Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

lunes, 2 de agosto de 2010

En busca del hombre perdido (Tres)



(Fuente de la imagen: aquí)


Un hombre “normal”, Pepita, de los de antes – eso me dijo Barbie, lo que no me dijo es que posiblemente era de los de antes de la guerra. No, eso lo descubrí yo solita cuando acudí a mi tercera cita. En aquella ocasión yo no había querido ninguna foto, iría a ciegas, porque una vez que había pedido ir algo informada el candidato me había salido hermano siamés de un Nokia 6690. La secretaría de la, hasta ahora, poco efectiva agencia casamentera, le enseñó una foto mía al caballero y al parecer, el hombre se quedó prendado. Bueno, me dije, probaremos suerte, aunque fuese algo mayor ¿qué importaba? Clint Eastwood es mayor y está como un tren. Me conformaba con algo menos.

Esta vez me vestí en plan elegante que suponía era como a él más le gustaría. Y me presenté en la cafetería que habíamos elegido como lugar de encuentro. Llegue allí puntual, como es mi costumbre, y al momento vi que un caballero se levantaba de su asiento y se dirigía hacia mi, con un sonrisa en los labios. Era más mayor de lo que yo había imaginado o de lo que la Barbie me había querido confesar, y no, no se parecía al Eastwood, más bien se daba un cierto aire a Paco Martínez Soria, muy respetable el hombre, pero con menos atractivo que un palo de fregona. Cuando vuelva a la agencia, me cargo a esa mujer –pensé para mis adentros, mientras intentaba dibujar una sonrisa. Al fin y al cabo el Paco, como había empezado a llamarle en mi imaginación no tenía ninguna culpa, así que no me costaba nada ser amable. Bueno, sí, me costaba un poco, porque el cabreo y la mala leche que se me había puesto eran descomunales, pero haría un esfuerzo.

Nos dimos dos besos, uno en cada mejilla, y nos sentamos a la mesa. Era educado, eso sí, de los de antes, me apartó la silla para que tomase asiento y luego lo hizo él. Y no es que los hombres modernos no sean educados, es que esas cosas ya están pasadas de moda, y además es que los pobres a veces al hacerlo han salido trasquilados: hay mujeres a las que no les gustan esas cosas. A mí, la verdad, es que me da un poco lo mismo, quiero decir que no me paro a pensarlo, pero si un hombre me cede el paso o me abre la puerta, se lo agradezco con una sonrisa y no creo que por eso me esté haciendo de menos o se crea superior.

Bueno, a lo que iba, que muchas veces, se me va el santo al cielo. Pedimos una bebida y nos dispusimos a conversar agradablemente, empezando por hablar del tiempo como en casi todas las charlas que se precien. Después, el hombre empezó a hablarme de su vida. Se había jubilado hacía unos años, imaginaos cuántos me llevaba. A la Barbie, la mato, la mato – pensé por enésima vez en esa tarde. Estaba viudo por tercera vez y pretendía encontrar a su cuarta esposa. Me dio un poco de yuyu, caray, cualquiera diría que este hombre se las cargaba. Otra cosa no tendría, pero conversación... hablaba por los codos. Yo le escuchaba asintiendo o negando de vez en cuando con algún monosílabo que conseguía intercalar en su cháchara.

Pero no sólo hablaba, no. Resulta que cuando nos sentamos a la mesa, yo me coloqué frente a él, pero no sé cómo, ni de qué forma tan imperceptible, al rato de estar allí, lo tenía casi pegadito a mi lado. Estaba yo escuchándole atenta, cuando advertí una mano que acariciaba mi muslo suavemente. Este hombre se ve que podía hacer dos cosas a la vez, y las dos con absoluta tranquilidad y maestría. Durante un rato, yo me hice como que no había notado su mano, o que si lo había hecho no me importaba demasiado. Fue cuando él se hizo fuerte y se atrevió a seguir su camino ascendente. De repente, se quedó callado, pues su mano había llegado al final de mi media, rematado por una liga de encaje que ceñía el muslo.

Empezó a atascarse con las palabras. Parece mentira –pensé- con la conversación tan fluida que había ostentado hasta entonces. Decidí ser un poco “mala y atrevida” y abrí despacio mis piernas, dejando que su mano se deslizase entre ellas. Un poco más, y la tenía rozando mi sexo, por encima de las bragas. Al mismo tiempo, decidí desabrochar un botón más de mi blusa y al momento lo tenía babeando ante mis tetas. Y yo me estaba mojando toda, el viejecito movía sus dedos con maestría bajo mi falda. Y me dije: Pepita, aprovecha la ocasión, déjate hacer, que conforme están las cosas no hay que desperdiciar una buena corrida. Y así lo hice. Abrí las piernas para facilitarle la tarea a aquella mano atrevida y disimulé como pude la cara de tonta que se le queda a una después de un buen orgasmo.

Me porté mal, lo sé, muy mal. Sobre todo porque después de eso me levanté, le di un beso de despedida al Paco y salí de allí a toda prisa dejándole con su pequeño problema entre las piernas.

Y luego me fui a por la Barbie, dispuesta a asesinarla con premeditación y alevosía....

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