Camino descalza por la empinada cuesta. Los guijarros afilados me hieren los pies que van dejando pequeñas perlas rojas y marcan el camino de vuelta. Igual que Pulgarcito con sus piedrecillas blancas, pero yo no quiero volver. Siento que no quiero volver. Cae la tarde, y me voy adentrando en la penumbra del bosque. El sendero está cubierto de hojas que amortiguan mis pasos, y que al crujir bajo mi peso, crean una sinfonía de pequeños gemidos de dolor.
Se huele la humedad a medida que los árboles son más altos y frondosos. Tapan la luz del sol. Silencio. Los recuerdos son latigazos que me golpean, abriendo la carne en dolorosas grietas de dolor. Las palabras, las palabras resuenan en mis oídos, me rompen los tímpanos y aprieto las palmas de mi mano sobre las orejas. Y los silencios. Los silencios me ahogan, me fatigan.
Sigo mi recorrido casi sin ver, los ojos cansados y anegados de lágrimas distorsionan las imágenes. La siluetas de los árboles empiezan a agitarse a mi alrededor. Gritan. Y yo empiezo a correr. Los grandes brazos leñosos intentan detenerme y se van quedando con jirones de mi ropa. Oigo el rasgar de la tela, pero no me detengo. Ya se han quedado quietos, y yo desnuda. Recupero poco a poco el aliento, mientras me sigo adentrando en el bosque.
Al pasar bajo un viejo árbol, siento una caricia fría que apenas roza mi hombro. Alzo los ojos. Una gran serpiente enroscada con el extremo de su cola a una fuerte rama, está cambiando su piel. La miro hipnotizada mientras ella se estira dejando atrás su viejo traje, y apareciendo hermosa y reluciente ante mis ojos.
Busco con la mirada el lugar idóneo. Lo encuentro. Trepo a un árbol de grueso tronco y me quedo sujeta por los pies. Imitando a la serpiente, voy estirando mi cuerpo. Es doloroso, tengo los pies sangrando. Sigo estirando con fuerza hasta que empiezo a sentir como se rasga mi piel. Empieza por la cabeza y el rostro. Se ha abierto una gran brecha por la que empieza a aparecer mi nuevo cuerpo. Me relajo un momento, lo más difícil ya está conseguido. Y como en un parto de mí misma, noto como mi vieja piel se separa de la carne y va quedándose seca y ajada pegada a la rama. Sólo faltan las piernas. Un nuevo tirón y lo habré conseguido.
Quisiera mirarme en un espejo y ver mi nueva apariencia. No hace falta. Siento que soy otra. Mi vieja piel quedó en ese árbol y con ella todo lo que me llevó hasta allí.
Despierto sudorosa y asustada. Pongo los pies en el suelo deseando mirarme en el espejo. Hay algo allí tirado sobre la alfombra.
En la oscuridad, cualquiera diría que se trata de la piel del cuerpo de una mujer.
Cualquiera lo diría.
Se huele la humedad a medida que los árboles son más altos y frondosos. Tapan la luz del sol. Silencio. Los recuerdos son latigazos que me golpean, abriendo la carne en dolorosas grietas de dolor. Las palabras, las palabras resuenan en mis oídos, me rompen los tímpanos y aprieto las palmas de mi mano sobre las orejas. Y los silencios. Los silencios me ahogan, me fatigan.
Sigo mi recorrido casi sin ver, los ojos cansados y anegados de lágrimas distorsionan las imágenes. La siluetas de los árboles empiezan a agitarse a mi alrededor. Gritan. Y yo empiezo a correr. Los grandes brazos leñosos intentan detenerme y se van quedando con jirones de mi ropa. Oigo el rasgar de la tela, pero no me detengo. Ya se han quedado quietos, y yo desnuda. Recupero poco a poco el aliento, mientras me sigo adentrando en el bosque.
Al pasar bajo un viejo árbol, siento una caricia fría que apenas roza mi hombro. Alzo los ojos. Una gran serpiente enroscada con el extremo de su cola a una fuerte rama, está cambiando su piel. La miro hipnotizada mientras ella se estira dejando atrás su viejo traje, y apareciendo hermosa y reluciente ante mis ojos.
Busco con la mirada el lugar idóneo. Lo encuentro. Trepo a un árbol de grueso tronco y me quedo sujeta por los pies. Imitando a la serpiente, voy estirando mi cuerpo. Es doloroso, tengo los pies sangrando. Sigo estirando con fuerza hasta que empiezo a sentir como se rasga mi piel. Empieza por la cabeza y el rostro. Se ha abierto una gran brecha por la que empieza a aparecer mi nuevo cuerpo. Me relajo un momento, lo más difícil ya está conseguido. Y como en un parto de mí misma, noto como mi vieja piel se separa de la carne y va quedándose seca y ajada pegada a la rama. Sólo faltan las piernas. Un nuevo tirón y lo habré conseguido.
Quisiera mirarme en un espejo y ver mi nueva apariencia. No hace falta. Siento que soy otra. Mi vieja piel quedó en ese árbol y con ella todo lo que me llevó hasta allí.
Despierto sudorosa y asustada. Pongo los pies en el suelo deseando mirarme en el espejo. Hay algo allí tirado sobre la alfombra.
En la oscuridad, cualquiera diría que se trata de la piel del cuerpo de una mujer.
Cualquiera lo diría.
(Agosto 2005)
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