Aquella mañana amaneció radiante. El sol se abría pasado tímidamente intentando con sus rayos caldear la tierra. Apenas había comenzado la época de las nieves, pero parecía que estuviésemos en primavera, aún cuando el viento venido de las montañas era frío a esas horas tempranas.
En el interior de la cabaña, al calor del hogar, el ambiente era muy agradable. Estaba aireando y colocando las pieles que habíamos utilizado durante la noche, mientras escuchaba las voces de los hombres que cuchicheaban alrededor de las hogueras preparándose para salir de caza y calentando su cuerpo con ricos caldos o infusiones. Los niños, ya despiertos, correteaban gritando y peleando llenos de energía.
Canturreaba quedamente cuando noté el silencio repentino del exterior, roto al instante por el saludo de algún extranjero. Me quedé inmóvil, los brazos aún estirados sosteniendo la piel que me disponía a colocar bien estirada sobre el lecho. Era la voz grave de un hombre, grave e intensa, vocalizaba despacio en nuestro idioma, aunque se notaba que tenía que esforzarse por encontrar las palabras que quería pronunciar. Pronto volvieron a escucharse a los hombres saludando al recién llegado.
Inexplicablemente mi corazón había empezado a latir de forma descontrolada. Sentía el rostro ardiendo y el calor empezaba a sofocarme. Quería concentrarme de nuevo en mi tarea pero algo me lo impedía, era aquella voz que llegaba hasta mí como si su dueño estuviese allí mismo, hablándome al oído.
Una bocanada de aire fresco se coló por la puerta cuando entró mi pequeño como un torbellino:
– Mamá, mamá, sal a ver al extranjero. Anda ven – y estiraba de mi mano queriendo arrastrarme con él.
– Suelta, suelta, acabarás tirándome. Tengo cosas que hacer, ve a jugar con los otros niños y no molestes a los hombres.
– Ven, por favor, tienes que verle. Lleva ropas extrañas, y el cabello… es largo y negro, lleva una trenza larguísima.
– Fuera, fuera, fuera – le dí suavemente en el culo empujándole – déjame terminar y ya saldré luego.
Por fin se convence y me quedo mirándole marchar, por la puerta entreabierta. Si me moviese sólo un poco hacia la izquierda vería al grupo de hombres hablando junto a la hoguera, pero no quiero hacerlo. No debo mirar, con escuchar esa voz ya he tenido suficiente. Quiero tranquilizarme pero no puedo, le oigo hablando despacio para hacerse entender. Tiemblo descontroladamente, como si de pronto fuese presa de extrañas fiebres.
– Mujer ¿no piensas salir a saludar al extranjero?
– Me has asustado – respondo a mi esposo que acaba de asomar por la puerta – me siento indispuesta, creo que voy a tomar algo caliente y acostarme, no se qué me pasa.
– ¿Estarás otra vez…? – pregunta mientras se acerca a acariciar mi vientre.
– No, no creo que sea eso. Quizá cogí algo de frío, estoy mareada. ¿Podrías disculparme ante él?
– Sí, esposa mía, no te preocupes, cuando vuelva podrás hacerle los honores.
– ¿Cuándo vuelva?
– Sí… claro, no sabes quien es. ¿Te acuerdas de una niña a la que desterraron con su familia a las tierras del Norte porque la encontraron escondida en el hueco del árbol sagrado con un amigo?
– Vagamente.
– Claro, tu eras aún muy niña. Bueno, él es su hermano. Pertenece a nuestro pueblo por eso conoce nuestra lengua, su madre les enseñó a hablarla y no quiso que la olvidasen. Finalmente su hermana se desposó con un hombre de las islas del otro lado del mar. Hace años que no la ve y ha emprendido el viaje para reencontrarse con ella, y llevarle algunos presentes que le dejó su madre antes de morir. Se llama Kadir. Le prestaremos una de nuestras canoas para el viaje por mar y nos la devolverá a su vuelta. Acuéstate y descansa, llamaré a Merine para que te prepare uno de sus remedios.
– No, antes pídele por favor que disponga comida y agua para nuestro visitante, necesitará provisiones para el viaje, yo puedo esperar, no te inquietes.
Arropada por las suaves pieles intentaba apartar de mi cabeza aquella voz, su nombre, Kadir, Kadir, mientras mi cuerpo se estremecía sin remedio. Las palabras de los sabios de la tribu me aterraban: “El amor es engañoso y recorre caminos sinuosos hasta conseguir su propósito. Se disfraza, se esconde tras un bello rostro, o unos ojos brillantes, quizás una sonrisa tímida o una voz cálida y armoniosa… o una voz… o una voz”
Me desperté asustada entre gemidos. La dulce sonrisa de Merine apenas consiguió tranquilizarme. Sus ojos me miraban interrogantes. Para que no leyera en los míos la respuesta, los cerré fingiendo que dormía.
(Continuará)
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