Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 26 de marzo de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Siete)


Les observo alejarse con paso lento. Estos dos parece que todo lo hacen despacio, con toda la calma del mundo, como si el tiempo no contase para ellos. Cuando era jovencita, me regalaron un perro, uno de esos callejeros que vino al mundo después de que su madre se dejó montar por el primer macho que se cruzó en su camino. Todas las tardes le sacaba a pasear por un descampado que había cerca de casa, se pasaba todo el rato yendo y viniendo, correteando, se adelantaba un buen trecho y volvía a la carrera. Sin embargo, Rufus, camina tranquilo al lado de su amo, no se si es que está cansado, viejo, o se contagiaron mutuamente esa parsimonia.


Cuando termino de colocar las pocas pertenencias que traje, me dedico a limpiar la cabaña. En un pequeño armario en la terraza, encuentro lo necesario. No es que esté sucia pero me gusta el olor a limpio que impregna el aire cuando por fin termino. Me meto en la ducha y estoy un buen rato bajo el chorro de agua templada, en el punto exacto de temperatura que me gusta. El agua sale con fuerza golpeando mi cuerpo como finas agujas, sobre los pechos llega a hacerme daño. Luego, cojo una manzana y me siento en una de las viejas mecedoras del porche.


Me sorprendo al mirar el reloj y darme cuenta de que ya son las cinco de la tarde, con razón mi estómago empezaba a reclamar algo sólido. Desde aquí la vista es magnífica; a los pies de la colina aparecen pequeños pueblos desperdigados aquí y allá, todos cerca del sinuoso curso de un río que parece nacer en una montaña cercana. A lo lejos el mar, uniéndose con el cielo, con el horizonte como única separación entre ellos. A la derecha de la cabaña distintos trozos de tierra de cultivo, rodeando un pozo de agua con la cuerda colgando y el cubo apoyado en el brocal, como los de antaño.


Me quedo dormida acunada por el vaivén de la mecedora. Cuando abro los ojos está oscureciendo y una fresca brisa hace que me estremezca. Entro en la casa y busco algo para echarme por encima, todo está en silencio. Me preparo un café y salgo otra vez al porche. Enciendo un cigarro. Llevaba algún tiempo sin fumar, pero desde que se marchó Juan Luis volví a hacerlo. Y ahora me apetece. Seguramente es una tontería pero esa pequeña luz que se ilumina cuando aspiro el humo, hace que me sienta menos sola. Y es que la soledad empieza a aplastarme como una losa.


Podría acercarme hasta la casa con cualquier excusa, Tomás está a cuatro pasos de aquí, pero no quiero hacerlo, no puedo dejarme vencer por esta sensación. He dejado, a propósito, olvidadas las pastillas que desde hace meses tomo para poder dormir. Me sentía tan perdida en aquella cama, tan insignificante, tan poca cosa. Quería descansar, dejar de pensar, parar de una vez de darle vueltas a lo mismo, pero era imposible, y las noches se me hacían eternas, con los ojos abiertos de par en par, mirando fijamente el techo o las paredes. Paredes vacías desde aquel día en que decidí tirar a la basura todo lo que me recordaba a Juan Luis. En el último momento me arrepentí, y lo metí todo en un caja en el rincón más oscuro del armario de la habitación pequeña, en la que se guardaban los “por si acaso”.


Antes de acostarme, me asomo a la galería, desde donde puedo ver una parte de la casa de Tomás. A través de una de sus ventanas se distingue una luz azulada. Acurrucada en la cama escucho el silencio, apenas interrumpido por sonidos leves que atraviesan las paredes. Me levanto al amanecer sin haber pegado ojo y cuando salgo al porche el espectáculo es sobrecogedor. El sol empieza a aparecer en el horizonte, emerge del mar, radiante, tiñendo de naranja y rojo el azul de sus aguas, elevándose al cielo con la majestad de un dios. Hacía tiempo que no disfrutaba de algo tan hermoso y natural a un tiempo. Todos los días amanece, pero hacía mucho que yo no me daba cuenta. Me meto de nuevo en la cama con la imagen del sol aún en mis pupilas. Por fin, duermo.

(Continuará)


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