Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

miércoles, 18 de febrero de 2009

La negra Azucena



La negra Azucena se lleva prendidas todas las miradas.

La siguen los hombres al ritmo que marcan sus pechos altivos, entreabren la boca casi babeante cuando les saluda camino de casa y ellos se imaginan entre aquellas tetas, lamiendo y mordiendo sus duros pezones. También las mujeres siguen sus andares, esas largas piernas, morenas, brillantes, y bajo la tela suave de su falda se entreveen sus nalgas de carne apretada. Les come la envidia.

Ella anda despacio, subiendo con calma la empinada cuesta que lleva a su calle. Sonríe y camina, camina y sonríe, con el alma rota y los pies cansados. Cuando abre la puerta del pequeño cuarto en el que malvive, el negro Basilio ya se ha levantado. Su nariz percibe un ligero aroma a café caliente entre los olores que inundan el cuarto. Se sirve un tazón mientras que Basilio prepara la manta. Hoy hacen mercado en el barrio nuevo, quizá venda algo. No hablan, se miran. Azucena, de pie ante la mesa, piensa que un día de estos trincan a su negro y no vuelve a casa. Basilio a su espalda le aprieta los pechos, restrega su sexo, le besa en el cuello, le empuja con ganas.

Espera mi negro, espera un momento, susurra Azucena, mientras se separa tapando su boca cuando ya Basilio intenta besarla. Aún nota el sabor que dejó en sus labios la última mamada. Se lava a conciencia con la poca agua que sale del grijo, y luego se deja montar por el negro que exhibe su verga dispuesta y ansiosa. La negra está ausente, hoy no siente nada, se le formó un nudo en medio del pecho, como una gran bola hecha de tristeza, de miseria, de asco. El negro se corre. Después se le queda mirando un momento, le busca la boca, y siente al besarla algo muy extraño, un intenso frío que cala los huesos.

Basilio se viste, se para en la puerta, intenta quitarse un presentimiento. Ella le sonríe y le tira un beso, entonces suspira y sale a la calle.

La negra Azucena rebusca en su bolso y con mucho cuidado saca un envoltorio. Ya va a hacer tres meses que el cuerpo no sangra, y antes de los dos, su amiga Felicia, que es un poco bruja, lo vaticinó: mi negra, no busques otra explicación, te preñaron hija, te jodieron bien. Aún de madrugada, cogidas del brazo, fueron a buscar a la seña Petra, una mulatona grande como un buey que dicen que tiene todos los remedios: ungüentos, pomadas, mejunges, hierbajos, bebedizos dulces… con mucho secreto le vendió a Azucena hierbas milagrosas que la harán sangrar.

En un viejo cazo se prepara el agua y cuando está hirviendo echa un puñadito, y otro, y otro más. Mientras que reposa se pone a rezar, hace tanto tiempo que ya ni se acuerda, pero poco a poco viene a su memoría una retahíla de cortas plegarias que cuando era chica, antes de acostarse, solía enunciar. Se toma el brebaje, se mete en la cama y cierra los ojos. La mata el cansancio de todas las noches pateando la calle y casi sin notarlo se queda dormida.

Un grito de angustia la hace despertarse, es noche cerrada, se encuentra muy mal: le duele la tripa, se agarra, se dobla. ¿Dónde está Basilio? Por entre las piernas empieza a notar algo que se escurre, un líquido tibio que fluye despacio mojando las sábanas. Siente las mordidas de un perro rabioso, allí, en las entrañas, la va a destrozar. Se muere de frío, tirita, está ardiendo, se acurruca aún más. El dolor la rinde, se vuelve a dormir.

El negro Basilio no ha tenido suerte, fallaron las cuerdas, se rompió la manta y él echó a correr, pero ya los polis le echaban el guante, no pudo escapar. Llora por su negra que estará esperando presa de la angustia porque no llegó.

Hombres y mujeres, todos cuchichean cuando en la ambulancia, meten la camilla llevando el cadáver que encontró una noche su amiga Felicia, cuando preocupada porque hacía unos días que no la veía, la vino a buscar. La Felicia llora, sentada en el suelo, luego un gran suspiro, se suena los mocos. Ya saca del bolso un pequeño espejo, retoca los labios, se pinta los ojos, se arregla el escote y estira con fuerza de su minifalda. No es tiempo de penas, hay que trabajar.

La negra Azucena se lleva prendidas todas las miradas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ësto no es prosa, son versos sin salto de línea.

Des dijo...

¿Y? ¿Te supone eso algún problema?
Si hay quien, llamándose poeta, escribe prosa con renglones cortados ¿por qué no puedo yo escribir versos como si fuese prosa?
Pero gracias, muchísimas gracias, tenía una tremenda duda existencial y he visto la luz, querido Anónimo.
Des.