Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 6 de abril de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Ocho)


(Imagen: Miriam Schulman)

Cuando abro los ojos, la luz del sol incide directamente sobre mi cama. Mi primera intención es salir de un salto de debajo de las sábanas, pero recuerdo que estoy de vacaciones en un casa perdida sobre una colina, que nadie espera que le prepare el desayuno, nadie, nadie me espera. Y lo que hace unos días podía ser frustrante, me provoca hoy una sensación de ligereza, como si de pronto a mis pies les hubiesen crecido un par de alas. Me desperezo no sin cierta voluptuosidad y aspiro los olores que se cuelan por la ventana abierta, hasta que por fin me decido a poner los pies en el suelo.


Lo primero es lo primero, aquí y en el fin del mundo, un café bien cargado es el combustible que necesito para empezar el día, así que pongo la cafetera al fuego mientras voy al baño. Al poco tiempo, un reconfortante aroma se extiende por la casa. Con una buena tostada crujiente en una mano, y una taza de café en la otra, salgo al porche y lo deposito todo sobre la mesa. El sol ya está muy alto, pero allí, con el mar al fondo sopla una ligera brisa. Miro hacia las tierras de cultivo y distingo a Tomás, recolectando tomates, me parece. Como si hubiese detectado mi presencia, levanta la cabeza, tocada con un gran sombrero de paja, y mira hacia la casa. Levanto la taza de café en señal de ofrecimiento, y es entonces cuando me doy cuenta de que estoy en bragas.


Recuerdo que después de disfrutar del fantástico amanecer, me quité el pantalón del pijama y esta mañana ni me acordé de él. Entro disparada a por él, rogando mentalmente que Tomás no se haya dado cuenta. Cuando vuelvo a salir está subiendo el par de escalones de entrada al porche.


– Buenos días ¿has dormido bien?

– Sí… bueno, no del todo. Me costó un poco coger el sueño por eso se me han pegado las sábanas ¿te apetece un café? ¿un zumo? ¿agua?

– Tomaré un café con un poco de hielo, gracias.


Parece inmutable, como siempre. Le sirvo el café y me siento frente a él, que ha acercado una mecedora y permanece en silencio, con la mirada perdida en el horizonte.


– ¿Y Rufus? Es raro no verle junto a ti.

– No creas, desaparece de vez en cuando, a veces se pierde por la montaña, otras baja hasta el pueblo. Seguramente busca compañía de su misma especie. Luego vuelve hambriento y cansado, hasta la próxima.

– ¿Y tú? ¿No te aburre estar solo?... bueno, ya se que viene gente, como yo ahora, pero no me refiero a eso.


Permanece un rato pensativo.


– A veces.


Es escueto y deduzco que no le apetece hablar de ello, así que me limito a asentir en silencio.


– Me gustaría dar una vuelta por los alrededores ¿crees que puedo subir hasta esa montaña del fondo?

– Sí, claro que sí. Hay un sitio precioso, el nacimiento del río que se ve desde aquí. Es una buena subida pero no tienes prisa y los días son largos. Coge el sendero que sale de la parte de atrás de mi casa y síguelo, no tienes pérdida.

– Mañana, si quieres, puedo echarte una mano. Hoy me apetece estar sola, caminar, conocer un poco todo esto.

– No tienes que darme explicaciones. No te olvides de llevar agua y algunas provisiones. Que lo disfrutes, y gracias por el café.


Se levanta, vuelve a colocarse el sombrero que había dejado sobre la mesa y se dirige otra vez al campo. Recojo las tazas del desayuno y voy a vestirme y preparar la mochila.


Cuando salgo de la casa preparada para mi excursión le veo otra vez agachado, rebuscando algo en la tierra. Silbo, e inmediatamente levanta la cabeza. Agito la mano en señal de despedida.


(Continuará mañana)

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