Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 8 de abril de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Nueve)


(Imagen: Susana Vacas Pérez)


Se me hace pesado el primer tramo del sendero, casi es mediodía y el sol calienta con ganas, pero, poco a poco, la vegetación se va haciendo más abundante y las copas de los árboles amortiguan con sus grandes sombras la fuerza del astro rey, que es apenas un punto luminoso allá en lo alto. Sorprendentemente mi mente está tranquila, no pienso en nada en particular, ando concentrada en los sonidos de mi alrededor y mis pasos van adquiriendo un ritmo regular. Me fijo en el contraste de colores, verdes de todas las tonalidades, hojas rojizas que destacan entre ellos, y aquí y allá, desperdigadas a lo largo del camino, flores amarillas, blancas, moradas. No conozco su nombre ni tampoco las de los árboles bajo los que me cobijo, soy una urbanita acostumbrada al asfalto y todo esto es demasiado novedoso para mí. Tanto, que me cuesta asimilar este silencio.


No he cogido reloj, pero debo llevar andando dos o tres horas. Al final de una revuelta me paro a otear el horizonte y distingo allá abajo la casa de Tomás. Bebo un poco de agua y prosigo la ascensión hasta llegar, después de otras dos horas, más o menos, hasta el nacimiento del río. Hace rato que oigo el murmullo del agua, que ha ido creciendo en intensidad según me acerco. En un claro, entre rocas, una potente cascada de agua cristalina, cae con estrépito formando remolinos de espuma. Me acerco hasta un roca y me siento a contemplarla. Desde allí se puede ver el fondo de pequeñas piedras blanquecinas, cerca de la orilla hay otras más planas, como losas, con un ligero manto de musgo verdoso. Me descalzo y sumerjo los pies en el agua helada, y de inmediato siento como la circulación se acelera hormigueando mis piernas. Demasiado fría para darse un baño, pienso cuando la idea de hacerlo me ronda por la cabeza.


Saco de la mochila un sanwich vegetal que me había preparado y lo como despacio, saboreando cada bocado. Luego me tumbo a descansar a la sombra de un árbol, y me entretengo mirando los fragmentos de cielo que puedo entrever entre sus ramas. Caigo en la cuenta de que en todo el día no pensé en Juan Luis, ni en los pollos. Y me alegro, me alegro tanto que no puedo evitar reír. Y mientras río y río, siento que algo en mi interior está rompiendo ataduras con cada carcajada.


Se me ha ido el santo al cielo y tengo que acelerar el paso para que la noche no me pille de camino, aún así, cuando llego al final del sendero, junto a la casa de Tomás, reina un absoluto silencio. Estoy a punto de llamar a su puerta, pero me arrepiento en el último momento temiendo molestarle. Quizá se ha acostado ya, cansado después de un largo día de trabajo, me digo. Y echo andar hacia la pequeña cabaña que es ahora mi casa. Cuando estoy a medio camino, me parece escuchar una suave melodía y vuelvo sobre mis pasos. Me acerco con sigilo, intentando no hacer ruido. No está bien espiarle, pienso, pero no puedo evitar sentir cierta curiosidad. Y de todas formas, Rufus no tardará en notar mi presencia.


Me acerco a una ventana iluminada por una tenue luz azulada. Cuando pasé por aquí no estaba encendida, estoy segura. Quizá estaba en la ducha, o en la cocina preparando la cena. Como en una película de espías me quedo en cuclillas, esperando el momento oportuno para levantar la cabeza y mirar por los cristales, mientras esa música extraña no deja de sonar. Me decido por fin y me yergo lentamente hasta ver qué pasa allá dentro. Tomás está sentado de espaldas al lugar en el que me encuentro. En un primer momento parece que estuviese haciendo meditación o algo parecido, pero me doy cuenta de que sus brazos se mueven de forma casi imperceptible, como si manipularan algún objeto que tuviese entre las piernas.


El corazón me da un vuelco cuando se levanta de repente, pienso en agacharme, pero la visión de su cuerpo desnudo me deja inmóvil, con los ojos clavados en su piel que parece pintada de azul al reflejarse en ella, la luz de una pequeña lámpara que hay sobre la mesa. Afortunadamente no se da la vuelta, sólo deposita algo sobre una silla y sale de la habitación. Desde mi posición no puedo verlo bien, pero parece una calabaza partida por la mitad, con una especie de finas hojas de metal encima que brillan con la luz. Me escondo justo en el momento en que vislumbro la sombra de Tomás a punto de entrar en mi campo de visión. Cuando vuelvo a mirar, está nuevamente sentado de espaldas tocando otra vez esa mágica música.

Me obligo a apartarme de la ventana y encaro el camino a casa. No he visto a Rufus por ningún sitio, seguramente andará en una de sus escapadas en busca de aventuras. Sólo después de ducharme el cansancio se hace presente. Me preparó un café y salgo a sentarme en el porche mientras lo tomo. La imagen de Tomás, desnudo, asalta mis pensamientos, una y otra vez. Mi sexo se humedece. Por primera vez en mucho tiempo me dejo llevar por las sensaciones que esa visión me produce. Y me acaricio, me acaricio lentamente imaginando que son sus manos las que rozan mi piel. Mis pezones reaccionan ante el estímulo y se hacen visibles a través del fino tejido de la camiseta que los cubre. Mi mano se desliza lentamente bajo la goma del pantalón del pijama hasta rozar el pubis. Se agita mi respiración cuando los dedos toman contacto con el clítoris y siento como mi sexo segrega ese líquido tibio que hace que resbalen suavemente hacía su interior. No hago nada por contener mis jadeos, que son claramente audibles en el silencio de la noche. Muevo rítmicamente mis caderas que aceleran su vaivén haciendo que mis dedos penetren más profundamente con cada embestida, hasta que siento ese latigazo fugaz e intenso que hace vibrar cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo, como el último estertor antes de morir. Tan intenso que me deja agotada con la palma de la mano cubriendo mi sexo que aún palpita con los coletazos finales del placer.


Acurrucada en la cama pienso en cuánto tiempo hacía que no me masturbaba. Jamás lo hice mientras estuve con Juan Luis, ni luego. Alguna vez lo deseé, es cierto, pero me hacía sentir culpable, como si estuviese traicionándole… ¡qué tontería!. Y me duermo, con los labios curvados por una sonrisa.


(Continuará)


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