Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 21 de noviembre de 2008

El último refugio (XXV)



Camino en silencio, atenta a los ténues sonidos que percibo, afortunadamente la luna ilumina los suficiente para ver por donde ando, tendría que haber cogido alguna linterna pero si hay alguien en la casa su reflejo podría delatarme. Voy pensando qué haré cuando llegue, no puedo entrar tranquilamente por la puerta principal, entonces recuerdo el antiguo pasadizo de la bodega, no se cómo pude olvidarlo ¡maldita sea! podría haber sido el lugar perfecto para vigilar la llegada de Ernesto. Recuerdo que en el cobertizo donde están guardados los utensilios que se utilizan en la cuadra hay una vieja puerta que conduce directamente a una pequeña bodega excavada en la misma roca de la montaña donde mi abuelo guardaba sus mejores vinos. Siendo yo una niña se construyó un corredor desde ésta hasta la gran despensa que hay bajo la escalera que sube a las habitaciones, seguramente para ahorrarse el paseo hasta las cuadras cada vez que querían degustar alguna botella. Sólo recuerdo haber estado allí un par de veces, muerto el abuelo la bodega dejó de utilizarse. Estoy segura de que Ernesto no sabe nada de su existencia pues yo jamás lo mencioné.

Aminoro el paso cuando empiezo a divisar la casa, dejo el sendero y bajo atravesando los prados, ocultándome de la vista de cualquiera que pudiese estar vigilando. Sólo espero que Cándida, la yegua, no relinche al notar mi presencia. Rodeo las cuadras con sumo cuidado hasta llegar al cobertizo pegado a ellas, afortunadamente nunca cerramos la puerta con candado ni nada parecido, la empujo suavemente y me cuelo dentro. Espero unos instantes para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad del habitáculo e intento orientarme. La puerta del corredor quedaba justo enfrente de mí, doy pequeños pasos al tiempo que estiro los brazos hacia delante para no tropezar con nada. Ahora sí que necesitaría una linterna. Los minutos que tardo en tocar con las manos la tosca madera se me hacen interminables, voy palpando su superficie hasta dar con el pestillo que la abre. No quiero pensar en los bichos que pueda haber ahí dentro.

El olor a humedad se cuela por las fosas nasales y el frío de la roca me penetra los huesos. Tanteo alrededor del quicio de la puerta y se obra el milagro: mi mano tropieza con un interruptor de luz, lo sabía, cuando mi abuelo hacía algo, lo hacía a conciencia. Ruego en silencio que no se haya estropeado la instalación eléctrica mientras lo acciono. Una tenue luz, suficiente para iluminar el camino, se enciende ante mis ojos. Cierro tras de mí la puerta, no vaya a ser que a alguien se le ocurra entrar en el cobertizo y se la encuentre abierta. El pasadizo sigue en línea recta y luego un pequeño recodo me lleva directo a la bodega donde el olor a vino se hace patente. Todavía quedan botellas cubiertas de polvo que permanecen acostadas en los huecos de los botelleros de madera. En un rincón vacío está la puerta que conduce a la casa. La abro y echo a andar por el estrecho corredor al final del cual está la despensa. Una vez allí, busco nuevamente el interruptor que apague la luz, no quiero que se filtre por debajo de la puerta. No es probable que a nadie, si realmente hay alguien más que Antón en la casa, se le ocurra entrar en la despensa pero cualquier precaución es poca. Tengo miedo.
Antes de entrar en la despensa acerco el oído a la puerta. Al otro lado reina un silencio absoluto, tanto que tengo la sensación que puedo oír los latidos del corazón. Abro despacio y asomo poco poco la cabeza. Ahora una mezcla de olores: queso, embutidos, hierbas, manzanas, patatas, legumbres… me recibe. Vuelvo a escuchar a través de la puerta intentando calmarme. Silencio. Tengo puesta la mano en el picaporte, a punto de girarlo, cuando me parece escuchar rumor de pasos ¿pasos? Alguien está en la casa, Antón no puede caminar. Contengo la respiración. Vienen de arriba. No lo pienso un segundo: abro la puerta y me deslizo rápidamente hasta la habitación de Antón. Está vacía. Otra vez escucho ruidos arriba, alguien está abriendo y cerrando puertas y cajones, pasos rápidos, sonido de cristales rotos ¿dónde está Antón? ¿qué han hecho con él?.

Desde la habitación de Antón paso rápidamente a la cocina donde una luz permanece encendida ¡díos mío! está tirado en el suelo, parece muerto, al lado de su cabeza un charco de sangre que mana de una brecha abierta sobre la sien izquierda. Ahogando un grito de espanto me acerco a él, está vivo, aún respira. Decidida salgo hacia la puerta, ahora o nunca. En la entrada me muevo ante la cámara rogando que me capte, y aún sin entrar en la casa, grito con todas mis fuerzas: “Ernesto, no busques más, estoy aquí”. Mario, por díos, ven a salvarnos, pienso justo en el instante en que mi marido aparece en lo alto de la escalera.

(Continuará)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La historia está muy bien, despierta mi interés, pero se está alargando taaaanto en el tiempo...

Des dijo...

Gracías por tu visita y por tu interés. Tienes razón, se me hace larga hasta a mí, pero es lo que pasa cuando sólo se pueden dedicar a escribir algunos ratos libres, sobre todo si se tienen muchas y variadas obligaciones familiares y laborales. Y cuesta, además, seguir el ritmo de la escritura porque cuando más inspirada estás, toca dejarlo hasta otro día. Pero ya está terminada la historia, en este momento cuelgo el último capítulo. Gracias por tu paciencia.
Des.