Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

viernes, 5 de febrero de 2010

Esa especie de santón que vive en la colina (Tres)


Es surrealista. Se lo digo a Catalina y se mosquea. No entiende que no puedo presentarme allí, sin más, no se, lo lógico es pedir cita o algo por el estilo. Que no, que Tomás, que así se llama ese hombre, no es ningún psicoanalista. ¿Y qué puñetas es? Pregunto yo. Es que no tengo ni idea de qué decirle, no se si me va a poner las manos en la cabeza y dejarla vacía de los negros y deprimentes pensamientos que la pueblan, o tumbarme en un sofá para que le cuente mis frustraciones. Soy idiota, lo se, eso no hace falta que me lo recuerde Cata, según ella soy idiota porque no es así como funcionan las cosas con este señor. No sabe muy bien qué ocurre allá arriba, pero es bien cierto, asegura, que son unos cuantos los que después de visitarle han conseguido salir del oscuro callejón en el que se habían perdido.


Como no tengo más ganas de discutir y he empeñado mi palabra, me decido a hacer lo que me dice. Es sábado y no tengo que ir a trabajar. Me preparo una pequeña mochila con cuatro cosas para el camino y me dispongo a partir. Llevo anotadas las indicaciones que me ha dado Catalina. Debo dejar el coche en Arriete, a seis kilómetros de aquí, y desde allí seguir a pie por un sendero que sube hasta la colina. Espero no perderme porque mi sentido de la orientación, lo que se dice bueno, no es, por si acaso no me olvido de coger el móvil, no sea que tenga que llamarla, eso contando con que haya cobertura.


Arriete es un pequeño pueblo de calles empinadas y estrechas. Dejo el coche en la plaza, el único lugar llano y más espacioso que debe haber aquí. Antes de emprender la subida, entro en el bar a beber y algo y asegurarme, preguntando a algún parroquiano, que el camino que tomo es el correcto. Sólo hay cuatro hombres sentados a un mesa, y un chaval tras la barra. Cuando me sirve el café le pregunto por el camino que lleva hasta la casa de Tomás, en la colina. Al salir, rodee el bar, y justo aquí detrás verá el sendero, me dice. Sígalo hasta llegar a un claro donde verá un pequeño arroyo que nace en un roca, tome el camino de la derecha e irá a parar a la casona. Agradezco sus indicaciones y pago la consumición. Pienso que va a decirme algo por la forma en que me mira, pero después de un momento de indecisión se concentra en los vasos que están a medio lavar en el fregadero.


A los pocos minutos de adentrarme en el sendero tengo la sensación de haber traspasado el umbral hacía otra dimensión. Hay un silencio envolvente, sólo interrumpido por los crujidos de las hojas bajo mis pies y las carreras de los pequeños animales que huyen a mi paso en busca de refugio. El sol ha empezado a calentar y paro un momento para desprenderme de la chaqueta y atarla en la cintura. Respiro hondo y retomo el camino, saboreando esa sensación de soledad que hace que empiece a sentirme bien. Al final de un pequeño repecho está el riachuelo del que me habló el chico del bar. Me acerco, con cuidado de no embarrarme, y tomo un poco de agua con las manos. Está fría y tiene un ligero sabor a piedra. Me siento con la espalda apoyada en el tronco de un árbol y me enciendo un cigarro. Me entretengo observando un par de lagartijas que juguetean, persiguiéndose una a la otra, para de repente, quedarse frente a frente. Tomo el sendero de la derecha y cuando llevo algo más de media hora andando, distingo en lo alto, el tejado de una casa.


(Continuará)

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