Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

domingo, 14 de marzo de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Seis)


Estuve pensando si cogía el coche para ir hasta Arriete o lo hacía en el tren de cercanías, finalmente me decidí por éste último, lo que aumenta la sensación de alejamiento que empieza a embargarme. Vuelvo a hacer parada, ya casi obligada, en el pequeño bar de la plaza. El camarero me recibe con una gran sonrisa y me aconseja probar su especialidad, unas brochetas de verdura asadas a la brasa. No tenía pensado comer nada pero ante su insistencia, me decido a probar una. ¿Siempre te muestras tan contento trabajando en domingo? Le pregunto cuando se acerca a la mesa con el plato y la bebida. No, es que me alegra verla de nuevo, responde mostrando su perfecta y blanca dentadura. ¿Puedo saber por qué? Sí, claro. Va a la casa de la colina ¿me equivoco? No, no te equivocas, pero no entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra, a no ser que percibas alguna comisión por visita. Suelta una carcajada. Tenia una expresión muy triste cuando paro aquí ayer por la mañana, estaba como perdida y abandonada. Hoy ya parece otra persona. ¡Vaya! Sí que debe ser milagrosa esa casa, aún no he llegado y ya está ejerciendo sobre mi su beneficioso efecto… estás de broma. No lo estoy, me responde muy serio, y usted ya se ha dado cuenta así que no disimule conmigo, no me tome por tonto. Está bien, disculpa, no pretendía ofenderte. Anda, dame la cuenta, por favor, o me darán las tantas aquí charlando.


Camino tan ensimismada con la mochila a cuestas que me sorprendo de pronto tarareando una canción. No se cuánto tiempo hace que no cantaba. Antes siempre lo hacía, en los primeros años con Juan Luis, mientras limpiaba la casa, cocinando, en la ducha. Él decía que parecía un jilguero. No se cómo fue que dejé de hacerlo, quizá porque le impedía escuchar la televisión o le desconcentraba, quizá porque en lugar de jilguero empecé a convertirme en loro. Y bailar. También me gustaba bailar. Lo bailaba todo: tangos, pasodobles, boleros, bachatas… los pies se me iban solos en cuanto la música empezaba a sonar. La última vez que lo hice fue aquella noche que me fui con Cata.


Juan Luis estaba en Londres, en su viaje de fin de carrera. Era sábado y a media mañana se presentó Catalina en casa. Esta noche nos vamos de juerga, tú y yo. No, Cata, le dije, no me apetece salir ¿dónde voy a ir sin Juan Luis? Te recuerdo, me respondió, que el señorito está en Londres, que has sido tu quien le ha pagado el viaje y que ni siquiera ha tenido la decencia de llevarte con él. Y además, que me apetece salir, hace un montón de tiempo que no nos divertimos juntas. Vamos, Cris, no me hagas suplicar, por favor. Está bien ¿Y Santi? Por Santi no te preocupes, está encantado de perderme de vista una noche y quedarse tranquilo en casa viendo el fútbol.


Fuimos a cenar y luego a bailar. Bailamos y nos divertimos como un par de adolescentes. No paramos de reír en toda la noche, a lo que contribuyo el vino que tomamos con la cena. Llegué a casa de madrugada, agotada y dichosa. Durante mucho tiempo recordé esa noche cuando sentía que me podía la tristeza. Y siempre se dibujaba en mi cara una sonrisa, que rápidamente intentaba disimular si a Juan Luis se le ocurría mirarme. No le dije nada sobre esa escapada, cuando me preguntó dónde estaba que no contesté a su llamada. Qué inoportuno, pensé, lleva una semana fuera sin noticias de él, y se le ocurre llamarme justo la noche en que decido salir. Quizá fue su tomo de reproche lo que me hizo tomar la decisión de no contarle nada. Cené con mi madre, inventé sobre la marcha, y como se hizo tarde me quedé a dormir en mi antigua habitación. ¡Cuántas veces temí que se le ocurriese preguntarle! Pero, ahora me doy cuenta, no entraba en sus cálculos que le mintiese, pensaba que yo era incapaz de hacer nada sin él, y no se equivocaba.


Cuando por fin llego a la colina, no hay rastro de Tomás y Rufus. Sólo el canto de los pájaros posados sobre las copas de los árboles rompen el silencio. Me acerco hasta la puerta de la casa grande, que efectivamente no está cerrada con llave. Giro la manivela y se abre, pero me arrepiento y vuelvo a cerrarla de inmediato. Tengo la impresión de estar husmeando en su intimidad. Voy hasta la cabaña de la que me habló ayer y me sorprendo al verla en su totalidad. Ayer apenas le di un vistazo y me pareció mucho más pequeña. Es un edificio de madera, de forma rectangular. Delante tiene un pequeño porche en el que están colocadas una mesa redonda y dos mecedoras antiguas, como las que tenía mi abuela en la casa del pueblo. Nada más entrar hay una sala con mesa y cuatro sillas, separada de la cocina por una especie de arco de madera con una media puerta como las de los salones de las películas del oeste. Dejo en el suelo la mochila y me dirijo al interior, hacia un corto pasillo con dos puertas. La de la izquierda es el baño y la de la derecha el dormitorio. Armario, una cómoda, otra mecedora y una cama grande componen su mobiliario. Al final del pasillo, otra puerta acristalada se abre hacia una especie de galería con una pila para lavar la ropa y cuerdas para tenderla.


Empiezo a sacar las cosas de la mochila y ordenarlas en el armario. Coloco los comestibles en las alacenas de la cocina y en la nevera, y las cosas de aseo en un pequeño armario del cuarto de baño. En ello estoy cuando una silueta se dibuja en el dintel de la puerta. Una no, dos.


¿Todo bien? Me dice Tomás cuando salgo al porche a saludarles. Bien, muchas gracias, estaba colocando las cosas y acomodándome ¿dónde estábais? Recogiendo plantas, me dice señalando el capazo que estaba trenzando ayer, lleno a rebosar, y del que se desprende una gran variedad de olores. Si necesitas alguna cosa, ya sabes donde encontrarme. Gracias, y a ti también, Rufus, por la visita. El enorme perrazo se ha acostado en el porche mientras su amo y yo conversamos. Se levanta con parsimonia al ver que Tomás recoge del suelo el capazo y ambos echan a andar en dirección a la casa.

(Continuará)


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