Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 16 de octubre de 2008

El último refugio (XXI)


Estamos los dos pegados a la pantalla del ordenador rastreando información sobre lo que está ocurriendo cuando escuchamos el ruido de un motor. Mario se dirige a la puerta y yo sigo sus pasos a corta distancia. Al doblar la última curva aparece un hombre en moto, es Ignacio que se dirige directamente al garaje y espera a que Mario acuda a abrirle la puerta. Desde mi casa hasta la de Mario se accede por senderos que resultan impracticables para cualquier coche, por lo que sólo se puede circular andando, a caballo o en moto.

Me quedo tras la puerta observando a los dos hombres que se acercan charlando. Ignacio es un hombre de estatura media, delgado, con el rostro salpicado de pecas y el cabello, aunque ya algo ralo, de un tono rojizo. Entran en la casa y él me da la mano sin decir nada. Es entonces, al tenerle cerca, cuando me parece reconocerle, aunque ahora lleva lentillas o se ha operado, porque le recuerdo con gafas. Han pasado algunos años pero sigue teniendo ese aspecto de estudiante aplicado, algo tímido y apocado, que presentaba en aquella época.

- Me alegra ver que estás bien – me dice sonriendo- ya me lo había dicho Mario pero realmente tienes muy buen aspecto, yo diría que estás preciosa.
- Gracias.
- Vamos adentro – tercia Mario- estábamos buscando información en la red.

Ambos me ceden el paso y siento sus miradas en mi espalda. Encima de la mesa de la pequeña sala está el portátil mostrando en la pantalla noticias de última hora, ellos se sientan mientras yo permanezco de pie, esperando, sin decidirme a preguntarle a Ignacio todo lo que quiero saber, no se si es miedo, a veces vivir con la incertidumbre de una duda es más fácil que enfrentarse a la realidad porque siempre tenemos la esperanza de que no sea cierto lo que sabemos en lo más hondo del pensamiento que lo es.

- ¿Te acuerdas de mi? – es Ignacio quien rompe el fuego.
- Cuando me lo contó Mario, no, no me acordaba, pero al verte me vino a la memoria la imagen de un joven que parecía esconderse siempre entre el revoloteo de batas blancas que me observaban. Y también recuerdo unos ojos mirándome por la pequeña ventana de la habitación que daba al pasillo.
- Me sorprendía tu fuerza de voluntad, la rabia con que te rebelabas. Al principio y durante un tiempo sentí miedo por ti, cuando me marchaba a casa pensaba que quizá a la mañana siguiente no te encontrase. No era extraño que los “pacientes” desapareciesen de repente, un mal golpe, una dosis mortal, cualquier cosa podía ser causa de muerte, luego un certificado de defunción “por causas naturales” debidamente firmado por el médico de turno, y aquí no ha pasado nada. Pero un buen día escuché una conversación privada en la que hablaban de ti. No debía estar allí, pero estaba, y al oír pronunciar tu nombre decidí arriesgarme a ser descubierto y me quedé inmóvil escuchando.
- ¿Quiénes hablaban de mí?
- Al principio sólo reconocí a uno de ellos: el director de la clínica. La otra voz me recordaba a alguien, sabía que la había escuchado en alguna parte, pero no acababa de ponerle rostro o un nombre. El desconocido estaba recomendándole al director que no debía dejarse presionar bajo ningún concepto para dejarte libre. Él hablaba de recomendación pero su tono era autoritario y amenazante. Le repetía que desde ese momento tú estabas bajo su custodia, que contaba con el beneplácito de la máxima autoridad y que cualquier cuestión que se plantease durante tu estancia allí debía serle informada, el más mínimo detalle en cuanto a tu salud, conducta, visitas… etc., debía conocerlo al instante.
- Sigue, por favor.
- Cuando me pareció que la conversación tenía visos de concluir, salí sin hacer ruido de mi escondite y continué con mi trabajo. No podía quitarme de la cabeza lo que había escuchado y me hacía mil y una preguntas sobre la extraña fijación hacia tu persona que demostraba el hombre. En mi opinión eras una más de los muchos jóvenes que permanecían allí encerrados, algunos de ellos procedentes de familias influyentes. Fue al cabo de tres o cuatro días cuando descubrí su identidad, llegó acompañando a tus padres a los que inesperadamente autorizaron a visitarte. Era todo halagos hacia ellos y se mostraba muy distinto al hombre al que escuché hablando sobre ti, aparecía compungido, apesadumbrado por tu lamentable estado, recuerdo que ese mismo día habías recibido un duro castigo por tu comportamiento y por más que intentaron arreglarte, tu volvías a despeinarte, a ensuciarte la cara y la ropa arrastrándote por el suelo una y otra vez. Entonces supe que se trataba del joven que había empezado a despuntar como hombre de confianza del presidente, y que acabaría convirtiéndose en tu flamente esposo.

Con las últimas palabras de Ignacio y casi sin darme cuenta he empezado a llorar de rabia. Es un llanto que a la vez me libera de cualquier rescoldo de cariño o gratitud que pudiese albergar aún por Ernesto. Llorando llego al total convencimiento de que haré lo que sea antes que volver con él.

- Gracias otra vez – le digo a Ignacio al tiempo que me acerco a él y le abrazo.
- Lo siento, de verdad siento el daño que esto te causa, pero tenías que conocer la verdad. Ahora, creo que deberíamos organizar el plan punto por punto, hasta el más mínimo detalle, disponemos ya de muy poco tiempo y no quisiera que nada saliera mal ¿de acuerdo?
- Vamos allá – interviene Ignacio - ¿estás bien? ¿te sientes con ánimo para seguir con esto? – lo dice dirigiéndose a mí.

Afirmo en silencio con un gesto de la cabeza.

- Veamos…

(continuará)

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