lo esperaba. Sabía que era un cabronazo, me dijo cuando se enteró, pero no creí que llegase a tanto.


Casi sin darme cuenta estoy de nuevo en la plaza de Arriete. Antes de volver a casa entro en el bar a comer algo, la caminata me ha abierto el apetito. Me siento en una mesa del fondo y pido un pincho de tortilla y un poco de queso. Aprovecho para llamar a mi jefe, prefiero hablarlo por teléfono, no sea que se le ocurra ponerme alguna pega y acabe por convencerme para que retrase el disfrute de las vacaciones. No quiero echarme atrás. Cuando responde a mi llamada, le digo que me gustaría tomarme unas vacaciones, quiero irme unos días, desconectar. Le parece bien, muy bien, me dice, ha estado a punto de sugerirlo él mismo, entiende que necesito alejarme una temporada. Tómate los días que necesites y disfrútalos, me dice al despedirse. Ha sido más fácil de lo que yo pensaba. Doy buena cuenta del refrigerio, pago al camarero y al salir, el chaval se despide con un “hasta mañana” y una bonita sonrisa.


Antes de arrancar el coche llamo a mi madre y quedo con ella para cenar. Se sorprende ante mi invitación que acepta complacida. De camino a casa paro en el centro comercial a comprar algunas cosas , entre ellas una mochila, no me imagino subiendo por el camino que lleva a la casa de la colina cargada con la maleta. Y de paso me doy el capricho de meter en el carro unos pantalones estampados anchísimos de suave algodón y un par de camisetas sin tirantes muy ajustadas. Siempre me he vestido de una forma, llamémosle convencional, mojigata en opinión de Cata, que jamás le ha importado llamar la atención con sus vestidos ceñidos, sus provocadores escotes, o sus blusas transparentes. Siempre me gustó lo orgulloso que se muestra Santi cuando la lleva agarrada por la cintura ante las miradas un tanto lujuriosas de los hombres.


Doy un último vistazo al desparrame de ropa que tengo sobre la cama, preparada para embutirla en la mochila y me voy a la ducha. Me acicalo con esmero y me siento satisfecha del resultado cuando veo mi imagen reflejada en el espejo. No hay nada como verse guapa para elevar la autoestima. Debe ser eso lo que me hace sentir un leve cosquilleo en el estómago, una sensación que tenía olvidada hace tiempo. Recojo a mi madre y nos vamos a cenar a un restaurante muy acogedor que se que le encanta.


Sentadas a la mesa, siento su mirada expectante mientras ojeo la carta. Y bien, me dice cuando no puede disimular más su impaciencia ¿me vas a contar lo que te pasa? Y no me digas que nada, porque no pareces la misma desde la última vez que nos vimos ¿cuánto hace de eso? ¿dos días? Verás, no es nada importante, he decidido irme unos días de vacaciones. En el último momento decidí no decirle dónde voy, no se cuál sería su reacción y la verdad, tampoco tengo ganas de tener que convencerla en el caso de que pusiera inconvenientes a mi decisión. ¿En serio? No me lo puedo creer, responde con los ojos muy abiertos, me alegro mucho hija, es lo mejor que podías hacer. ¿Cuándo te marchas? Mañana por la mañana. Muy bien, cariño, pues disfruta y diviértete mucho, te lo mereces. No, no me digas donde vas, no quiero saberlo. Cuando llegues, me llamas si te apetece. No podré hacerlo, mamá, no voy a llevarme el móvil. Si ocurriese algo grave, habla con Cata. Está bien, mejor así, ya es hora de que te olvides de todos y de todo, ya es hora.


Se nos hacen las tantas charlando, hacía tiempo que no hablaba con ella así, tan relajada, tan… libre. No mencionamos el tema de Juan Luis, no merece la pena. Hablamos de mi, de ella, y por primera vez me doy cuenta de lo sola que ha estado todos estos años desde la muerte de papá, y de lo poco que me ocupé de ella, absorta por completo con el trabajo y pendiente en todo momento de ese cabrón que ocupaba todo mi tiempo. Y la echaba de menos, claro que la echaba de menos, pero ni de eso me daba cuenta. Cada vez entiendo menos como me pude dejar comer la cabeza de ese modo. No, ya no sirve la excusa del amor. El amor no puede ser eso, estoy segura.


El día amanece espléndido. Me levanto temprano y me preparo un buen desayuno. Le mando un mensaje a Catalina diciéndole que me voy donde ella sabe, y antes de que le de tiempo a responder, apago el móvil y lo meto en un cajón. Ahora no me apetece hablar con nadie. Hasta la vuelta, le digo sonriendo al mono de peluche que cuelga del techo del pasillo, no te muevas de ahí. Cierro la puerta.


(Continuará)

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias...

Des dijo...

¡Faltaría más! gracias a ti por seguir esta historia. No voy a decir que no escribiría aún cuando tuviese la seguridad de que nadie iba a leerme, pero saber que hay alguien ahí que lo hace, es un aliciente, y un placer.

Anónimo dijo...

Somos muchos los que leemos y nos enganchamos a tus historias, no tardes tanto en continuarlas! que nos come la espera.
Gracias

Anónimo dijo...

Aquí y del otro lado lado del Atlántico, hay otra persona que espera que yo le mande(sin tu permiso)los pedazos de esta bella historia.

Des dijo...

No necesitas mi permiso, si lo cuelgo en la red es para que lo lea quien le apetezca, así que me alegra mucho que mis letras atraviesen el Atlántico.
Gracias también por vuestros comentarios.